El apartamento de María Victoria no está tal
cual lo dejó aquella fatídica mañana del pasado jueves cuando salió de casa
creyendo que iba a entrevistarse con el embajador de Colombia y terminó siendo
secuestrada. El comisario Lucientes había ordenado que nadie, salvo la Policía
Científica, entrase en el piso para no contaminar el escenario del secuestro y,
al parecer, los agentes no han sido demasiado cuidadosos en dejar muebles y
enseres donde debían estar.
- ¡Qué
desastre! – se lamenta María Victoria al ver el estado del apartamento -, pero
si está todo manga por hombro. Menudo chorreo le voy a echar a la asistenta.
- La
asistenta no tiene ninguna culpa, Mariví. Cuando desapareciste, Lucientes
ordenó que no entrase nadie, salvo la policía. Por eso está así, pero no te
preocupes, yo te ayudo y entre los dos lo dejaremos como los chorros del oro –
y al ver que la mujer empieza a recoger unos libros del suelo, Grandal la corta
-, pero eso lo haremos mañana. Ahora lo que debías de hacer es darte un baño
que eso te ayudará a relajarte y luego te acuestas. Todavía te dura el estrés y
descansar es uno de los mejores antídotos.
- Tendrás
que dormir en el sofá. Ahora te traeré un almohadón y unas mantas que igual
esta noche hiela y la calefacción la cortan a medianoche – comenta María
Victoria retomando el papel de anfitriona.
- No pases
cuidado. Estoy acostumbrado a las guardias en la comisaria donde era capaz de
dormirme en una silla de tijera o con la cabeza apoyada en la mesa del despacho
como almohada. Como dicen los militares: en peores garitas he hecho guardia.
- ¿Quieres
tomar alguna cosilla?, aunque no recuerdo que puede quedar en el frigo que no
se haya estropeado – dice ella mientras abre la puerta del frigorífico -. A
ver, hay leche desnatada, yogures dietéticos, galletas integrales, también hay
huevos. Te puedo hacer una tortilla francesa en un pispás.
- Gracias,
Mariví, no quiero nada. Tu hermana no has dado de cenar opíparamente.
- A María
Eugenia siempre se le dio la cocina mucho mejor que a mí. Más de una vez he
pensado que conquistó a su marido más por el estómago que por otra cosa. Bueno,
pues entonces voy por las mantas.
- No hagas
la cama, me la hago yo. Ya sabes que estoy acostumbrado. Voy al baño, ¿o
quieres ir antes? ¿No?, pues entonces buenas noches y que tengas felices sueños
– le dice mientras deposita un casto beso en la mejilla de la mujer.
A Grandal le cuesta coger el sueño, cuando
recuerda que no ha llamado a Atienza como le había prometido. Se levanta
procurando hacer el menor ruido posible y llama al inspector.
- Juan
Carlos, soy Jacinto. Tengo una primicia que darte. Los que secuestraron a María
Victoria eran sudamericanos, por el momento de nacionalidad desconocida, pero
lo más importante es que tenían en su poder tres piezas… ¿adivinas de qué?
Acertaste, del Tesoro Quimbaya. Un collar, un poporo y la imagen de uno de los
seis caciques que tiene catalogados el Museo de América. Y ahora viene lo
bueno: las piezas no son las originales sino réplicas. Lo que presupone que
estamos más cerca que nunca de probar que los autores del robo o, al menos, los
que tienen en su poder las piezas robadas son una banda de sudacas,
posiblemente narcos o relacionados con el narcotráfico. Y también se verifica
de una vez por todas que las piezas del tesoro que transportaba el furgón
blindado son copias y no originales…
Y Grandal sigue contando a su joven colega
cuanto les ha relatado hasta el momento María Victoria. Atienza no cesa de
interrumpirle con múltiples preguntas, pero el excomisario que está fatigado le
ruega que se las haga mañana, que ahora se va a dormir. Vuelve a recostarse en
el sofá, pero el sueño no llega cuando oye que la puerta de la habitación de
María Victoria se abre. La mujer, que lleva una bata encima del camisón, se
acerca despacito al sofá y al ver que Grandal está despierto se detiene un
tanto desconcertada.
- ¿Tampoco puedes
dormir? – le pregunta Grandal.
- No hay
manera. Pensaba en tomarme un somnífero, pero he recordado que el médico me ha
recomendado que en un par de semanas no tome ningún estimulante ni
tranquilizante hasta que elimine la droga que me inyectaron los raptores. Iba
al frigo porque he recordado que de pequeña, mi madre nos daba un vaso de leche
caliente cuando no podíamos dormir. Y eso es lo que iba a hacer. ¿Quieres otro?
En la minúscula mesa de la cocina, la pareja
está tomando un vaso de leche caliente con unas galletas integrales. María
Victoria le cuenta lo mal que lo ha pasado y la de veces que pensó en él.
- No sabes
cuantas veces me dije: si hubiese estado Jacinto conmigo no me hubieran raptado,
él lo habría impedido.
-
Posiblemente, Mariví, pero si llego a estar quizá hubiese sido peor porque al
encontrar a alguien con quien los secuestradores no contaban lo mismo se
habrían puestos violentos y no sé lo que hubiese podido pasar. Porque si tus
raptores forman parte de una banda de narcotraficantes, como sospecha la policía, es
gente que no se para en barras y tiene el gatillo fácil.
- Para
encontrar excusas te la pintas solo. Una más que añadir a la colección –
reprocha la mujer.
A Grandal no le gusta un pelo el cariz que
está tomando la conversación. Le recuerda las discusiones que, en esa misma
mesa, mantuvo con María Victoria en los últimos meses, pero por un motivo muy
distinto. En cuanto formalizaron su relación él, cuando viajaba a Zaragoza, vivía
en el apartamento de ella. Al poco tiempo María Victoria comenzó a hablar de
casamiento. Su argumento era siempre el mismo: era persona muy conocida en
ciertos círculos de la ciudad, especialmente en los universitarios, y tenía un nombre
que salvaguardar. A su edad no podía permitirse que alguna colega o cualquier conocida
deslenguada, que las había y muchas, le echase en cara que vivía amancebada. No
era necesario que se casaran por la iglesia, bastaría con una boda civil. En
esas discusiones lo que solía hacer él era echar balones fuera como se dice en
el fútbol. No decía que no, pero tampoco que sí. Se convirtió en un experto en
lo de marear la perdiz. Hasta que ante la insistencia de la mujer en lo de las
nupcias, un día Grandal se cansó y le contó la verdad.
- No puedo
casarme, Mariví, no puedo porque ya lo estoy.
-¡Cómo!,
¿pero no estás divorciado? – La sorpresa de la mujer se pintó en su rostro.
- Nunca
llegué a firmar los papeles del divorcio. Todavía no sé por qué, pero no los
firmé. Si contrajera nuevas nupcias podrían acusarme de bígamo.
- O sea, que
me has estado engañando miserablemente – se dolió ella.
- No te
engañé, simplemente no te lo conté todo.
Y también recuerda el rosario de reproches que
se sucedieron a su confesión. Ella llegó a ponerse tan pesada y desagradable
con sus recriminaciones que un buen día hizo la maleta y se volvió a Madrid. Desde
entonces no habían vuelto a verse; por otra parte, él había retomado su antigua
relación con Chelo, que le volvió a acoger como si no hubiese existido ningún
corte en su relación. Los lunes volvieron a ser los de siempre. Mientras él ha
estado recordando, la mujer se ha quedado callada tras su último reproche hasta
que pregunta:
- ¿Quieres
otro vaso?
- No,
gracias. Lo que voy a hacer es echarme a ver si consigo atrapar el sueño.
Buenas noches, Mariví.
Al ir a darle un beso en la mejilla, ella le
echa las manos al cuello a la par que le ofrece los labios. Su primera
intención es darle un beso amistoso, pero ella toma la iniciativa y le ofrece
la lengua mientras se pega a su cuerpo arqueando las caderas. Terminan en la
cama donde la pasión se desborda. Cuando alcanzan el clímax, ella se duerme
enseguida. Él, en cambio, sigue sin poder dormir pensando en lo que acaba de pasar.
Es una magnífica mujer, se dice, pero yo no estoy ya para estos trotes.
Necesita alguien más joven y quizá menos egoísta que yo, termina reconociendo
cuando el sueño le vence. Duerme plácidamente hasta que alguien le sacude
suavemente. Abre los ojos. Es María Victoria, que esta mañana luce una sonrisa espléndida.
- Buenos
días, dormilón. Es hora de levantarse. Nos aguarda Lucientes y no es cuestión
de hacerle esperar. Te he preparado el desayuno que te gusta, lo tienes en la
mesa de la cocina.
Tras las abluciones matinales y desayunar, Grandal
recuerda que le prometió a Atienza que le iba a llamar. Lo hace, pero en
Patrimonio no le localizan ni tampoco contesta al móvil. Mejor, se dice, pues
el tiempo de la cita con Lucientes se les echa encima. Cuando llegan a
comisaría, ya está todo preparado para que María Victoria pueda continuar con
su declaración.
- ¿Dónde me
quedé, comisario?
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