Toda comarca, región, y hasta país sufre
periódicamente uno o varios azotes naturales que vienen a ser como una suerte
de maldición bíblica. Así, ciertos estados del medio oeste norteamericano
sufren anualmente los tornados, algunos países de Sudamérica bañados por el
Pacífico han de enfrentarse cada varios años a la maldición de el Niño, en el
este de Asia han de soportar cíclicamente a los tifones y aquellos países
ubicados en el anillo de fuego se ven castigados periódicamente por erupciones
volcánicas y terremotos. Pues bien, los que vivimos, aunque sea parcialmente
como es mi caso, en el Mediterráneo occidental, especialmente en el Golfo de
Valencia, hemos de soportar varias veces en nuestras vidas la temible gota
fría. Lo de llamarle gota es una suerte de humorada macabra porque lo que
realmente parece es como si las compuertas de los cielos se abrieran de par en
par y dejaran caer mares de agua que se abaten inmisericordes sobre las resecas
tierras del levante español.
Como saben, la gota fría o DANA (depresión
aislada en niveles altos) es un fenómeno meteorológico que suele coincidir con
el inicio del otoño en el Mediterráneo occidental. A grandes rasgos, es el
resultado de una corriente en chorro de aire polar que avanza sobre Europa
occidental a gran altura y que al chocar con el aire más cálido del
Mediterráneo genera fuertes tormentas. Ocurre cíclicamente, pero en la mayoría
de ocasiones no dejan de ser más que tempestades más o menos aparatosas sin
mayores consecuencias. Pero entre cuatro y seis veces en un siglo la gota
genera un tren de tormentas con torrenciales diluvios y cuyas consecuencias son
desastrosas. Entonces, la gota fría se convierte en una locomotora sin ninguna
clase de control que lo arrasa todo a su paso. Es lo que acaba de ocurrir en
este octubre del 2018.
Mi pueblo natal, Torreblanca, situado en la
comarca de la Plana Alta, es por su ubicación y particular topografía un firme
candidato a sufrir las consecuencias de las gotas frías con mayúsculas. Está
emplazado en el centro de una pequeña llanura aluvial limitada al este por el
Mediterráneo y circundada al oeste por un semicírculo de colinas que forman
parte de las últimas estribaciones sudorientales del Maestrazgo. Naturalmente
esa pequeña cordillera vierte las aguas hacia el mar y en su discurrir
atraviesan necesariamente el pueblo y terminan igualmente afectando a los dos
núcleos costeros existentes: Alcossebre y Torrenostra.
Lo que ha pasado ahora es que en menos de
doce horas en Torreblanca se han abatido más de 200 litros por metro cuadrado y
ha seguido lloviendo hasta superar los 300 litros en poco más de un día.
Teniendo en cuenta que la precipitación media anual en España ronda en torno a
los 600 litros, lo ocurrido supone que en algo más de veinticuatro horas ha
llovido lo que debía hacerlo durante medio año. Una auténtica barbaridad. Tal
cantidad de agua en tan poco tiempo provoca que la tierra sea incapaz de
absorber tanto líquido y los barrancos, ramblas y los escasos y secos ríos se
convierten en un visto y no visto en impetuosos torrentes que transportan miles
y miles de toneladas de agua en dirección al mar y que arrollan todo lo que se
opone a su curso.
Las consecuencias ya se las pueden imaginar:
inundaciones de campos y casas, árboles arrancados de cuajo, carreteras y vías
férreas cortadas, vehículos atrapados sin o con gente dentro, animales
domésticos ahogados, puentes que no resisten el salvaje empuje de las aguas,
actividades económicas y sociales interrumpidas, gente aterrada ante la
inclemencia de la naturaleza…
En la actualidad los avances en la
predicción del clima han hecho que la gota fría de estos días octubreños haya
generado menos desastres de los que provocaba antaño. En mi ya larga vida, esta
es la tercera vez que sufro este fenómeno, aunque en esta última ocasión a
distancia. Las dos anteriores las viví directamente. Una de ellas,
especialmente, la recuerdo con absoluta nitidez, como se recuerdan los hechos
que le cambian a uno la vida.
Los valencianos no tenemos tornados, ni
tifones, ni erupciones volcánicas, ni sufrimos el Niño, en cambio tenemos la
gota fría que cuando llega en plan desbocado provoca que el mal llamado Levante
feliz deje de serlo cuando sobre su cada vez más desertizada capa de tierra
vegetal se abaten inclementes océanos de agua. Es nuestra particular maldición
bíblica.
Fue un 28 de septiembre del año en que
cumplí los doce. A media tarde comenzó a llover copiosamente. "El típico
temporal de otoño”, dijeron. Al anochecer los nimbocúmulos se fueron haciendo
más grandes y negros y la lluvia se hizo torrencial. Mi padre tuvo que ir a
echar una mano adónde mi tío Daniel cuya casa se había inundado hasta el punto
que los muebles flotaban por las habitaciones como si fueran barquichuelos de
papel. Cuando volvió estaba que no se tenía, empapado de agua y sucio de barro.
“Tengo un mal presentimiento”, dijo, pensando en los campos de arroz de la
familia con las gavillas puestas a secar antes de la trilla. En la madrugada
del 29 cesó de llover. Mi padre y yo cogimos las bicicletas y fuimos a ver los
arrozales. Nos encontramos que se habían convertido en una especie de laguna de
agua sucia de la que solo sobresalían los plumeros de los senills o carrizos. Ni rastro de las gavillas que terminaron en el
fondo del mar. Por muchos años que viva jamás olvidaré la mirada desolada de mi
padre. En aquella cosecha había invertido hasta su última peseta. Nunca volvió
a ser el mismo. Yo tampoco. La inundación se llevó el arroz, arruinó a mi familia
y truncó mis sueños de cursar una carrera universitaria. Más de una década
después, la caprichosa fortuna me depararía una nueva e inesperada oportunidad,
pero en aquellos trágicos momentos no lo podía saber. Aquella gota fría me
jodió la niñez; con mi padre fue más cruel, le jodió la vida.