En la nominalmente católica España todos los
pueblos y ciudades tienen un santo patrón, en Torreblanca es San Bartolomé cuya
festividad se celebra el 24 de agosto. La tradición marca que desde dicha fecha
(hay años que uno o dos días antes) hasta fines de agosto se desarrollen las
fiestas en honor del santo y para el divertimento y goce de mis paisanos.
Mis recuerdos infantiles marcan el 24 como
la fecha grande de los festejos. El día comenzaba con una despertà por los músicos de la dulzaina y el tamboril. Hacia las 12
una misa solemne en la que predicaba un orador sagrado de algún renombre. En
las familias era el día de comer paella o alguna comida fuera de lo habitual.
Por la tarde se sacaba al santo en procesión presidida por el párroco y las
primeras autoridades locales (Ayuntamiento, juez de paz y comandante del puesto
de la Guardia Civil). Por la noche había baile en la plaza mayor. Al día
siguiente, el 25, la fiesta se dedicaba al Santísimo Sacramento, muy ligado al
único hecho de relevancia de la historia local. El programa era similar al del
día anterior con un añadido: se subastaban los carros y carafales con los que se iba a construir la artesana plaza de toros
radicada en el emplazamiento de los que siempre se llamó Plaza de Ramón y
Cajal. El acto, presidido por el concejal de festejos y auxiliado por un
oficial administrativo del Ayuntamiento, concitaba mucha expectación. Lo que se
licitaba era lo que podríamos llamar el solar donde emplazar los carros de los
labriegos.
El 26 se construía la plaza de toros, de
forma rectangular, cuya estructura la formaban los carros de los labradores y
se remataba con toda suerte de tablas, tablones, sogas y clavos. El resultado
final era de una dudosa solidez, pero que solía aguantar todas las fiestas. A
partir de ese día el núcleo de los festejos eran los toros, els bous serrils, mientras lucía el sol,
y la verbena o las atracciones artísticas que actuaban en la plaza de toros
reconvertida en un teatro al aire libre. Una noche se solía montar el
espectáculo, más aparente que bonito, del bou embolad. Un armatoste en la
cabeza del animal con dos bolas de brea que eran encendidas y que provocaban
que el animal corriera de aquí para allá supongo que con la intención de
quitársela o, al menos, que se apagasen. No era un espectáculo demasiado
edificante.
Los llamados bous serrils o reals eran
realmente reses semibravas que se toreaban en las fiestas patronales de la mitad
de pueblos de la provincia y entre las que abundaban más las vaquillas que los
toros, porque un cornúpeta toreado de más de 400 kilos tiene más peligro que
una banda de talibanes a los que se les ha mentado a su profeta. Por la mañana,
rigurosamente a las 12 h., se celebraba la entrà
(la entrada), un remedo de los encierros de San Fermín en Pamplona pero con
mucho menos morbo. Por la calle de San Antonio (tradicionalmente llamado el
Rabal) corrían las reses acompañadas a prudente distancia de los mozos. Una vez
metidas en el corral instalado en la calle del Forn (Horno, de inolvidable recuerdo para mí pues en ella vine al
mundo), se sacaban dos o tres ejemplares, uno a uno, a la plaza para que el
mocerío las probase, por eso se conocía a esa acción como la próba (la prueba) y que consistía en
espolear a los animales para que embistieran a los mozos que corrían a refugiarse
en los carafales.
Por la tarde, se llevaba a cabo lo que en el
lenguaje oficial era llamado exhibición de vaquillas. Se sacaban a la plaza,
uno tras otro, todas las reses que habían hecho la entrá y se repetía lo de la pròba.
El animal perseguía a los jóvenes que la azuzaban con sus gritos y que
prudentemente se refugiaban en los seudo burladeros de la artesanal plaza.
Alguna vez era cogido un mozo, pero no recuerdo ni una cogida que fuera grave,
como mucho de dar algunos puntos de sutura al mozo que no había corrido lo
suficiente. La verdad es que, en conjunto, el espectáculo era bastante aburrido.
Por la noche, volvía a haber verbena y una o
dos veces durante la semana de fiestas se cambiaba el baile por una compañía de
varietés que hacía las delicias del respetable dado que la televisión todavía
no había llegado. Recuerdo que uno de los números más aplaudidos era el de las
coristas que arropaban a la cantante cabeza de la compañía porque enseñaban
partes de la anatomía femenina que en aquella España dominada por el
nacional-catolicismo era muy difícil verlas. El cante flamenco también estaba
representado, así como algún rapsoda y no faltaban los humoristas de turno.
Cuando se acababan las fiestas quedaba el
recuerdo agridulce de pensar que hasta el siguiente año ya no habría más
festejos, aunque eso no era del todo cierto porque en enero, el 17, se celebraban
las fiestas de Sant Antoni, de las
que les hablaré otro día.
Hoy mi pueblo sigue en fiestas, pero ya no
son las mismas de mi infancia. El pueblo ha cambiado, la gente ha cambiado y,
con plena seguridad, también yo he cambiado. No hay que darle más vueltas, así
es la vida.
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