Hace unos días estrené mi primera
mascarilla, lo que me hizo pensar. La reflexión me llevó a rememorar mis ya
lejanos tiempos de trovero aficionado en los que, por puro divertimento,
improvisaba romances escasamente poéticos y más bien ripiosos, algo connatural
en la métrica popular. Este es el resultado de la experiencia.
Romance de la mascarilla
Cincuenta días pasaron,
cincuenta noches malditas,
cuando las teles contaron
que había gente malita
de un virus chino rabioso
que es la mar de contagioso,
y que es un maldito virus
del clan del coronavirus.
Y el ministro señor Illa
mandó usar mascarillas,
aunque no ha quedado claro
si cubrirnos las mejillas
es algo que al gobierno
le parece bien o mal,
pues no es nada normal
que lo que hace el baranda,
y lo hace con esmero,
es decir, el muy fulero,
que si la llevamos, bien,
y que si no, pues también.
Le he rogado a mi hija
que por mí que no se aflija,
aunque vaya hasta Melilla
yo llevaré mascarilla.
Me sienta de maravilla
mi primera mascarilla,
más le imploro de rodillas
a la Virgen de Castilla
que ese virus no me coja
pues tengo la salud floja,
y si me infecta el maldito
puedo darme por finito.
Dado que no entiendo nada
de la gran desescalada
seguiré con mascarilla
viva en Madrid o en Sevilla.
Y rezaré porque el virus,
llamado coronavirus,
si es que el maldito me pilla
que no me haga papilla.
Y si Sánchez no me engaña
y no suelta más patrañas,
al fin de la pesadilla,
que es usar mascarilla,
ataremos a los perros
con chorizos como puerros,
y seremos muy felices
hasta hartarnos de perdices.
Y a los demás os deseo
que lo mandéis a paseo
al virus y sus secuelas,
y como se ponga abrojo
ponerlo bajo las suelas
y pisarlo a vuestro antojo.
A ver si por fin podemos
saludarnos y abrazarnos
y no tocar con el codo
hasta quien esté beodo.
Y aquí acaba el romance
de mi primer mascarilla.
Ojalá que de este trance
no salga hecho papilla.
¡Dios nos coja confesados
si acabamos contagiados!