El móvil de Clara Ponte echa humo.
Tras los avances informativos previos al telediario de mediodía de Canal 5,
familiares, amigos y conocidos la han llamado para contarle que han visto a su
padre en la tele. Que hay que ver lo estupendo que se conserva para sus años. Y
con qué seguridad habla, como si fuera un locutor. Y como le sienta de bien lo
moreno que está en contraste con su pelo tan blanco. Y con que agilidad maneja
el carrito del niño a pesar de sus años. Cuando oye la alusión a su hijo le
falta un ápice para lanzar el móvil por la ventana. Antes de apagarlo llama por
enésima vez a su padre, no contesta. Hoy es lunes, piensa, y no tiene partida
de dominó. ¿Dónde estará? Vacila en si llamar al único de los amigos de su
padre de quien tiene el teléfono, pero desiste. Tiempo tendrá de ajustarle las
cuentas. Le quita la batería al móvil. Coge el teléfono fijo, al que nadie ha
llamado, y marca el número de Pepe Cruz, compañero de colegio de su marido y
que en el ambiente del foro madrileño tiene reputación de ser un competente
laboralista.
- Pepe, ¿puedes acercarte a casa?
- Lo siento, Clara, pero con esta maldita crisis que no parece tener fin estoy
de trabajo hasta la coronilla. ¿Pasa algo? Lo pregunto porque si se trata de
una emergencia intentaré hacer un hueco.
- No es ninguna emergencia, aunque…;
bueno, de algún modo sí. ¿Has visto los informativos de mediodía del Canal 5?
- Pues estoy yo como para ver la tele. Tengo tajo para aburrir. ¿Qué ha
dicho la caja tonta?
Clara le hace a Pepe un resumen de
las declaraciones de su padre a la televisión y lo remata con una petición:
- Quería pedirte, y eso pienso ahora que lo puedes hacer por teléfono, que
le aconsejaras al bocazas de mi señor padre que no volviera a hacer más
declaraciones a los medios. Podrías utilizar cualquier excusa legal, que igual
cuela; por ejemplo, decirle que al ser secreto el sumario la ley prohíbe a los
testigos hablar del caso.
- Lo siento, Clara, pero eso no puedo hacerlo. Tu padre será octogenario,
pero no es tonto. Posiblemente, no sepa que el Derecho Procesal no limita los
derechos fundamentales de la persona que actúa como testigo, pero sé que ha leído
más de una vez la constitución y posiblemente recuerda que el derecho a la
libertad de expresión es un derecho fundamental y no va a limitarlo el juez.
- Bueno, vale, pero es que se está pasando doscientos pueblos. Le ha dado
una información a los de la televisión que no se la dio a la policía.
- ¿No la dio porque se le olvidó o lo hizo aposta?
- No lo sé, todavía no he podido hablar con él. Y lo que es peor, los de la
tele han utilizado al pequeño, a Julio.
- ¿El niño ha salido en pantalla? No me lo puedo creer.
- No se le ve nada, pero sí sacan el cochecito en el que va.
- Bueno, ese es otro cantar. Mira, Clara, las declaraciones que valen a
efectos judiciales son las efectuadas ante el juez durante el juicio y
sometidas a las preguntas del fiscal y de los defensores. Como mucho lo que
hará la policía será volver a llamarle para que les cuente esa nueva
información y a lo mejor le sueltan un chorreo, pero de ahí no pasará la cosa.
Y permíteme un consejo. Quien tiene más ases en la mano para lograr que tu padre
no vuelva a contar nada más a los medios eres tú. Si te pones seria, y tú sabes
hacerlo, tienes la suficiente ascendencia sobre tu progenitor para que diga
amén a lo que le indiques. Eres la persona a la que más necesita en el mundo y
no va a poner eso en peligro por ninguna aparición en la tele. Por otra parte,
ya ha tenido sus cinco minutos de gloria.
- Bien, te haré caso. La policía no sé si le dará un chorreo, pero yo desde
luego sí. Gracias por todo. Eres un amigo de los buenos. Siempre se puede contar
contigo.
- De todos modos, mantenme informado por si puedo ayudaros en algo.
Mientras Clara Ponte se queda
rumiando en como tapar la boca al autor de sus días, Manuel está presumiendo
ante sus amigos de su aparición en la tele. Se ha reunido con sus habituales
compañeros de la partida de dominó que juegan dos veces a la semana en el
Centro de Mayores de Moncloa. Cómo él, están todos jubilados. Son Amadeo Ballarín,
propietario de una feterrería que ya no regenta; Luis Álvarez, exempleado del
Canal de Isabel II y Jacinto Grandal, antiguo comisario de policía. Están en casa
de Ballarín porque es el que tiene una televisión de pantalla curva de sesenta
y cinco pulgadas de grande que casi parece una pantalla de cine. El anfitrión
ha grabado la entrevista a Ponte que acaban de volverla a ver y están
comentándola.
- Manolo, hay que ver lo bien que das en la tele. No me extrañaría que te
ofrecieran un papel de galán maduro, en plan de Vittorio de Sica – comenta
Jacinto Grandal que es un poco coñon, quizá porque es el más joven de los
cuatro.
- Yo lo de salir en la tele…, no sé qué decirte. Ahora te conoce todo el
mundo y no podrás ir por la calle sin que alguien se acerque y te diga aquello
de que usted es el que vio el robo del Museo de América y tal y tal. No sé si
has hecho un buen negocio – afirma Luis Álvarez, un setentón que los lleva
francamente bien.
- Pues a mí no me parece mal. Yo creo que Manolo tiene todo el derecho del
mundo a contar a la gente lo que vio, que sea en la tele o en un periódico, eso
que más da – opinina el anfitrión que nadie diría que acaba de cumplir los
setenta si no fuera por su blanco cabello.
- Ahora, hablando en serio, Manolo – retoma la palabra Grandal -, si esa
suposición tuya sobre la existencia de una mujer entre los atracadores no se la
contaste a la policía tienes que hacerlo cuanto antes, aunque mientras no se
demuestre lo contrario no es más que eso, una suposición. Y te aseguro que a
mis compañeros no les va a gustar nada que les hayas ocultado ese dato.
- Es que no lo oculté, Jacinto, cuando me interrogaron en la comisaría no
dije nada sobre una posible mujer porque eso lo he pensado luego, cuando se me
ha pasado el susto y he ido reconstruyendo lo que pasó.
- Bueno, dejaros de monsergas que esa historia no da más de sí – apremia
Álvarez -. Como no espabilemos no encontraremos mesa en Sazadón y tendremos que
esperar en la barra.
- No te preocupes, Luis – le tranquiliza Ballarín -, he reservado mesa para
después del telediario.
Al llegar a casa, Manuel llama a
la puerta de al lado, donde vive su hija. Todas las tardes que hace bueno, y el
otoño madrileño suele deparar muchas, recoge a su nieto mayor, de casi tres
años, y le lleva al parque de San José de Calasanz para que juegue un rato.
- Hola papá, te estaba esperando. Ven, pasa un momento a la habitación.
El rapapolvo que Clara le echa a
su padre es de los que marcan época.
- ¿Se puede saber en qué estabas pensando para ir dando entrevistas como si
fueras un participante de Gran Hermano? Y por si faltaba poco has consentido
que utilicen a mi hijo para adornar el reportaje. Nunca hubiera esperado una
cosa así de mi padre. Siempre te tuve por un hombre sensato y prudente, pero lo
de hoy me ha hecho ver cuán equivocada estaba. Y encima alardeando como si te
hubieses enfrentado a los ladrones. ¿Por qué no has contado que te measte
encima?
Esta última frase hace que Manuel
hunda la cabeza entre los hombros y se pase la lengua por los labios. Conoce
esa sensación, se le está secando la boca. No replica. Sabe que cuando su hija
se enfada lo mejor que puede hacer es dejar que se desahogue.
- … y que esta sea la última vez, me oyes, la última que te pones delante
de una cámara, de un micro o de un periodista, sea de donde fuere. Te lo ruego
como hija y te lo exijo como madre. Si esto se vuelve a repetir te juro que me
vas a oír. ¡Y no quiero oír ni una palabra más sobre el dichoso robo! ¿Te ha
quedado claro?
Manuel mueve la cabeza en señal de
asentimiento. Se acabaron las primicias televisivas.
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