La mañana del quince de agosto Carlos Espinosa
ha estado muy atareado cavilando como desembarazarse de Salazar. Tras mucho
reflexionar se ha decantado por envenenarle. Al pensar en venenos le vienen a
la mente películas como Arsénico por
compasión de Capra o Mar adentro
de Amenabar en la que el protagonista se suicida con cianuro, pero ¿cómo
hacerse con esos venenos? Después de mucho cavilar ha tenido que retrotraerse a
su infancia y evocar cuando su madre mataba los ratones que pululaban por el
sótano de la vivienda familiar esparciendo un matarratas. Puesto que solo guarda
un borroso recuerdo de como manejaba la autora de sus días el raticida, entra
en internet para documentarse. Descubre que los matarratas suelen estar
compuestos por algún alimento base y un raticida. Que se deben colocar en
pequeñas cantidades pues es más fácil que las ratas muerdan el cebo si es algo
minúsculo y apetecible. Que los matarratas son productos tóxicos por lo que hay
que usarlos con cuidado y pueden dar muchos problemas a la hora de manejarlos
en casa. Y que suelen tardar en hacer efecto alrededor de seis o siete días lo
que enfría su plan homicida, aunque se dice que le da igual el tiempo en que
Salazar tarde en morirse, lo capital es que desaparezca. En otra web descubre
que los matarratas pueden ser de diferentes formas como semillas, bloques o
cilindros y de diversos tipos: de pasta, agudos, anticoagulantes, con vitamina
D y de un sola ingesta, siendo estos últimos los más letales y de acción más rápida.
Que se pueden elaborar de forma casera, siendo la receta más sencilla la mezcla
de una taza de azúcar blanco, una taza de harina y otra de bicarbonato de sodio,
pero que la mezcla más mortífera es la conformada mezclando mantequilla y ácido
bórico en la proporción de un octavo de taza de ácido por cada 250 gramos de
mantequilla. Igualmente descubre que los matarratas no solo se venden en
droguerías, como creía, sino también en los supermercados y hasta encuentra una
web que se titula Veneno para ratas Mercadona. En la misma web y para una
acción rápida se recomiendan los venenos compuestos de brometalina que es un
cianuro altamente pernicioso pues ataca el sistema nervioso central paralizando
las ratas y causándoles la muerte. Incluso especifica el nombre de dos marcas
comerciales que utilizan la brometalina, Fastrac y Talpirid. El primero viene
en forma de cubos que pesan 128 gramos cada uno y que solo podría utilizarlo
desmenuzándolo, lo que no le hace ninguna gracia ante el peligro de una posible
intoxicación. El segundo se presenta en forma de lombriz y su principal
obstáculo es que tiene un olor muy penetrante, pese a ello se decide por este
último puesto que es más manejable, aunque se dice que tendrá que disolverlo en
algún líquido que disimule el olor. Espinosa es consciente de que no es lo
mismo el organismo humano que el de un roedor, pero es lo que tiene más a mano.
Sin pensarlo más, busca el supermercado Mercadona
más próximo y se acerca al mismo donde, además del raticida, compra varios
productos caseros para despistar y una botella de coñac porque, según le contó
el chico de Curro, es el licor que más le gusta a su padre y quizá disolviendo
el veneno en la bebida se enmascare el olor. El malagueño ha pensado en llevar
el coñac como regalo lo que propiciará la ocasión para probar el licor
emponzoñado. Tras mezclar el raticida con el coñac se lava concienzudamente las
manos, se cepilla las uñas y termina dándose una ducha para que no quede ni
rastro de brometalina ni del fuerte olor.
Como si invita a coñac y él no lo prueba canta
mucho ha estado pensando en las maneras de escaquearse para no catar la bebida:
hacer como que bebe pero sin llegar a trasegar el licor, derramarlo, decir que
no puede probarlo porque está contraindicado para un medicamento que toma…Ninguna
de esas excusas le convence demasiado, por lo que termina diciéndose que en su
momento tendrá que improvisar. A lo que no le ha concedido mucho tiempo para
pensarlo es a la forma de acceder a la habitación de Salazar, su llave para
ello será Francisco José a quien tiene en el bolsillo desde que le prestó la
Harley. Le llama, pero el móvil del chico no da señales de vida, como si
estuviera apagado o sin batería. Es un contratiempo al que no da demasiada
importancia.
Debido al trajín con la cuestión de los
venenos se le ha echado el mediodía encima. “¿Dónde almuerzo”?, se pregunta.
Duda en si hacerlo en el hotel o irse directamente a Torreblanca para ver si
localiza al joven Salazar. Piensa que lo más inteligente es lo último puesto
que si no le echa el guante al chico puede tener problemas para poder ver
personalmente al exsindicalista. Coge el coche y enfila la AP-7 en dirección
norte. En el hotel Miramar, donde se aloja Francisco José, le informan que el
joven no está en su habitación, tampoco saben decirle donde puede estar aunque
le comentan que va casi todos los días a ver a su padre. Haciendo caso de la
información se dirige a la playa, en el hostal Los Prados le indican que esa
mañana no han visto al hijo del señor Martínez. Decide quedarse a comer, pero
lamentablemente está todo reservado, salvo que espere hasta cerca de las
cuatro. Desestima la propuesta y opta por darse un garbeo por el paseo marítimo
y comer donde vea un hueco. Para su sorpresa, todo está lleno: restoranes,
bares y chiringuitos están a tope. Esa playa que hasta ahora le había parecido
un lugar paradisíaco por la ausencia de multitudes, parece que se ha
transformado con el puente de la Asunción.
-¡Coño! –
exclama Espinosa en voz alta-, ni que esto fuera Marbella. No cabe ni un
alfiler más.
Tras mucho buscar, en uno de los restoranes que
no está en primera línea de playa encuentra una mesa libre. Mientras espera que
el camarero le traiga la carta echa una mirada a la parte interior del local
que también está abarrotada y se lleva la gran sorpresa cuando ve al que él
conoce como Pako y con el que trabó una pasajera amistad en la travesía a las
Islas Columbretes del día anterior. Está acompañado por una mujer, pero no es
la misma que le acompañaba en el viaje al archipiélago. “¿Qué coño hace este
fulano aquí?”, se pregunta. Cuando recuerda que puede ser el presunto ejecutor
del plan B de sus patronos se le encoge el ánimo. “¿Estará aquí para cargarse a
Salazar?, si fuera así, ¿qué debo hacer, adelantarme o dejarle el campo
libre?”. Está en un tris de acercarse a saludarle y tirarle de la lengua, pero
inmediatamente se da cuenta de lo disparatado de la idea. “¿Y qué le digo,
piensas cepillarte a Salazar o me lo dejas a mí?”. No puede por menos que
burlarse de sí mismo. “Este dichoso encargo me está sacando de mis casillas”.
Hace todo lo contrario de su primer pensamiento y sin esperar a que llegue el
camarero se levanta y discretamente abandona el local pues cree que el
georgiano no se ha dado cuenta de su presencia dado que tiene puesta toda su
atención en la joven que tiene a su vera. Marcha por el paseo marítimo en
dirección norte a ver si encuentra donde almorzar. Pasa por delante de dos
restoranes que también están hasta arriba de público, hasta que un par de
manzanas más adelante se encuentra con uno en el que ve que en ese momento se
levanta gente de una mesa, se acerca por si estuviera libre y una camarera
contesta afirmativamente a su pregunta:
-Sí, la mesa
está libre. Deme un minuto, cambio el mantel y pongo cubiertos limpios.
Mientras aguarda se fija en el rótulo, está
en un restorán que se llama La Gloria y que por lo que comen la mayoría de los
comensales que hay a su alrededor debe ser una pizzería o un italiano. Cuando
le traen la carta se confirma su suposición, lo que más abunda en ella son las
pizzas aunque también hay otros apartados: de ensaladas, de crujientes, de
embutidos y quesos tradicionales, de productos de la huerta y otro de carnes.
Pide una ensalada de salmón con mango y un secreto ibérico. Está terminando el
entrante cuándo el petardeo inconfundible de una Harley le hace levantarse para
ver si es la que le prestó al chico de Salazar. Y en efecto así es. Y no va
solo, lleva de paquete a una jovencita cubierta con el obligatorio casco de
motorista, el resto de su atuendo es un sucinto biquini que apenas esconde nada.
Le llama, pero el chico o no le ha oído o se ha hecho el sueco. El resto del
almuerzo se lo pasa pensando en cómo podrá acceder a la habitación del
exsindicalista sin la ayuda de su hijo. Sabe que las veintidós habitaciones del
hostal están distribuidas entre la planta baja y el primer piso y que lo que
ampulosamente llaman recepción se limita a un mueble que está en la propia
cafetería-comedor en la planta baja. Todo lo cual presupone que colarse en
cualquier habitación tiene que ser relativamente simple. Aun así, comienzan a
invadirle las dudas y recelos. Envenenar a Salazar no va a ser tan fácil como
se había planteado. Los problemas son varios: no parece que vaya a poder contar
con el hijo para un acceso franco al cuarto, el tipo que puede tener un posible
encargo de liquidar al exsindicalista está allí y el mismo efecto del veneno no
está garantizado. “¿Y si Salazar no quiere probar el coñac que he manipulado?,
¿y si lo cata y el penetrante olor del raticida lo delata?, ¿y si…?”. De un
imaginario palmetazo aparta esas ideas de su mente. No puede seguir así.
Comienza a intuir que no tiene madera de sicario.
-¡Joder, que
duro es ser duro! –dice en voz alta.
-¿Qué ha
dicho el señor? –pregunta la camarera que le está presentando la cuenta.
PD.- Hasta
el próximo viernes
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