Después de la tensa discusión con su esposa y haber pasado una noche en
duermevela, Gimeno ha optado por no romper la baraja de su matrimonio y
quedarse en Senillar. En los días siguientes al agrio diálogo entre la pareja
la tensión es evidente, lo denuncian las malas caras y la ausencia de diálogo.
Poco a poco, las aristas de la malquerencia se van suavizando y la relación de la
pareja adopta aires más amables. El hombre no puede dejar de pensar qué puede
haber detrás de la terca postura de su esposa de no querer abandonar el pueblo.
El demonio de los celos le atormenta. Ella percibe el estado de ánimo de su
marido e intenta congraciarse con él por todos los medios. Antes era el hombre
quien iniciaba los escarceos que anteceden a la unión, ahora es ella la que,
sin ninguna clase de pudor, se ofrece abiertamente.
Entretanto el matrimonio Gimeno-Sales trata de recomponer su relación,
el pueblo anda revolucionado. Hacía años, desde los tiempos dorados del
boniato, que no había tanta demanda de mano de obra. El trabajo es duro, pero
está bien pagado. La amplia oferta laboral no está exactamente en la localidad
sino en el vecino municipio de Benialcaide. La historia se inició el día que
apareció un tal Salvador Portolés, avispado hombre de negocios de Alicante, que
arrendó los terrenos del humedal benialcaidés, que son prolongación del de
Senillar. Su meta, según cuenta a todo el mundo, es convertir la turbera
pantanosa en un gran coto arrocero al igual que se hizo antes en Senillar. A la
gente la empresa le parece un puro disparate, el humedal de Benialcaide tiene
una superficie más pequeña que el senillense, pero el problema no es su
extensión sino el agua. En la zona también abundan los pequeños manantiales de agua dulce, pero no producen caudal
suficiente para regar una extensión tan grande como la que el empresario
alicantino pretende cultivar. A los braceros senillenses les trae sin cuidado
cuanto afirma la gente del disparate que supone aquella empresa. Diariamente
cogen sus bicicletas para recorrer los siete kilómetros que aproximadamente hay
hasta la futura explotación, se calzan sus botas de agua y se dedican a
arrancar carrizos, juncos, hierba salada y demás plantas salvajes que son las
únicas capaces de medrar en aquel salobre pantano. Y cada sábado,
religiosamente, reciben su semanada. Después de limpiar el terreno de malas
hierbas habrá que allanarlo, remodelarlo en balsas, hacer los ribazos y márgenes,
construir canales y acequias, trazar caminos… Lo que es trabajo no va a faltar
antes de que allí se coseche un solo grano de
arroz. Por eso el pueblo anda revolucionado, el mercado laboral ha sufrido un
vuelco espectacular, hay mucha más demanda que oferta de mano de obra. El
primer resultado es que los jornales han subido y, lo que es peor, no siempre
se encuentran todos los jornaleros que se necesitan. Los propietarios locales,
que ordinariamente tienen que contratar braceros, están que trinan y van con
sus quejas a quien manda en el pueblo, que no pasa por su mejor momento desde
que, vistas las reticencias de su mujer, ha optado por quedarse.
- Lo siento mucho, pero es un asunto en el
que no puedo hacer nada. Si Portolés se lleva a la gente es porque paga mejor y
contra eso, ¿qué queréis que haga? – Es la desabrida respuesta de Gimeno.
- Está claro, José Vicente, obligarle a que
no ofrezca jornales tan elevados.
- No se le puede obligar, está en su derecho
de pagar lo que estime conveniente. Además, según me han dicho los braceros
cobran lo mismo que aquí, veinticinco pesetas por jornada. ¿De qué os quejáis?
- De que ofrece trabajo a destajo y si un
hombre echa unas cuantas horas más puede sacarse hasta el doble que aquí. Y si
hablamos de derechos, nosotros tenemos el derecho de que no nos roben nuestros
peones.
- Ese derecho no existe. Desapareció con el
fin de la esclavitud y de los siervos de a gleba – La sorna con la que responde
Gimeno es evidente.
- No nos cuentes milongas, José Vicente. Con
lo que tú mandas y la mano que tienes en Valencia seguro que puedes obligar a
Portolés a que no se meta en las cosas de nuestro pueblo.
- No sé qué tengo que deciros para que lo
comprendáis. El trabajo en el campo se rige por el principio de la oferta y la
demanda. Si Portolés ofrece mejores condiciones que vosotros se llevará los
braceros. Y no hay nadie que pueda impedirlo.
- Pero alguien tendría que hacerles ver a ese
hatajo de desgraciados que algún día se acabará ese momio y tendrán que volver
a nuestras manos y ya veremos quien les contrata entonces.
- Eso tampoco es materia que competa a las
autoridades. Se lo debíais de decir vosotros que, en definitiva, sois los
perjudicados.
- A más de uno ya se lo he dicho – afirma uno
de los propietarios -, pero no me han hecho ni puñetero caso.
- Pues creedme que lo siento pero, como os
digo, no puedo hacer nada.
- Seguro que si tuvieras fincas encontrarías
alguna solución – apunta alguien maliciosamente.
- ¿Eso lo dices en serio, Segundo, o es una
broma? – El tono de Gimeno corta como el filo de una navaja cabritera.
- No, hombre, es broma, ¿cómo iba a decirlo
en serio? – el aludido repliega velas rápidamente.
Terminados los trabajos de acondicionamiento del terreno en el humedal se
procede a la plantación del arroz. Los vecinos siguen contemplando el
desarrollo de los hechos con gran escepticismo, están convencidos de que va a
resultar una tarea ímproba que en aquellas salobres tierras, y con tan pobre
caudal de agua dulce, pueda medrar el gran número de hectáreas cultivadas. A
ello se añade otro detalle que tiene mosca a los que entienden del cultivo, los
campos han sido cicateramente abonados y en una tierra pobre, con agua
semidulce y escasos nutrientes, lo más normal es lo que termina ocurriendo: las
plantas crecen dificultosamente y sus tallos apenas si alcanzan la mitad de la
altura que deberían tener. La cosecha es francamente pobre y no da la impresión
de que pueda hacer rentable la enorme inversión realizada. Lo que vaticinaban
los agoreros se ha cumplido. De golpe se desata un mar de rumores sobre la
auténtica finalidad de aquella empresa. Que si lo del arroz no es más que una
tapadera para justificar las millonarias subvenciones que el empresario
alicantino ha conseguido del Instituto Nacional de Colonización. Que si es una
manera de blanquear el dinero negro conseguido con el estraperlo. Que si…
Corren muchos bulos, pero hay uno que termina borrando a los demás. La
habladuría parece que ha surgido de los propios jornaleros que trabajan en el
coto: lo del arroz no es más que una tapadera para ocultar el verdadero negocio
que allí se ventila, el contrabando. El humedal limita a lo largo de unos
cuantos kilómetros con el mar, lo que significa que hay una gran extensión de
costa absolutamente desierta y, por tanto, un lugar idóneo para el desembarco
de alijos. Dadas las precarias relaciones con el extranjero y el asfixiante
sistema de controles y cupos existentes, el contrabando de cientos de productos
continúa siendo un rentable negocio. Y, al parecer, esa es la finalidad de la
creación del coto y no la del cultivo del arroz. Hay un puñado de datos que
parecen avalar esa versión y Ramón Ferrer, uno de los capataces que trabaja en
el recién creado arrozal, intenta explicárselo a Marín y Gimeno:
- Tiene que ser contrabando. Que allí no hay
agua para tantas hectáreas de arroz lo sabíamos todos, y encima han abonado los
campos poquísimo. El señor Portolés, que ha de ser muy listo porque para eso es
millonario, también tenía que saberlo.
- Igual le engañaron. Es posible que Portolés
no sepa nada del cultivo del arroz y alguien le vendió la burra – Marín sigue
sin creerse lo del contrabando.
- Perdone, señor Fernando, pero eso no se lo
cree nadie. Si yo, que solo soy un ignorante jornalero, ya imaginaba que
pasaría lo que ha pasado, ¿cómo no iban a saberlo los ingenieros agrónomos que
vinieron a examinar los campos? Claro que lo sabían, desde el primer día. Entonces,
¿por qué siguieron invirtiendo cientos de miles de duros, me lo quiere decir?
Se lo diré yo, porque iban a sacar sus buenos réditos, pero no con el arroz
sino con el contrabando.
- Sí, pero la costa está vigilada por la
Guardia Civil – Gimeno es de los que
tampoco acaba de creerse lo del contrabando, le parece una historia demasiado
rocambolesca.
- Lo que yo le diga, señor Gimeno. Es cierto
que hay una casilla de carabineros; bueno, ahora de guardias civiles, pero solo
son cuatro para muchos kilómetros de costa y además el que más y el que menos
sabe que el dinero todo lo puede.
Los
datos que aporta el capataz terminan medio convenciendo a Gimeno de que existe
la posibilidad de estar ante un caso de contrabando a gran escala. Se pregunta
si, como jefe local del Movimiento, no tendrá el deber de denunciarlo. Antes de
oficializar la denuncia, decide consultarlo con su amigo German.
- … y eso es lo que hay. ¿No crees que
debería ponerlo en conocimiento del Gobernador?
La
respuesta a su pregunta es el silencio. Tras un carraspeo, Germán contesta:
- Vamos a ver, José Vicente, ¿esa pregunta se
la haces al Secretario Provincial del Movimiento o a tu amigo German?
- Hombre, antes que nada al amigo,
naturalmente.
- Pues como amigo te contesto: yo, de ti, no
me metería en camisa de once varas. Y a buen entendedor…
El
consejo de Germán ha dejado perplejo a Gimeno, tanto que se lo cuenta a su
mujer, algo que no hacía desde la discusión sobre lo de Educación y Descanso.
- ¿Y a ti que te parece, Lola?
- Que Germán ha mostrado ser mucho más cauto
que tú. En algunos aspectos sigues siendo un ingenuo, Gimeno – Lola sigue
llamándole por el apellido, algo que al hombre le sienta a cuerno quemado.
- Pero como sea cierto que allí se
contrabandea a todo tren, se está perjudicando a los intereses del país – acusa
Gimeno.
- ¿Y a ti qué te va y qué te viene? Dios sabe
quién puede haber detrás de Portolés, igual hay algún jerarca de los que predican
justicia y mientras se forran. Por lo demás, desde que se mueve tanto dinero el
número de ventas en la tienda ha subido espectacularmente. Por tanto, no seas
pardillo y recuerda que quien se mete a redentor termina crucificado.
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