Ponte abre El Mundo del veintinueve de enero.
El titular principal trata del mayor escándalo de la familia real en muchas
décadas: El Tribunal niega la doctrina
Botín a la Infanta Cristina y seguirá en el banquillo. Y la entradilla que
lo acompaña explica: La hermana del Rey
se enfrenta a una petición de ocho años de cárcel por dos presuntos delitos
fiscales. Las juezas consideran que “no existe un único perjudicado”, en
referencia a la Agencia Tributaria. En otras palabras, dan por bueno el eslogan
“Hacienda somos todos”. Desde luego,
llevar a una Infanta ante los tribunales no sé si hubiera sido posible reinando
su padre, pero está claro que su hermano Felipe tiene otras ideas, piensa. Lo
cual me parece bien, ya era hora de que se hiciera verdad aquello de que todos
somos iguales ante la ley, porque en este puñetero país hay algunos que son más
iguales que otros. Habrá que abrir el ABC a ver cómo cuenta la noticia y qué
realce le da, se dice, pero antes de que pueda abrir el diario monárquico suena
el móvil.
- Buenos
días, Manolo, ¿no te habré despertado? – pregunta la mujer, su voz suena un
poco más ronca que de costumbre.
- Buenos
días, Chelo. No, ya estaba despierto. ¿Qué es de tu vida?
- Tengo que
hacerte una pregunta: ¿podrías enseñarme a navegar por internet?
Era la petición que menos podía esperar
Ponte.
- ¿Y para
qué quieres que te enseñe a navegar por la red?
- Pues para aprender
y saber cosas. Una amiga me ha contado que en internet viene todo,
absolutamente todo, lo que quieras saber. Y también sé que se puede localizar
una dirección, una ruta turística, que puedes buscar hotel o cualquier otra
cosa. Además, también puede serme útil para ampliar el negocio.
Lo de ampliar el negocio, Ponte no sabe cómo
tomárselo. Mejor será no hacer preguntas, no sea que meta la pata.
- Me parece
una sabia decisión, pero verás, Chelo, no has llamado a la mejor puerta para lo
que quieres. Yo navego poco y mal por la red. Leo los periódicos por la mañana
y a veces busco una calle o alguna referencia o consulto el diccionario pero
poco más. Quienes son verdaderos maestros en lo de la navegación son Amadeo y
Luis. Hicieron un curso en una universidad de mayores por lo que saben la tira.
- Lo que
pasa, Manolo, es que con ninguno de ellos tengo la confianza que contigo.
- Eso no es
problema, mujer. Hablaré con el que prefieras de ambos y te garantizo que tanto
el uno como el otro estarán encantados de enseñarte.
- ¿Estás
tratando de escurrir el bulto?, ¿o es una manera delicada de decirme que no
quieres hacerlo? – la pregunta ha sido hecha en un tonillo quisquilloso.
- De ningún
modo, Chelo. Si te he dado esa impresión debe ser que me he expresado mal. Estaré
encantado de enseñarte a navegar, pero una pregunta: ¿sabes manejar un
ordenador?
- Claro que
sé. ¿Qué crees que porque soy puta tengo que ser analfabeta? – la pregunta de
la mujer rezuma una clara irritación.
- No, por
Dios. No he dicho eso. Lo decía para saber qué ordenador íbamos a manejar.
Chelo, algo más calmada, le cuenta que tuvo
un cliente, dueño de una tienda de electrodomésticos, que en cada visita que le
hacía le daba la matraca sobre que debía aprender informática. Hasta que un
buen día llegó a su casa con un ordenador. Le contó que era uno de los que
tenía en el expositor y con el que los clientes probaban, pero que pese a haber
sido usado estaba como nuevo. El regalo la sorprendió porque el tipo era
bastante rácano.
- ¿Y cómo
aprendiste a manejarlo, también te enseñó el comerciante?
- ¡Qué va!
Una tarde, en el súper al que suelo ir a comprar, vi un anuncio en el que la
asociación de amas de casa del barrio informaba de que se iban a abrir unos cursos
para enseñar los principios del manejo de ordenadores. Para inscribirse solo
hacía falta presentar un justificante de que se era vecino del barrio. Me
inscribí y aprendí lo suficiente para abrirlo, cerrarlo, manejar alguna
aplicación informática como el Word y poco más. Ahora, en lo que se dice navegar
me armo un lío. Hay tantas referencias, tantos enlaces y archivos que me
pierdo. Por eso necesito alguien que me dé unas lecciones prácticas sobre cómo
encontrar lo que busco de forma rápida y sin perder demasiado tiempo.
- Pues ya
somos dos porque me pasa algo parecido. Hay veces que me canso de buscar y como
no lo encuentro termino cerrando el aparato. Me resulta más cómodo preguntarle
a mi hija que buscarlo por mi cuenta. Por eso te decía antes que no soy el más
indicado para enseñarte.
- Mira,
Manolo, si no quieres hacerlo porque no te da la real gana o porque no quieres
que te vean conmigo, lo dices de una puñetera vez y acabamos – la voz de la
mujer se ha vuelto bronca por momentos.
- ¡Qué no,
Chelo, que no! Hazme el favor de no coger el pepino por donde amarga. Estoy
dispuesto a enseñarte, pero voy a ser como el maestro Ciruela, que no sabía
leer y puso escuela.
Lo del maestro Ciruela consigue arrancar una
suave carcajada de la mujer, que olvida el enfado con sorprendente facilidad.
- ¡Qué buen
humor tienes, Manolo! Eres de los pocos que consigue hacerme reír. Otros
tendrían que aprender de ti. Pero te estoy dando mucha lata. Anda, mira tu
agenda y dime cuando podemos quedar para concretar detalles.
- ¿Qué mire
mi agenda? ¿Estás de coña? ¿Tú crees que un vejestorio como yo tiene agenda?
Quedamos el día que te venga bien y a la hora que prefieras. Bueno, me corrijo:
las mañanas me ocupo un rato de Julito. O sea, que mejor quedamos por la tarde
y después de la siesta, que es algo que no me pierdo por nada del mundo.
Quedan al día siguiente, pese a que es
sábado, en una cafetería del barrio del Pilar, zona en la que vive la mujer. El
local en el que se han citado es confortable y, sobre todo, tranquilo. Ponte encuentra a Chelo algo demacrada. Hace
memoria: la vio por última vez hará cuatro o cinco días y en tan breve lapso de
tiempo ha desmejorado sensiblemente. No se ha molestado en maquillarse y se le
notan los años y las batallas vividas. El viejo, hombre galante donde los haya,
la saluda diciéndole todo lo contrario.
- Chelo,
cada día estás más guapa. No necesitas ni maquillarte para lucir como un clavel
reventón. Y así como vas vestida, con un simple chino y una chaquetilla vaquera
pareces una jovencita universitaria. Seguro que más de uno estará pensando:
mira ese viejo verde que suerte que tiene llevando a su lado una chavala de lo
más guay.
- Manolo,
cuando te hicieron supongo que luego rompieron el molde. Ya no quedan hombres
tan galantes ni que sepan mentir con tanta gracia. De todos modos, te lo agradezco.
En un día como hoy oír palabras amables es como agua bendita.
- Bueno, ¿y
qué es lo que tienes pensado? Me refiero a las prácticas para aprender a
navegar. El lugar en el que practicaremos, el horario, si vamos a manejar tu ordenador
o prefieres que traiga mi portátil. En fin, concretar los detalles.
La mujer no responde, se queda mirando al
vacío como si no supiera qué decir. Ponte observa aquel semblante, entre triste
y melancólico, y piensa que Chelo está sufriendo, algo la corroe por dentro.
¿Estará enferma?, ¿tendrá alguna enfermedad de origen sexual de las que suelen
tener las mujeres de mala vida? Le suena duro calificarla de puta. Tras unos
minutos en los que podría oírse el aleteo de una mariposa, la mujer habla.
- Estoy
pensando que lo de internet puede esperar. Lo que ahora necesito más es consejo
y no sé a quién acudir. Por eso quiero que me orientes, Manolo.
- Pues
aconsejando soy de los que se les puede aplicar aquello de consejos vendo que
para mí no tengo. No, Chelo, no estoy escurriendo el bulto – se apresura Ponte
a precisar al ver el gesto mustio de la mujer -. No ha sido más que una broma
para levantarte el ánimo. Como te he dicho más de una vez, me tienes a tu
disposición. Y para empezar, cuéntame qué te pasa porque, como me llamo Manuel,
que algo te pasa.
De forma imprevista la mujer rompe a llorar.
Es un llanto silencioso, quizá por eso resulta más estremecedor, pero unos
lagrimones gruesos como perdigones se deslizan por sus mejillas. Ponte queda
desconcertado, no sabe qué hacer. Lo único que se le ocurre es buscar en sus
bolsillos hasta que encuentra un paquete de pañuelos de papel que siempre lleva
para limpiarles los mocos a los nietos. Se lo da a la mujer que lo coge sin
más. Cuando parece que el lloro va amainando, lo que era una silenciosa
llantina se convierte en un llanto a todo trapo. Lo sollozos suben de tono, lo
que hace que algunos de los ocupantes de las mesas cercanas se vuelvan hacia
ellos mirándoles con curiosidad. Ponte, aunque está hecho un lío, trata de
consolarla.
- Vamos,
Chelo, por Dios, no llores. Sea lo que sea, todo tiene arreglo.
- No, lo de
Jacin, no lo tiene.
En principio, Ponte no comprende a quien se refiere Chelo, hasta que recuerda que la mujer suele apocopar el nombre de Jacinto y se come la última sílaba. ¿Qué le pasará al bueno de Jacinto?, se pregunta.
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