martes, 28 de octubre de 2025

43. “El masover” La matanza

   Desde que el primogénito de los Clavijo se ha convertido en escrivent y coniller, los productos agrícolas que consigue con esas actividades enriquecen la despensa familiar. Uno de los resultados de esas aportaciones es que los Clavijo tienen una relativa abundancia de verduras de raíz, especialmente de remolachas y zanahorias. Al enterarse de esa plétora de vegetales la metomentodo de la señora Julia, la masovera, le ha sugerido a Rosario que podrían comprar un porcell –así llaman en el pueblo a un cochinillo- para engordarlo, pues los cerdos comen lo que les eches, y así podrían tener una alternativa a la recurrente carne de conejo. A Rosario le parece una buena idea y, como acostumbra, maquina como plantear la idea a su marido sin que parezca que sale de ella y sin aludir a la abuela, pues sabe que no es santo de devoción de su esposo. Esta vez a quien emplea de tapadera es a su amiga Paca, la hija de Julia.

  -Hoy, al ver la de remolachas y zanahorias que tenemos en el almacén, me ha comentado Paca que con todo ello podíamos criar un cerdo para que, cuando lo matáramos, tuviéramos recambio a la carne de conejo.

   La propuesta ha merecido el beneplácito de su marido que, a raíz de la sugerencia, cuenta a los chicos como era la matanza del cerdo que hacían en su casa turolense de Alcalá de la Selva entre noviembre y enero. Los Clavijo compran un cochinillo, ya castrado, y lo estabulan en uno de los establos del corral reconvertido en cochiquera. Y madre, con la ocasional ayuda de los niños, se encarga de engordarlo. El lechón devora cuanto le ponen en el comedero: remolachas, zanahorias, boniatos, salvado, hierba, patatas y hasta los restos de las comidas caseras. Zaca ha encontrado en el Diccionario Ilustrado Sopena la palabra que explica la voracidad del animal: es omnívoro. Y tan rápido como el animal come, engorda. Tan es así que a los cinco meses calculan que debe pesar algo más de cien kilos. Por lo cual se plantean que hay que ir pensando en poner fin a la crianza del gorrino. Y el final del otoño o principio del invierno es una buena época para la matanza, pues son tiempos más frescos.

   El señor Zacarías habla con Javier Segura, uno de los carniceros locales, para que se encargue del sacrificio del guarro. El día antes de la matanza preparan todo lo que Segura les ha dicho que hará falta: una robusta mesa de madera que llega a la altura de la cintura, un lebrillo de barro vidriado, una tina grande, un balde -ambos con agua-, unas matas de aliaga y diversos cachivaches. A su vez, el carnicero aporta, además de varios afilados cuchillos –alguno de más de quince centímetros-, una sierra de arco, la picadora de carne y el aparato de elaborar salchichas. En la mayoría de casas del pueblo se engorda, al menos, un cerdo cada año y las más pudientes dos. Y el día de la matanza –que se convierte en una auténtica fiesta- es costumbre invitar a algún que otro pariente y amigo y a sus chicos, si los tuviera. El maestro de Valdelinares, don Francisco Escartín –que es uno de los invitados junto con sus niños-, en la matanza que preparan los Clavijo, evoca sus recuerdos de matanzas de otras regiones.

   -En los pueblos de malvivir, como el mío, la matanza del cerdo es casi un rito festivo pues, al menos, ese día llenas la panza hasta decir basta. Y es costumbre llevarla a cabo alrededor del día de San Martín que es el once de noviembre. De ahí que haya un refrán que dice: A cada cerdo le llega… A ver, niños: ¿quién sabe cómo acaba el refrán? –don

Francisco no puede olvidar su condición de pedagogo.

   -Su San Martín –contesta Zaca.

   -¿Ya lo sabías?

   -No, lo he deducido por pura lógica.

   En cuanto llega Segura,  que es recibido con expectación, el anfitrión le acompaña a la pocilga a ver el protagonista indeseado de la fiesta.

   -Bonito marrano –opina el carnicero, mirando al cochino con ojo experto-. Los hay más gordos, pero por el tiempo que tiene se nota que lo habéis cebado bien. Vamos a sacar buenos jamones.

   Entre ambos hombres azuzan al cochino hasta la mesa de la matanza. Allí, el carnicero clava un gancho de hierro en la parte inferior de la cabeza del cerdo que, al sentirse herido, comienza a chillar y a resistirse. Entre cuatro hombres lo tumban en la mesa y, mientras lo inmovilizan, el carnicero le clava un cuchillo en la parte inferior de la garganta haciéndole una incisión por donde el animal comienza a sangrar profusamente. La sangre cae en el lebrillo que Rosario ha puesto bajo el borde de la mesa, al tiempo que bate el fluido para que no cuaje, pues lo necesitarán para la confección de las morcillas. Una vez muerto el guarro, el carnicero, tras palparse los bolsillos y no encontrar lo que busca, pide:

   -¿Alguien me deja un encendedor o una cerilla? -el llumero le alarga su chisquero de yesca. 

   -Esto no me va a servir. Mejor una cerilla –Rosario, que la tenía preparada, le da una caja de cerillas. Segura prende fuego a unas aliagas con las que brasea la piel del cochino para quemarle el pelo. Luego, rasca con un cuchillo la piel para quitarle los restos de cerdas y ceniza. Lo hace con cuidado porque quiere conservar la piel, de la que sacará el tocino, la grasa abdominal y los chicharrones. Después, echa unos baldes de agua a la mesa para que quede limpia, la seca con un trapo y a continuación procede a descuartizar al animal.

   -Vamos allá.

   Segura, con la ayuda de Clavijo padre, pone al puerco panza arriba, y comienza a cortar alrededor del ano, cercenando desde el esternón hasta la ingle. Cuando lo tiene abierto en canal, saca las vísceras que deposita en un balde. Guarda los órganos que se pueden comer y de uno que no es comestible, la vejiga, tras vaciarla y limpiarla, la da a la chiquillería. Un adulto la insufla de aire, lo que la convierte en una suerte de pelota con la que los chavales juegan un partido de fútbol, aunque procuran no patearla demasiado fuerte para no romperla. Zaca, por primera vez en su vida, se permite el lujo de autonombrarse capitán de uno de los dos incompletos equipos y así tener el privilegio de escoger a sus jugadores. “Ojalá pudiera hacer lo mismo en la escuela”, piensa.

   -Miren con que poco se divierten los chavales –comenta don Francisco.

   Mientras, Segura prosigue con el despiece. Guarda los intestinos para usarlos como envolturas de longanizas y chorizos. Abre el pecho del cerdo y separa las costillas para sacar el resto de órganos como el corazón y el hígado, que también guarda. Entre tanto, Rosario lava en agua fría los órganos y los envuelve en papel parafinado. El carnicero, antes de dejar que la carne repose por un día para después procesarla, la lava bien con agua limpia para luego colgarla y que se vaya secando. Al tiempo, aconseja al ama de casa.

   -Rosario, para que la carne esté seca debe macerar un día a temperatura fría, por eso las matanzas deben hacerse en otoño o invierno. Me han dicho que los americanos, que en esto están muy adelantados, lo que hacen es meterla en lo que llaman una cámara frigorífica, que es un cuarto en el que un motor produce temperaturas de bajo cero. Me vendría bien tener una cámara de esas en la carnicería.

   -Javier, ¿Cómo se conservará mejor la carne, salándola o en aceite?

   -Depende. Si es a largo plazo, es mejor salarla, ya que la sal la deshidrata e impide el crecimiento de bichos. Mientras que el aceite se utiliza más para la conservación a corto plazo o en conserva con procesos de cocción o curado previos.

   -¿Y dónde será mejor que la guarde para que se seque bien?

   -En el sitio más fresco de la casa, que suele ser el lado orientado al norte. También puedes hacer lo siguiente: llena una tina, del tamaño suficiente para el cerdo, con hielo y unos cuantos puñados de sal de mesa para conservar la temperatura baja, y pones la carne en la tina para enfriarla. Y ahora viene lo más esperado: voy a cortar los jamones. Has de tener en cuenta, Rosario, que después de haber sacado el jamón, la carne en forma de cuña cerca del espinazo es un corte especial perfecto para asados. También voy a cortar las paletillas.

   -¿Qué son las paletillas?, señor Javier –pregunta Zaca, que está siguiendo la matanza sin perderse un detalle y que va comparando el despiece con el que hacía cuando despellejaba los conejos.

   -Las paletillas son los hombros del cerdo. Y son como jamones pequeños. Tengo clientas que les gusta más el magro de la paletilla que el del propio jamón. Y no andan desencaminadas, para mí la paletilla es la mejor parte para cocciones lentas, pues es un corte grasoso. Y te aconsejo, Rosario, que cuando las cocines lo hagas despacio y a fuego lento, así obtendrás una carne muy suave. Y ahora, la otra joya de la corona: voy a sacar las chuletas y el solomillo.

   -¿Y qué vas a hacer con el tocino? –quiere saber Rosario.

    -El tocino lo dejo entero, ya que así se guarda mejor. Las salchichas las prepararemos mañana. Me habéis dicho que queréis hacer morcillas, longanizas y chorizos, ¿no es eso?, pero antes de irme voy a moler la carne para las salchichas. Rosario, ¿tienes lo que te encargué para las morcillas? –Tras oír la respuesta afirmativa de la matrona, el carnicero, en cuanto acaba la molienda, se despide-: Bien, pues hasta mañana por la tarde que vendré a hacer los embutidos.

   Mientras Segura ha estado despiezando el cochino, Rosario ha ido preparando la comida para los asistentes. En cuanto se marcha el carnicero, que se ha excusado por no poder quedarse a comer, el ama de casa improvisa una mesa al aire libre y en una fogata va asando una muestra de la matanza: algunas de las vísceras, magros, unas chuletas y torreznos. Para los que no les apetezca el cerdo ha preparado una paella. Y de postre ha elaborado sus conocidos pastissets de boniato.

Mientras comen, los dos asistentes más viejos –don Francisco y el señor Zacarías- confrontan como eran las matanzas que se hacían en sus pueblos de origen cuando eran niños. Algunas de las cosas que cuentan sorprenden a más de uno.

   Al día siguiente de la matanza, Segura vuelve a la Fábrica, donde le está esperando Rosario, los invitados y los chicos, que no quieren perderse la elaboración de las salchichas. La matrona enseña al carnicero los ingredientes que ha reunido, imprescindibles para la confección de las morcillas: un saquito de arroz, una fuente de cebolla picada, otra de manteca de cerdo, un salero, botes de pimentón dulce y picante, de pimienta en polvo y de orégano, parte de la tripa del cerdo, que previamente ha limpiado cuidadosamente y ha secado, y la sangre que recogió en el lebrillo el día anterior. Lo primero que hace Segura es mezclar la cebolla y parte de la manteca y la sangre en un amplio recipiente y mezclarlo. Luego, hace lo mismo con el arroz en otra vasija. Después, va añadiendo los demás ingredientes hasta formar una pasta que amasa para que sea uniforme. Rellena las tripas, que el día anterior se lavaron y secaron, hasta las tres cuartas partes de su capacidad, que luego ata en tramos de unos veinte centímetros. Cada tramo será una morcilla de arroz o de cebolla.

   -Hay que pinchar cada morcilla con un alfiler, de lo contrario se romperán al hervirlas –explica Segura.

   Luego, el carnicero hierve agua en una cacerola grande en la que sumerge las morcillas para que se cocinen a fuego bajo durante una hora y media. Tras retirarlas, las escurre y pide a Rosario que las lleve a la fresquera para que se vayan enfriando y se deseque su parte externa.

   -Y cuando estén secas, las cuelgas en un lugar seco y lo más fresco posible para que se conserven el mayor tiempo. Y, en todo caso, debéis consumirlas antes de que se pongan rancias -aconseja Segura.

   De pronto, Sacarietes, en un arranque inusual en él, comenta:

   -Me acuerdo que leí en un libro una poesía sobre las morcillas que comenzaba así -y con su vocecita fina y quebradiza declama-: La morcilla, ¡oh gran señora,/digna de veneración!/¡Qué oronda viene y qué bella! … y no recuerdo más.

   -Es una poesía de Baltasar del Alcázar –precisa don Francisco que hoy vuelve a estar invitado-, un poeta español del Siglo de Oro. Tienes una gran memoria, hijo. Y aunque se ha dicho que la memoria es la inteligencia de los tontos, no hagas caso, cultívala, te servirá con denuedo.

   -Ahora, vamos con las longanizas y luego haremos los chorizos. A ver, niños, ¿qué os gustan más, las longanizas o los chorizos? –pregunta el carnicero. Hay opiniones para todos los gustos. Charito y los hijos de don Francisco se decantan por los chorizos, mientras Zaca prefiere las longanizas. Pedrito ha esperado oír a su Tete para inclinarse por lo que él prefiera.

   Recuerdos de otra época aparte, las imágenes de la matanza del cerdo forman un caleidoscopio que Zaca recordará toda su vida como una imagen vívida de su niñez, y como un inolvidable día de fiesta y de llenarse la andorga hasta decir basta, aunque como antiguo fetiller no es de los que más come.Y así termina la matanza, una jornada de la que todos guardarán un recuerdo imborrable cual si de una divertida fiesta se tratase. Todos, menos el cerdo, claro.

 

PD.- El próximo martes publicaré el episodio 44 de la novela “El masover”, titulado: La primera pandilla   (

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