Portugal tiene muchos y bellos parajes
costeros, pese a ello no le resultó fácil a quién se hacía pasar por Francisco
Martínez Galán encontrar un sitio en el que esconderse. Su búsqueda fue más
complicada que con Alvito, el primer pueblo en el que se refugió. Navegando por
la red se topó con un blog llamado “Sin parar de viajar”, y allí encontró lo
que buscaba. Tras varios descartes, al final se quedó con dos candidaturas:
Ilha de Tavira, una isla de arena de unos once kilómetros de largo sita en la
costa de Algarve, al sur de la ciudad del mismo nombre, y Comporta ubicada
cerca de Setúbal. Este último lugar reunía casi todos los requisitos que había
preseleccionado: contaba con unas excelentes playas dentro de la Reserva
Natural del Estuario de Sado, estaba bien dotado de establecimientos hoteleros
y muy bien comunicado al estar relativamente cerca de la capital lisboeta. A la
postre, lo que decantó su elección fue algo que era un obstáculo para la
mayoría de viajeros, pero que consideró que para un fugitivo como él constituía
una especie de cortafuegos para drenar el número de visitantes: a la Ilha solo
se podía acceder por medio de un ferry que tenía dos rutas, la primera salía
del centro de la ciudad de Tavira y la segunda del muelle de Quatro Aguas, a
unos dos kilómetros del centro. La decepción llegó cuando buscó dónde alojarse.
Se encontró con la sorpresa de que en la isla no había hoteles ni casas
rurales, solo un camping. En su vida había sido campista, le parecía una
excentricidad propia de los guiris y de la gente joven. Y no iba a empezar un
nuevo tipo de vida cuando estaba a punto de alcanzar el medio siglo.
-Adiós a
Ilha Tavira. Tendré que seguir buscando –dijo en voz alta.
Al final, desistió de buscar otros lugares
costeros y se decantó por lo más cercano que tenía, en vez de ir a la isla se
quedaría en tierra firme, en Tavira. Wikipedia contaba de la ciudad que estaba
situada en el distrito de Faro y a unos veinticinco kilómetros de la frontera
española, a su vera corría el río Gilao que fluía hacia los escasamente profundos
pantanos del Parque Nacional de la Ría Formosa, un seguro refugio para las aves
migratorias. La ciudad estaba considerada como un excelente destino turístico
dentro del Algarve, pero sin llegar a las concentraciones de veraneantes de
otros lugares de la región tales como Albufeira, Vilamoura o Portimao. Le llamó
especialmente la atención un párrafo en el que se decía que Tavira era adecuada
para familias, pero no para grupos que buscasen la vida nocturna.
-Bueno –se
dijo -. Serquita de España, buenas playas, exselente clima, de un tamaño
asumible y recomendada para grupos familiares. Creo que es un buen sitio para
esconderse y que el aburrimiento no acabe conmigo.
No tuvo problemas para encontrar
alojamiento, la ciudad tenía buena oferta hotelera. Tras mirar las diversas
propuestas y comparar precios, todavía le quedaba la impronta de sus años de
niño pobre, se decidió por los Apartamentos Turísticos Monte da Eira, en la
llamada Quinta do Morgado. Era un establecimiento de tipo medio, discreto y barato,
el precio medio por noche salía por cuarenta y cinco euros. Y lo que más le
sedujo fue que estaba alejado del centro. Como le ocurrió en Alvito, cuando
dijo que quería alquilar un apartamento, en principio para seis meses, y que
prefería pagar en efectivo no le pusieron ningún problema en cuanto a la
documentación, con el carnet de conducir les bastaba. En los primeros días se
dedicó a recorrer la ciudad surcada de calles empedradas. Lo que vio le
sorprendió, sobre todo el centro histórico repleto de monumentos, iglesias
recargadas y casas con bonitas fachadas. Aunque no era un experto ni un amante
de la arquitectura había aprendido lo suficiente como para distinguir lo
elegante de lo vulgar y en el caso de la arquitectura portuguesa tradicional
abundaba más lo primero que lo segundo.
Con el paso de los años y la sobreabundancia
de dinero fácil se había acostumbrado a la buena mesa y fue otro de los
encantos que le sedujeron de la ciudad. Había muchos y buenos restaurantes con
precios más asequibles que los sevillanos. Además, como hijo de la mar que era,
le gustaba especialmente el pescado y en Tavira había profusión del mismo
recién sacado del Atlántico. Abundaba sobre todo el atún, el salmonete y el
congrio que solía servirse con arroz, ensalada y patatas fritas. También le
gustó sobremanera uno de los platos típicos de la región llamado cataplana que
era un estofado de marisco servido en una olla de cobre. En cambio, los vinos
no eran gran cosa. Un día que el maitre
del restaurante en el que solía comer se le acercó para preguntarle si todo
estaba a su gusto, le confesó que el menú era espléndido, pero que el vino no
estaba a la misma altura. Sorprendentemente, el empleado le contestó en voz
baja y en un correcto español:
-Estoy de
acuerdo con usted, caballero. En Portugal, vino de calidad solo hay uno, el
Oporto, los demás son para los extranjeros que no tienen cultura del vino como
ustedes los españoles.
El que le
hemos servido al lado de un Rioja, un Ribera del Duero o un Fino Jerezano no
tiene color.
¡Vaya!, pensó Curro, ¿cómo habrá sabido que
soy español? Claro, si es que no te esfuerzas en aprender portugués y todo lo
pides en español, se increpó, pero tampoco pasa nada. En realidad, sí pasaba.
Como pudo comprobar en los días siguientes, eran numerosos los españoles que,
dada la cercanía, se desplazaban al Algarve incluso en viajes de veinticuatro
horas. Las playas no estaban tan abarrotadas como en España, se comía
estupendamente y los precios eran bastante más baratos. Igual no había sido muy
feliz la idea de buscar un escondite tan cerca de la frontera española. Quizá
tendría que haber optado por Comporta, pero lo hecho, hecho estaba. Esperaría a
que se acabase la temporada veraniega y entonces vería.
Pese a su infancia pasada en un pueblo cuyo
mayor encanto eran sus extraordinarias playas, no era hombre playero. Se
conformaba con un chapuzón a primera hora y luego pasear descalzo por donde
morían las olas. Se retiraba a su aposento antes de que la playa se poblara de
parasoles y sillas, de parejas jugando a las palas y niños correteando por
todas partes. Paseos que le gustaba repetir con las últimas luces del día
aprovechando que otra vez las playas se quedaban huérfanas de gente. Era en
esos solitarios paseos cuando solía pensar en su vida y en porqué había llegado
a Tavira, como antes lo hizo a Alvito. Recordaba su infancia en un hogar en el
que no sobraba nada, aunque hambre, lo que se dice hambre, no llegó a pasar. Su
padre, de profesión marinero, se empleaba en las almadrabas durante la
temporada del atún en la que ganaba sus buenos duros. Y luego se enrolaba en un
barco de artes menores de los que se dedicaban a la pesca de pargos, corvinas,
caballas, jureles y demás especies que se daban en el Estrecho. Y su madre, en
verano, se dedicaba a limpiar apartamentos turísticos de la costa. Y desde los
diez años hasta él ganaba unas pesetas haciendo mandados en un chiringuito
playero cuyo dueño era amigacho de su padre.
No fueron malos tiempos los de su infancia,
hasta que cumplidos los doce a sus padres se les metió en la cabeza que para
hacerse un hombre tenía que estudiar y como entonces allí solo había escuelas
primarias lo enviaron a Cádiz, a casa de una hermana de su madre. Aquello fue
otro cantar. Sus tíos tenían dos chicos mayores que él y se las hicieron pasar
canutas. Y además le tocó trabajar como un negro. Por las mañanas iba a una
escuela de artes y oficios y por la tarde ayudaba en una tienda de alfombras de
unos paquistaníes en la que le tocaba hacer de todo: barrer, ordenar las
alfombras, hacer recados; en fin, lo que le mandaban.
-No eran
mala gente aquellos paquis –se dijo en voz alta -; aunque eso sí, te hasían
currar lo que no está en los escritos. En cambio, mis primos eran unos
cabronsetes de mucho cuidao.
Sus recuerdos terminan cuando decide que,
puesto que el sol está declinando, es un buen momento para darse un garbeo por
la playa más cercana que a estas horas supone vacía. Craso error, en su paseo
está a punto de darse de bruces con una pareja que no está precisamente rezando
el rosario. No llega a poder disculparse pues una tronante voz de macho ibérico
con cerrado acento andaluz le espeta:
-¡Gilipollas,
vete a pasear donde tu puta madre!
Es incapaz de callarse:
-Gilipollas
vosotros, con lo grande que es España y tenéis que venir a follar aquí.
PD.- Hasta el próximo viernes
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