Al ver el interés
que Enrique Guerrero muestra por Lolita Sales, Manuel Lapuerta le ha explicado que,
en su opinión, la relación que la joven mantuvo con Rafael Blanquer está muerta
y enterrada. Aquel emparejamiento no fue más que una chiquillada propia de
adolescentes. El médico, que tan buen ojo clínico tiene, ha efectuado un
diagnóstico totalmente erróneo. La realidad es que Lolita, a pesar de todas las
faenas que le ha hecho su exnovio, sigue profundamente enamorada de Rafa. Sabe
que es un sentimiento casi malsano el que siente por él, pero su corazón acelera
el ritmo solo con recordar su nombre. Su cabeza le dice que debería olvidarlo,
su amor propio le incita a rechazarlo, pero no puede, no le sale de dónde
aniden los sentimientos más hondos y viscerales. Y sigue soñando con volver a
reanudar la antigua relación pese a que las noticias que le llegan de la vida
de Rafael no ofrezcan el menor atisbo de que vaya a volver con ella. Sabe que
sus padres se cansaron de mantenerle en Barcelona donde no llegó a terminar el
primer curso de Ingenieros Industriales. Y más aún: estuvieron en un tris de
hacerle volver al pueblo, pero después de muchas dudas decidieron darle una
nueva oportunidad y se matriculó en Madrid, ciudad en la que, según les contó,
encontraría mejor ambiente de estudio porque residiría en un colegio mayor. El
resultado fue el mismo: un completo fiasco. En realidad a Rafa la carrera le
trae sin cuidado, lo único en lo que piensa es divertirse y encontrar muchachas
fáciles.
Al final, la
paciencia de los padres de Rafael se ha colmado y han decidido que vuelva al
pueblo donde verán de montarle algún negocio, pero antes tiene que hacer el
servicio militar obligatorio dado que se le acabaron las prórrogas.
En el sorteo de
los quintos le toca ir destinado a Valencia. Una vez terminado el período de
instrucción en el campamento de Bétera y jurada bandera, un amigo de su padre
lo enchufa en las oficinas militares de Capitanía General, donde solo trabaja por la mañana. Las tardes las emplea
en realizar un curso de contabilidad; según su padre necesitará esos
conocimientos para llevar más eficazmente el futuro negocio que vaya a
emprender. Rafael asiste a clase la primera semana, pero pronto se cansa de lo
del debe y el haber, de los balances, del control de impuestos y de cuanto
concierne a la administración de una empresa. La mayor parte de su tiempo lo
dedica a lo que verdaderamente le gusta: divertirse. Y en eso está.
- ¿Estudias o trabajas? - la pregunta que le formula la muchacha que lleva Rafael entre sus brazos es casi preceptiva en el chabacano ambiente de la sala de fiestas en la que baila la pareja.
- Ambas cosas, por la mañana trabajo en una oficina y por la tarde estudio - responde Rafael mintiendo como un bellaco.
- ¿Y qué estudias?
- Ciencias específicas - responde muy serio el joven sabedor de que cualquier vocablo que termine en icas le parecerá una materia científica a la paleta que le mira encandilada.
- Huy, eso debe de ser muy difícil - se maravilla la joven.
- No te lo puedes imaginar, dificilísimo. Y tú, ¿qué haces? - ya presume cual va a ser la respuesta, pero sabe que en el primer contacto har que darles conversación.
- Trabajo en una casa de familia, pero - se apresura a explicar la muchacha - estoy haciendo un curso de mecanografía. Cuando lo termine me presentaré a unas oposiciones de administrativa.
Otra chacha, se reafirma Rafael. Todas sueñan con lo mismo: ser secretarias, dependientas o algo parecido. Están bailando en el club Las Palmeras, un antro con ínfulas elegantes en el que se dan cita menestrales, militares sin graduación, oficinistas de tres al cuarto, dependientes que se conforman con serlo, algún que otro estudiantillo medio camuflado y chachas que aspiran a mejorar de condición social. Como la que lleva entre sus brazos: es vivaracha, tiene un buen par de tetas y un culo respingón que a Rafael le pone, tanto que, aunque la muchacha no se ha dejado achuchar, quedan para otro día. El olfato, que Blanquer ha desarrollado en clubes similares al que están y con chavalas parecidas a la que le mira prometedoramente, le indica que se trata de un material aprovechable. Será cuestión de poco tiempo. La intuición de Rafael se revela certera: al tercer día que salen la muchacha ya se deja que le dé un buen sobeo y la cosa promete mucho más. Unos días después le acaricia los muslos, pero cuando intenta pasar a la fase de la rendición total, la chica le para los pies.
- No, eso no.
- Pero cariño, si solo quiero acariciarte, si es que me vuelves loco - protesta el joven.
- Que te digo que no.
- ¿Y se puede saber por qué?
- Eso es para cuando me case o... cuando tenga novio formal.
- Ah, creía que ya éramos novios.
- No lo somos, no me lo has pedido.
- Bueno, de manera directa quizá no pero, con la de veces que te he dicho que te quiero, que no he conocido a una mujer que me guste tanto como tú, creí que lo de ser novios estaba sobreentendido.
- No me lo pediste - insiste tercamente la muchacha -, ni me has hecho ningún regalo como es costumbre cuando una pareja se ennovia.
Cuarenta y ocho horas después, Rafael regala a Esperanza, ella prefiere que la llamen Espe, una modesta pulserita de bisutería en la que ha tenido el detalle de que graben su nombre y una fecha a voleo que, según el chico, fue cuando se dio cuenta de que se había enamorado de ella. Días después, la chica se entrega. Otra muesca más en el palmarés de Rafa. Una vez desflorada la joven las apasionadas uniones se multiplican. Aunque el joven habitualmente utiliza condones, en más de una ocasión la urgencia de un apretón le lleva a practicar el incierto método de la retirada a tiempo. El resultado no se hace esperar: la muchacha queda embarazada. Cuando descubre su estado le falta tiempo para contárselo al hombre que la ha hecho madre:
- … ¿y ya me dirás qué vamos a hacer? – pregunta angustiada
la joven.
- Sí que es mala suerte. No sé cómo ha podido ocurrir. Pero,
bueno, se puede arreglar, creo que hay
mujeres que se dedican a solucionar estas cosas. Será cuestión de encontrar
una. Y no te preocupes, los gastos corren de mi cuenta – Rafael trata de
apaciguar a la muchacha.
- De abortar, nada. Me ha dicho mi amiga Fuencisla que a
una conocida suya le practicaron un aborto y estuvo a punto de no contarlo.
Además, el cura de mi pueblo dice que matar a una criatura es uno de los
pecados más graves que hay.
- Entonces, ¿qué
hacemos?
- ¿Qué hacemos? Yo
tener el niño y tú portarte como un hombre – Esperanza es joven, pero no se
arredra fácilmente.
La discusión termina en bronca. Lo de
casarse, Rafael ni siquiera se lo ha planteado. Solo tiene veintitrés años. Le
queda todavía mucho tiempo para pensar en cosas tan serias como casarse.
Además, no está dispuesto a cargar toda su vida con aquella palurda y llegar al
pueblo llevando del brazo a esa cateta que lleva marcada en la frente el
marbete de lo que es. Buena se iba a poner su madre, y no te digo el cachondeo
que se gastarían sus amigos, hasta posiblemente Lolita se reiría de él.
En lo más álgido de la discusión, llega a
decirle que nadie le asegura que sea el padre del crío, vete a saber con quién
ha podido estar. Si él lo ha tenido tan fácil, seguramente otros también habrán
mojado. Esas palabras hieren profundamente a la muchacha que desde el primer
momento quedó deslumbrada por la fácil verborrea de Rafael y al que ha
entregado su doncellez. Blanquer termina rechazando cualquier clase de
responsabilidad en lo sucedido y conmina a Esperanza que se olvide de él y que
no vuelva a molestarlo. La muchacha le ve marchar, deshecha en llanto.
Al día siguiente, Esperanza sufre un pequeño
vahído en la casa en la que sirve. Su señora, doña Visitación, la atiende
solícita y la obliga a acostarse para que se reponga. En la minúscula
habitación del servicio, después de que la señora le haya llevado una tisana, a
la joven le da un ataque de nervios. Cuando Visitación consigue calmarla, entre
hipos y con voz entrecortada, la muchacha le cuenta su drama: va a tener un
hijo y el padre de la criatura ni piensa convertirla en una mujer honrada, ni
le va a dar su apellido a lo que venga y encima, que es lo más sangrante, duda
de su paternidad. Su señora, católica practicante, la cree, conoce a la familia
de la joven, que es del mismo pueblo que eran sus abuelos, y está convencida de
que no miente. Decide que lo sucedido no puede quedar así.