Una tarde de junio, la señora Paca visita la Fábrica acompañada de alguien de quien los Clavijo han oído hablar mucho, pero que aún no conocen: su madre, la abuela Julia. La masovera hace las presentaciones formales.
-Rosario –ambas amigas ya han llegado al tuteo-, te presento a mi madre. Y ésta es la señora Rosario, de quien tanto me ha oído hablar, y la persona del pueblo a la que más favores debemos.
Ambas mujeres dudan un momento, parece que no saben si darse la mano o besarse. Es la abuela Julia quien se adelanta y le planta un par de besos a la llumera.
-Es usted más joven de lo que me ha contado mi hija. Y, desde luego, mucho más guapa –la piropea la abuela.
-Usted que me ve con buenos ojos. Y déjeme decirle que se conserva muy bien para sus años. Se llama Julia, ¿verdad?
-Sí señora. Julia Arrufat, para servir a Dios y a usted. Arrufat es el apellido que tenía el propietario que construyó el Mas del Canònge que, cuando se casó Paca, pasó también a ser llamado el Mas de Villalonga y en unos años, cuando se case mi nieta, Dios sabe a nombre de quien pasará.
-Es ley de vida –asiente Rosario.
-Y usted que lo diga.
La anfitriona invita a sus visitantes al consabido café de puchero y sus galletas caseras. Con más calma, tiene tiempo para escudriñar mejor a Julia. Calcula que debe tener alrededor de sesenta años, es de carnes abundantes lo que provoca que se mueva con cierta torpeza, el semblante lo mantiene relativamente terso y lo que más destaca de su rostro es la viveza de sus ojos y su penetrante mirada detrás de unas gafas redondas de delgado metal. Debió ser una buena moza en su juventud, pues aún conserva cierta prestancia. Viste rigurosamente de negro, a la antigua usanza, con enagua y saya que le llegan más abajo de los tobillos. Sus únicas muestras de coquetería son un colgante del que pende un relojito, unos diminutos zarcillos y dos alianzas matrimoniales en el anular de la mano derecha –como es costumbre en la región valenciana- que pregonan su condición de viuda. Realmente, piensa Rosario, no da el tipo de masovera, más bien tiene el empaque de la matrona de una casa rica de pueblo. La llumera sabe, pues se lo contó Paca, que Julia es una mujer peculiar, bastante ilustrada para haberse criado en un mas, muy firme en sus convicciones que sostiene con denuedo y que, desde que el marido de Paca comenzó a sufrir graves problemas de salud, es la que dirige con mano firme la actividad de la masía, aunque a veces se mete en demasiados charcos por su afán de controlarlo todo. La charla entre las tres mujeres se generaliza y hablan de mil y un temas. Uno de ellos es cómo les va con la cabra murciana y si la cabritilla todavía mama. Rosario les cuenta que es su hijo mayor quien cuida de ella y los problemas que tienen en cuanto a la suficiente alimentación del animal para que dé la leche que precisan, pues además del pasto le dan alfalfa y, a veces, mondas de patatas y otros desperdicios de las comidas caseras.
Al día siguiente vuelven Paca y su madre, pues han quedado que van a enseñarle a Julia el recinto de la Fábrica y, además, quieren que la abuela conozca al señor Zacarías que el día anterior no estaba. Julia se muestra interesada por cuanto hay en la Fábrica y plantea continúas preguntas, bastantes ciertamente indiscretas y algunas rayando en la impertinencia.
-En los bancales, ¿qué es lo que suelen plantar?
-Pues cosas muy variadas, sobre todo hortalizas, y en el más grande cereal.
-Usted estará pensando: que abuela más preguntona y metomentodo, y tiene razón, pero… ¿qué sabe de la alfalfa? –la pregunta va dirigida al anfitrión, que también les acompaña.
Al llumero le sorprende una pregunta tan directa, pero su esposa le ha puesto en guardia respecto a que la abuela es una mujer peculiar y muy suya, por lo que se limita a responder.
-Algo sé, sobre todo que es una yerba que es un buen forraje para el ganado. Ah, y también para los conejos.
-Pues podrían hacer una cosa: plantar alfalfa en vez de cereal. Una vez sembrada, la plantación dura entre cinco y doce años, y es especialmente resistente a la sequía. Se puede segar cada treinta días en primavera y verano, y cada cuarenta en otoño e invierno. En regadío, como es el caso de aquí, se pueden alcanzar hasta los siete cortes anuales. Con lo cual tendrán alfalfa asegurada para la cabra, al menos, para medio año. Vamos, es lo que opino –El señor Zacarías va a responder a la indiscreta masovera, cuando la vieja ya está formulando una nueva pregunta-: Y, perdonen si pregunto demasiado, ¿además de estos bancales tienen ustedes otras fincas?
El llumero se apresta a contestar a la metomentodo de la vieja y cortar de raíz sus impertinentes preguntas, cuando la cándida de su esposa se le adelanta.
-Heredé de mis padres un huerto de naranjos, un pequeño campo de almendros y un marjal.
-Pues si en el marjal siembran alfalfa un mes, más o menos, antes o después que en uno de estos bancales, pueden tener cosechas buena parte del año. Con lo cual habrán resuelto en gran medida el problema del forraje de la cabra.
-Muchas gracias, señora Julia. Suele decirse que la experiencia es la madre de la ciencia. En su caso también es la madre de la sabiduría. Habla usted como uno de los siete sabios de… -Rosario no recuerda de donde eran los sabios de la conocida expresión popular por lo que dice lo primero que se le ocurre- París.
Al llumero no le ha gustado un pelo la imprudente suficiencia de la vieja y no acepta tan pasivamente como su mujer la propuesta sobre la alfalfa. Por lo que le pone peros.
-Lo de la alfalfa está bien traído, pero tiene algunas pegas. En primer lugar, los cortes de la yerba dependen de varios factores, algunos de los cuales no podemos controlar, como que haga mejor o peor tiempo. En cuanto al riego, en estos bancales no hay problema, el pozo de la antigua central tiene agua más que suficiente, pero en el marjal es otro cantar. ¿Cómo regamos, con un carabassí[CM1] ? No sé si sabe qué es.
-Lo sé. Heredé dos marjales en la Sort de Monet de Baix que tenemos abandonados porque no podemos atenderlos. Y más de una vez he manejado el calabacín ahuecado atravesado en el borde superior por un palo y con el que se saca agua de las acequias. Y también sé que ahora se fabrican carabassís de hojalata que son más prácticos y eficaces que los antiguos.
Zacarías, pese a sus reservas iniciales, se ha enredado con las formulaciones de la abuela, pues le parecen inteligentes, aunque siguen siendo indiscretas.
-Me perdonará señora Julia, pero los problemas reales siguen persistiendo. Suponiendo que usemos un carabassí, sea el clásico o el de hojalata, yo no tengo tiempo para regar, tendría que contratar a un peón y no está el horno de mis dineros para eso.
-Tienen un chico que es casi medio mozo, podría regar él.
-Dudo mucho que tenga la fuerza necesaria para regar un marjal entero –el llumero no da su brazo a torcer, pero la abuela es terca.
-Lo podría hacer en varios días y quizás usted podría ayudarle los domingos –insiste Julia, que agrega-: Y en todo caso, si lo de la alfalfa no les viene a mano hacerlo, tienen una partida en la que hay todo el año hierba en abundancia y es una propiedad comunal. Me refiero al Prat.
-Supongamos que envío al chico a recoger yerba al Prat, ¿y cómo la transporta hasta aquí? Tenga en cuenta que no tenemos acémila ni carro –replica el llumero.
-Me han dicho que es usted hombre de recursos, algo se le ocurriría.
Cuando le enseñan el corral, la abuela vuelve a mostrar algunos de los rasgos de carácter que le atribuyen: el de ser una mujer peculiar y bastante metomentodo.
-Tienen un corral magnífico, lástima que lo tengan tan desaprovechado.
-Bueno, no tan desaprovechado –se apresura a replicarle el llumero, que no piensa pasarle una más a la deslenguada masovera-. Tenemos gallinas, un par de pavos y bastantes conejos que, cuando llegamos, los dejamos acampar en el suelo, pero hacían madrigueras por debajo del muro y escaparon casi todos. Ahora los tenemos en cuatro jaulas que yo mismo he construido con madera y malla de alambre.
-Además de hombre de recursos es usted un manitas –le adula la vieja, que añade-: ¿Y por qué solo tienen cuatro jaulas?
-No podemos tener más porque nos pasa como con la cabra, que hay que darles de comer todos los días y la yerba hay que buscarla.
-Si hicieran lo que le he sugerido sobre la alfalfa y la siega de hierba en el Prat, en lugar de cuatro jaulas podrían tener cuarenta o más y tendrían un suministro asegurado de carne y hasta podrían vender algunos ejemplares o cambiarlos por otros alimentos.
El llumero se ha cansado de que la abuela siga con sus impertinencias y, como parece que no vaya a remitir en su afán de indicarles lo que deberían hacer, da por terminada la charla y, alegando que tiene trabajo, deja a las mujeres. A pesar de un final más bien abrupto, el señor Zacarías no ha echado en saco roto algunas de las sugerencias de la masovera. Tendrá que echarles un pensament, como dicen en el pueblo, y ¡vaya si se lo ha echado! Dos de las propuestas: la de plantar alfalfa y criar conejos, son a las que más vueltas ha dado, y comienza a considerarlas factibles.
Plantar alfalfa en uno de los bancales de la Fábrica y en el marjal podría ser posible, y probablemente resultaría más eficaz que los cultivos que ahora tienen. Además, la alfalfa es una planta que no requiere demasiados cuidados. Y piensa que al tener más forraje, su primogénito no tendría necesidad de sacar la cabra a pacer todos los días y le quedaría más tiempo para estudiar, que es lo primordial. De todas formas, como la agricultura no es su fuerte, antes de meterse en un tema del que no tiene grandes conocimientos, habla con uno de los primos de su mujer, Silvestret -pequeño propietario agrícola- para que le dé su opinión. Lo que le cuenta el primo es muy favorable al cultivo de la alfalfa.
-Aunque no la utilices para la manutención de la cabra o de una supuesta camada de conejos, siempre podrías venderla, dado que la demanda, en un pueblo con incontables caballerías, está asegurada. Incluso, por unas pocas pesetas me puedo hacer cargo de todas las operaciones referentes al cultivo de la hierba, así no tendrás que preocuparte en buscar peones.
Cauto como es, y antes de meterse en el asunto de la alfalfa, el señor Zacarías decide, que el primogénito vaya al Prat a segar yerba. Que padre quiera mandarlo a segar para la maldita cabra, a Zaca le ha sentado como un par de banderillas de fuego. Lo considera una humillación y una tarea impropia de un estudiante de bachillerato. Pese al enfado, sus protestas han sido débiles y poco consistentes, pues tiene un reverencial temor a padre. Aunque al principio tuvo la esperanza de que la resolución paterna no se llevaría a cabo porque enseguida surgió un problema: puesto que no tenían ni acémila ni carro, ¿cómo traer la hierba a la Fábrica?, dado que donde más abundancia de forraje hay es en la marjalería y el Prat, a algo más de dos kilómetros de casa y eso supone un largo camino. Ese es el resquicio por el que el muchacho piensa que puede[CM2] escaquearse de la siega de la puñetera hierba. Como si no tuviera ya suficientes ocupaciones. ¡Maldita sea la cabra, la hierba y la vieja masovera que ha acabado de liarlo todo! Y yo que creía, se dice, que los masoveros eran más bien cautos, recelosos y que solo hablaban lo justo, y esta abuela cada vez que abre la boca es para organizar un tinglado de no te menees. ¿Por qué no se irá la puñetera de la abuela Julia a dónde crían los langostinos?
PD.- El próximo martes publicaré el episodio 30 de la novela “El masover”, titulado: ¿Te vale un tirachinas y un cencerro?