Antes de que los Clavijo se fueran a Torrenostra, don José Domingo, se pasó por su casa para contarles que ha logrado reunir el profesorado que dará clases de primero de bachiller al primogénito. Un compañero, don Domingo Mañes, impartirá las asignaturas de aritmética, dibujo y caligrafía. Mosén Florencio le dará religión, y él le enseñará geografía y gramática. También se encargará de organizar el horario y demás cuestiones. Le tomarán las lecciones en el grupo escolar después de la sesión vespertina y, en total, la enseñanza les costará veinte duros al mes, salvo en julio y agosto. El maestro reconoce que cien pesetas es un dinero, pero no tanto considerando el número de profesores y, sobre manera, lo mucho que se ahorrarán al no tener que enviar el chiquillo a Castellón. El maestro omite que el vicario se ha ofrecido impartir sus clases sin retribución, pues mosén Fumadó no ha renunciado a llevar al chaval al seminario.
A pesar de la alegría que siente el muchacho por el futuro esperanzador que parece aguardarle, una sombra sigue ennegreciendo ese futuro: parece que no es tan fácil para sus padres ahorrar los veinte duros de marras. Escollo del que se ha enterado por la tía Paca. Saber que su familia tiene problemas económicos para costearle el bachillerato, aunque sea por libre, hace que se le encoja el corazón. ¿Será posible que por cien cochinas pesetas al mes su ilusión por ser bachiller se vea truncada?
Es consciente de que veinte duros para él solo son un guarismo, pero para padre supondrá que tendrá que trabajar todavía más. ¿Y de dónde sacará tiempo?, se pregunta, porque además de encargado de la luz, hace de proyeccionista y monta instalaciones eléctricas, por su cuenta, en las nuevas viviendas que se construyen en el pueblo. Y de madre, no digamos: llevar una casa y cuatro hijos le absorbe todas las horas de día.
¿Podría hacer algo para allegar unas pesetas y serles menos gravoso?, se torna a preguntar. ¿Pero qué puede hacer? Sabe que hay niños que ganan algún dinero ayudando ocasionalmente en tareas domésticas y agrícolas, en trabajos puntuales aptos para las fuerzas de un muchacho. Algunos de esos trabajos se repiten año tras año, sobre todo en las épocas de recoger las cosechas. En el pueblo hay un adagio que dice: qui no pot segar, que espigole –cuya traducción libre sería: quien no puede segar que busque espigas entre la paja-. Lo que especialmente ocurre cuando se cosechan los almendros, pues al quedar algunos almendrucos en los árboles o pasar desapercibidos a los recolectores; tras la cosecha es frecuente ver a gente, chiquillos incluidos, que revisan los almendrales para hacerse con los frutos olvidados. Por otra parte, físicamente no se ve con arrestos para los trabajos agrícolas que son las únicas ofertas de empleo que pueden encontrarse en el pueblo.
Ha hablado de la cuestión con madre que ha tratado de tranquilizarlo.
-Es cierto que andamos justitos de dinero, pero tu padre y yo queremos que seas algo en la vida. No queremos que trabajes y padezcas como nosotros. Tú puedes ser algo grande en la vida, Zaquita. Haremos los sacrificios que hagan falta para que puedas hacerte bachiller. Tú no te preocupes. Lo que tienes que hacer es estudiar los libros y aprobar los cursos.
Pese a las tranquilizadoras palabras de madre, a Zaca le resulta imposible sustraerse al persistente interrogante de: ¿Cómo podría ganar alguna perra?, porque veinte duros siguen siendo muchos duros. La casualidad, el destino o los hados -vaya usted a saber- contestan su pregunta de la forma más inesperada.
Al señor Zacarías se le ha planteado un problema en el trabajo.
Su ayudante, Paco Piñana, ha tenido que pedir la baja porque una gripe mal curada ha devenido en neumonía. Al no tener quien le ayude, la lectura mensual de los contadores va muy retrasada y la fecha para enviarlas a la oficina provincial se acerca. Ha pedido que, como en otras ocasiones, le envíen el ayudante del encargado de la LUTE de la vecina Alcalá de Chivert para que le eche una mano, pero de Castellón le han contestado negativamente. Se las tendrá que apañar por su cuenta. Como último recurso sopesa contratar de su bolsillo a alguien para que le ayude. Cuando lo comenta con su esposa, ésta pone el grito en el cielo.
-Con lo justitos que vamos ¿y quieres contratar a un peón pagándolo nosotros? ¿Te lo has pensado bien?
-Es que se me va a echar encima la fecha de cierre de las lecturas y aun me falta revisar como una cuarta parte del pueblo.
-Bueno, no creo que porque te retrases unos días vayan a ponerte las peras a cuarto en Castellón
-¡Vaya si me las pondrán! Ten en cuenta que Castellón ha de enviar las lecturas a la oficina principal de Valencia para que esta confeccione los recibos del mes. Y ese es el quid de la cuestión, no les importan tanto las lecturas, pero el cobro de los recibos, para la dirección de la compañía, es una cuestión innegociable.
La explicación del llumero ocasiona que la mujer comprenda que el problema es más serio de lo que pensaba, pero se le ocurre algo. Por eso es más lista que su marido.
-¿Sabes qué? No será necesario que contrates a nadie. Se me acaba de ocurrir que la solución la tienes en casa. Zaquita te puede ayudar, y de números sabe un montón –incluso piensa que el chico sabe más que su marido, pero no lo verbaliza.
-¡¿El niño?, pero qué dices mujer! Si solo tiene diez años y es un alfeñique. Además me podrían denunciar por dar trabajo a un menor de edad. Y en la compañía lo podrían tipificar como una falta grave con consecuencias que no me atrevo ni a pensar.
-¿Qué te pueden denunciar?, ¿y quién lo va a hacer? En un pueblo como éste que, cuando llega la hora de cosechar, todos los chiquillos, no importa la edad que tengan, dejan de ir a la escuela para ayudar a sus padres. Y las faenas del campo son infinitamente más pesadas que leer contadores. ¿Conoces a algún padre que haya sido denunciado por ello? Jamás se ha denunciado a nadie. Por otra parte, en la suposición de que algún mala sangre te denunciara, siempre podrías alegar que lo llevabas para mostrarle como es tu trabajo. Y te recuerdo que en alguna ocasión ya te lo llevaste a mirar contadores, que para él fue como un juego.
-Eso es cierto, pero fueron un par de ratitos, y más que nada porque el chico insistió, pero ahora serán tres o cuatro días casi toda la jornada y no creo que aguante.
-Bueno, pero no se trata de un trabajo pesado. Si lo llevaras a entrecavar o a plantar cebollinos, sería la primera en poner el grito en el cielo y a negarme que hiciera un trabajo tan pesado, pero de lo que estamos hablando es de ir por las casas de los abonados, subir la escalerilla un par de peldaños, leer el contador y cantar la lectura en voz alta. Faena que puede hacer perfectamente Zaquita porque, aunque es delgado, está más fuerte de lo que parece.
-Sí, pero subir esos peldaños muchas veces al día es más cansino de lo que imaginas. Y además, hay que cargar con la escalerita, que es cierto que resulta liviana al ser de madera de chopo, pero al final del día el hombro lo acusa.
-Eso tiene solución. Cuando se canse, cambiáis los papeles, tú subes la escalera y él anota las lecturas. Otra solución, si es que se cansa, es que lo envíes a casa y sigas solo. Y cuando haya descansado, que vuelva a ayudarte otro ratito. En cuanto a que te pueden denunciar, insisto: habría que denunciar a más de la mitad del pueblo. O sea, que por ahí no hay problema.
Aunque Rosario tiene solución para todas las pegas de su marido éste, tozudo como buen aragonés, insiste en que la propuesta de su mujer es una pésima solución, y que hay que buscar otras vías. Vista la irreductible postura de su marido, Rosario decide gastar el último cartucho.
-¿Y por qué no haces una cosa?, ¿por qué no llamas al chico, le planteas la cuestión, y a ver cuál es su respuesta? Si se niega o tiene dudas lo dejamos correr. Si contesta afirmativamente, tú verás lo que decides. Para contratar a un peón siempre estás a tiempo.
El señor Zacarías arroja la toalla, piensa que discutir con su mujer es como darse contra un muro. Llama al muchacho, le cuenta lo que está pasando y le pregunta:
-¿Te gustaría ayudarme algunos ratitos a leer contadores?
Ante su sorpresa, la reacción del chaval es como si le hubiese propuesto llevarlo a la feria.
-Claro que sí, padre. Me gustaría mucho. Es muy divertido. La última vez que me llevó lo pasé de miedo. Y no me disgustaría repetirlo.
-Sí, pero entonces solo fue un rato, ahora será más tiempo.
-No importa. Mire lo que le digo: un chico que conozco de la escuela, Manolo Pitarch, ayuda algunas veces a su padre cuando va a reparar la línea del telégrafo y la avería está cerca del pueblo. Es verdad que es un año y meses mayor que yo, pero es un enclenque y la mitad de fuerte. Puedo hacerlo perfectamente. Y ayudar a tu padre, no sé si viene en el catecismo, pero seguro que es algo bueno, como una de las obras de misericordia.
Ahí acaba el problema. Madre tenía razón: Zaquita puede echarle una mano a padre y, además, lo hará encantado, puesto que el trabajo es bastante sencillo. Se entra en las viviendas de los abonados –en el pueblo las casas suelen estar abiertas, como mucho cerradas con picaporte- al aviso de: “¿Se puede?, la llum”, y, sin esperar respuesta, se planta la escalerita bajo el contador, que suele estar ubicado junto a la puerta de entrada. Se suben uno o dos peldaños, se leen los kilovatios que marca el contador, se canta la lectura; quien lleva la libreta la anota, le resta los kilovatios del mes anterior y lectura terminada. Fácil.
Lo que nadie de los Clavijo pudo imaginar es que de esa ocasional ayuda al señor Zacarías nacerá una derivada que originará que veinte duros ya no sean tantos duros. Una vez más, se hace patente que los hados o el destino tienen designios inescrutables o que, como suelen repetir las beatas: Dios escribe recto con renglones torcidos. Amén.
PD.- El próximo martes publicaré el episodio 13 de la novela “El masover” titulado: El escrivent