Julio, pese a las dudas despertadas por la
carta de su madre, continua enviando sus misivas semanales a Consuelo en las
que le asegura, una y otra vez, que por nada del mundo haría nada que pusiera su
noviazgo en peligro. La farisaica situación de decir una cosa y hacer la
contraria es lo que más pone al mañego de los nervios. Ha hecho una intentona
de no volver a ver a Dolors, pero ahora es la joven quien le busca y hay que
ser un héroe o un santo para desdeñar los placeres que la mallorquina es capaz
de ofrecerle. Y Julio no es ni una cosa ni la otra. Para apaciguar sus
remordimientos, recuerda constantemente lo del refrán de ojos que no ven, corazón
que no llora, pero en los momentos de lucidez, que los tiene, se dice que su
proceder es el de un redomado hipócrita.
En Malpartida, el placentino Luis continúa
su asedio a la aparente fortaleza de Consuelo, aunque piedra a piedra va
sigilosamente desmoronando las murallas que todavía parecen proteger el amor de
la joven por el mañego. En el pueblo se comenta en todos los mentideros que la
señora Soledad se ha salido con la suya, y que lo de la relación de la joven
con el placentino es cosa hecha. Tan es así que su amiga Carolina sucumbe a la
curiosidad y le pregunta.
-Ayer me dijo mi tía La Seca que los del
casino han cerrao las apuestas que hacían sobre si ganabas tú o tu madre.
-¿Y por qué las han cerrado?
-Porque to el mundo está de acuerdo en que
ha ganao tu madre… -Como Consuelo no dice nada, Carolina no puede contenerse y
lanza la pregunta-. Entonces, ¿lo tuyo con el placentino es cosa hecha?
-El placentino tiene nombre, se llama Luis
Campos. Y lo que diga todo el mundo no vale una mierda, lo único que vale es lo
que diga yo.
-¿Y tú que dices?
-Hoy na, mañana Dios dirá… -Y con esa
equívoca respuesta Consuelo da la charla por finalizada.
Será porque también debe haberse enterado de
lo de las apuestas del casino por lo que la señora Soledad está encantada de la
vida. Vuelve a llevar a su primogénita en palmitas, la cual sigue con las
tareas asignadas por su madre. Tiene la casa familiar que da gusto verla y los
suelos tan limpios que, al decir de tía María, podría comerse sopa en ellos. Y
en cuanto a las cuentas de la familia las lleva al céntimo, con la salvedad de
las sisas de las que la señora Soledad sigue sin enterarse. Por todo ello no es
raro que su madre cuente, a quien quiera oírla, de lo mucho que está aumentando
el acervo familiar gracias a las impagables dotes como administradora de su
hija primogénita, que de las pesetas hace duros.
El, generalmente, dulce invierno isleño ha
pasado sin sentirlo y el equinoccio de primavera marca el inicio de la nueva
estación y se instala en los predios mallorquines llenándolo todo de flores e
insectos. A fines del mes de abril, al leer la carta de su madre en la que le
recuerda que hace un año que partió a la isla es cuando Julio se da cuenta de
que, en efecto, lleva un año de mili, ha dejado de ser un recluta y se ha
convertido en todo un veterano. Y poco después de esa efeméride ocurre algo con
lo que el mañego no contaba. El sargento Fernández, que sigue con sus manías
pero con el que se lleva razonablemente bien, le plantea una propuesta que, en
principio, le desconcierta hasta que se apercibe que el suboficial se lo está
tomando muy en serio.
-Carreño –El sargento llama a todos sus
soldaditos por sus correspondientes apellidos, esa es la forma, según piensa
él, de que cada uno sepa el lugar que le corresponde-, ayer nos llamó a
capítulo el brigada Llompart y nos contó que la reorganización de Capitanía
exige que de cada seis soldados, de los que trabajáis en la casa, debe haber un
cabo segundo. A esta Secretaría –Fernández pronuncia Secretaría con un tono
melifluo, como el que se debe usar en los pasillos vaticanistas-, le
corresponde un cabo y, puesto que tú eres con diferencia el que más letras
tiene y al que más años de servicio le quedan, tras la pertinente consulta con
el capitán Echevarría, he decidido que te vas a presentar a los exámenes para
cabo. Ve donde el brigada Llompart, dile que vas de mi parte, y te dirá lo que
has de hacer. Puedes retirarte.
-A sus órdenes, mi sargento –Al soldado Carreño
ni se le pasa por las mientes poner en cuestión la propuesta del sargento.
Lleva el suficiente tiempo de mili para discernir cuando lo que le dice a uno
un superior es una orden, un comentario o una opinión, y lo que acaba de
indicar el suboficial huele a orden lo mires por donde lo mires.
El brigada Llompart se limita a tomar nota
de su nombre y destino y le da una especie de catecismo militar, en el que se
recoge todo cuanto un cabo segundo debe saber y poner en práctica, sus atribuciones
y deberes.
-Ya tienes lectura para el próximo mes, muchacho,
dentro de cuarenta días serán los exámenes. Espero que no decepciones a tu
sargento. Aquí se está mucho mejor que en el cuartel de El Carmen –El mañego
toma buena nota de lo que significa la advertencia: o estudias y apruebas o te
vuelves al regimiento de donde viniste.
El librillo que le ha dado Llompart explica,
entre otras cuestiones que, en la jerarquía del ejército español, el cabo
segundo es el rango inmediatamente superior al de soldado de primera, aunque sigue
siendo considerado parte de la tropa. Asimismo, describe que en el examen para
cabo segundo hay que superar una serie de pruebas: la primera es un
reconocimiento médico, luego una prueba de redacción, después contestar por
escrito a preguntas sobre las Reales Ordenanzas de las fuerzas armadas y
finalmente responder a una batería de preguntas sobre cultura general. Cuando
Julio vuelve a la Secretaría, le cuenta a Fernández lo que le ha dicho el
brigada y le enseña el librito. El sargento, tras ojear el manual, se limita a
decir:
-Ahora, Carreño, ponte a estudiar. No solo
debes aprobar sino que has de sacar un número alto de promoción, así dejarás en
buen lugar a todos los que trabajamos en esta Secretaría.
Esa semana Julio ya tiene contenido para las
misivas a su novia y su madre. Les cuenta lo de que tiene que presentarse a
exámenes para cabo y que cuando apruebe podrá lucir los dos galones de estambre
rojo, también llamados galleta, que llevará en la manga de la guerrera y en el
gorro, y que los guripas tendrán que saludarle, cuadrándose y diciéndole: a sus
órdenes, mi cabo. Cuando llega a este punto, el mañego detiene la escritura,
acaba de darse cuenta de que da por hecho que aprobará, pero… ¿y si suspende?
Cierra los ojos y se ve haciendo guardia en la puerta de El Carmen o pelando
patatas en la cocina del cuartel. La reflexión le lleva a tomarse en serio el
estudio del manual que le dieron, y al que hasta el momento apenas si ha
dedicado tiempo. Si quiere continuar con la bicoca que supone trabajar en
Capitanía tendrá que tomárselo en serio. Solo tiene una opción: empollar, y es
lo que hace en los escasos ratos libres que tiene pues dedica toda la tarde a
la bisutería. Para reforzar su decisión se ha apercibido que el sargento
Fernández no le riñe cuando ve que en lugar de dedicarse al papeleo lo que hace
es estudiar las Reales Ordenanzas del ejército español, que son las normas que
establecen el comportamiento, derechos y deberes del militar español. Unas
ordenanzas antiquísimas, pues las que están vigentes fueron aprobadas por
Carlos III en 1768.
La correspondencia de Julio ha sufrido un
vuelco, recibe más cartas de su madre que de su novia. En respuesta a uno de
sus escritos contándole a su madre lo de su posible ascenso a cabo, doña Pilar
le cuenta a su vez que también ella tiene novedades que referirle relativas al
terreno profesional. Ha salido una vacante en las escuelas de Plasencia, la ha
solicitado y se la han adjudicado. Lo ha hecho pensando en que Julio no va a
volver a San Martín, y en cambio residiendo en la ciudad del Jerte van a tener
más probabilidades de vivir juntos o, en el peor de los casos, de verse más a
menudo. Y como los cambios suelen venir a pares, hay una segunda novedad
realmente inesperada. Aunque no ha estudiado contabilidad como su hijo, la
maestra sabe lo suficiente de números como para llevar cuentas si no son
excesivamente complicadas. Un día se le presentó el tío Dimas el Bronchales,
uno de los mayores usureros extremeños,
y le hizo la proposición de que le llevara las cuentas pues estaba muy viejo, y
cuando un préstamo pasaba de los cuatro dígitos se le hacía la picha -(sic) pone
entre paréntesis doña Pilar- un lío. Y que después de un regateo interminable
sobre lo que iba a pagarle, y con la condición de que le llevaría las cuentas desde
su propia casa, se pusieron de acuerdo. Es leer esto y Julio vuelve a ponerse
de mal humor. Su madre trabaja pluriempleándose para poder ayudarle en el
futuro, y él gastándose las perras en tener contenta a la Dolors. No puedo
seguir así, se dice, tengo que cambiar…, pero ahora tengo los exámenes, lo
dejaré para después.
El mes que contaba Julio de preparación para
el examen de cabo segundo se le pasa como un suspiro. Aunque se lo ha tomado a
pecho y ha estudiado a fondo el librillo que le dio Llompart, e incluso ha
ampliado el estudio de algunas cuestiones de las inabarcables Reales
Ordenanzas, cuando llega la fecha no puede evitar ponerse nervioso. No es que
le importe demasiado lo del ascenso a cabo, nunca se ha planteado hacer carrera
militar, lo que si le importa es que como suspenda está advertido de que pueden
reenviarlo al regimiento del que procede y se le acabe el momio del trabajo en
la Secretaría.
La revisión médica, la primera prueba de las
cuatro del examen para cabo, es un puro paripé. Una mañana llevaron a todos los
aspirantes al galón de cabo al hospital militar y unos médicos, al menos
llevaban bata blanca, les hicieron una rutinaria revisión que, salvo uno a
quien detectaron problemas de audición, fue superada por todos los aspirantes.
Ya queda menos para los exámenes de verdad, piensa Julio, y tengo que
aprobarlos porque si no…
PD.- Hasta
el próximo martes en que, dentro del Libro I de Los Carreño, publicaré el episodio
36. Las dudas son cada vez mayores