En su última reunión veraniega, la cuadrilla
de jubilados está poniendo a caldo la justicia española. Las doctorales
explicaciones de Grandal sobre las penas que pueden caerles a los coautores,
que de un modo u otro indujeron al fallecimiento de Salazar, han terminado por
soliviantarles. De haberlo sabido, piensa más de uno, no hubiesen puesto tanto
empeño en ayudar al excomisario a descubrir qué pasó la tarde de la Asunción.
Se despiden hasta dentro de unos días en que volverán a verse en Madrid. De
hecho, ya se han citado para echar la primera partida de dominó de la temporada
en el Centro de Mayores de Moncloa-Aravaca. Al fin de la charla, Álvarez
insiste en que deberían cenar juntos, para luego poder jugar la última nocturna,
pero Grandal no acepta la invitación.
-No insistas, Luis. Le prmetí a Chelo que la sacaria a cenar y no veas la que me puede montar si no cumplo, ¡pues buena es la señora, se pondría como una pantera en celo! Además, no me necesitáis para la partida. Si voy, uno tendría que quedarse de mirón y eso es algo que no mola, como dice la gente joven. Por tanto, daros todos por abrazados y en poco más de setenta y dos horas nos vemos en el Paseo de Moret. Pedro, espero que te unas a esta panda de carcamales y que también seas de la partida. No te conocía, pero para mí ya eres uno de los nuestros. Te lo has ganado a pulso. Y ciao como diría il mio amico Paolo..
-No insistas, Luis. Le prmetí a Chelo que la sacaria a cenar y no veas la que me puede montar si no cumplo, ¡pues buena es la señora, se pondría como una pantera en celo! Además, no me necesitáis para la partida. Si voy, uno tendría que quedarse de mirón y eso es algo que no mola, como dice la gente joven. Por tanto, daros todos por abrazados y en poco más de setenta y dos horas nos vemos en el Paseo de Moret. Pedro, espero que te unas a esta panda de carcamales y que también seas de la partida. No te conocía, pero para mí ya eres uno de los nuestros. Te lo has ganado a pulso. Y ciao como diría il mio amico Paolo..
Como a Chelo le chifla la cocina italiana,
Grandal la ha llevado al Il Peccato,
posiblemente el mejor restaurante
italiano de Marina d´Or, cuyo interior climatizado es algo que se agradece en
esta noche del 30 de agosto en que el sol ha castigado de lo lindo. Hacia mitad
de la cena, suena el móvil del excomisario. Es Álvarez.
-Luis, dime.
-Me acaba de
llamar Pedro. Me cuenta que mañana van a dar sepultura a Salazar en el cementerio
de Torreblanca. Me ha pedido que te lo diga. Lo he hablado con el resto de la
panda y hemos quedado en que iremos a darle el último adiós al pobre Curro. Se
lo debemos de alguna manera. Te digo esto por si quieres apuntarte. La
ceremonia, que se celebrará a las nueve, será breve según dice. A las diez
podrías estar en camino porque el cementerio está al lado de la entrada a la
AP-7.
-Gracias por
la invitación, pero no me gustan los camposantos. Quizá porque he tenido que
visitar demasiados a lo largo de mi carrera. Ya me contaréis como fue la
inhumación.
En cuanto Grandal apaga el móvil, Chelo, curiosa
siempre, pregunta:
-¿A qué te
invitaba Luis?
Grandal le explica lo que le ha contado
Álvarez.
-Ah…, y por
lo que le has contestado no piensas ir, ¿verdad? Pues a mí me parece que harás
mal. Deberías estar en el entierro, es lo último que podrás hacer por alguien
que te ha tenido tan entretenido estos últimos quince días. Creo que de algún
modo se lo debes –Chelo sin saberlo repite lo mismo que ha dicho Luis.
-Habíamos
quedado en salir a primera hora –se excusa Grandal.
-¿A qué hora
es el entierro y cuánto dura? –quiere saber Chelo.
-A las nueve
de la mañana y según Pedro será una ceremonia breve.
-Podrías
hacer una cosa. Te vas al entierro y, mientras, yo voy cerrando las maletas y
me arreglo. Luego me recoges. Como no nos espera nadie que más da que lleguemos
a Madrid a una hora que otra. Naturalmente, si tú quieres, si no pues aquí paz
y después gloria.
Grandal conoce demasiado bien a su pareja
como para no saber que lo que le propone es algo más que una sugerencia.
Curiosamente, su novia siente un extraño respeto por todo lo que rodea a la
muerte, por ello no le sorprende en absoluto la postura de Chelo. Y piensa que no
es este momento de llevarle la contraria.
-Sabes, es
una buena idea, no lo había pensado. Ahora mismo llamo a Luis y le pregunto
cómo ir al cementerio.
Hacia las ocho y pico de la mañana del 31 de
agosto, Grandal se dirige al cementerio de Torreblanca. Según le explicó
Álvarez, debe llegar hasta el final de la calle San Jaime y luego, a la altura
de un jardincillo pegado a la N-340, debe coger un pequeño túnel a la izquierda
que pasa por debajo de la nacional y que le conducirá al camposanto municipal.
Grandal sigue las indicaciones que le ha dado su amigo y tras un corto
recorrido llega al cementerio. En la puerta, y a la sombra de unos corpulentos
pinos, hay dos corrillos de gente. Uno es el formado por sus amigos, en el otro
están el sargento Bellido, el hijo de Salazar y un sacerdote revestido con una
casulla morada. Algo más alejado, y sentado en un ribazo de piedra, está un
monaguillo ataviado con un roquete blanco y portando una cruz. Grandal saluda
con la mano a sus amigos, pero se encamina al grupo del sargento. A quien
primero se dirige es al hijo del difunto.
-Aunque ya
te lo di en su día lo repito: mi más sentido pésame, Francisco José.
-Grasias,
don Jasinto.
-Sargento,
celebro volver a saludarte.
-A sus
órdenes, comisario, no creía que volvería a verle, pero ya sabe que siempre es
bien recibido. Permítame presentarle al señor cura párroco, mosén Joao. Páter
–dice dirigiéndose al eclesiástico- le presento a don Jacinto Grandal,
comisario retirado del Cuerpo General de Policía, a quien gracias a su
inestimable ayuda hemos podido desentrañar lo ocurrido en las últimas horas de
vida del difunto.
Grandal
no quiere entrar en el tema, ya ha sido bastante indiscreto Bellido, por lo que
cambia de tercio.
-El nombre
de Joao me suena a portugués, páter.
-Es que lo
soy –contesta el sacerdote, dueño de una oronda figura, en un español
impecable.
Ahora a quien se dirige Grandal otra vez es
a Francisco José:
-¿Tu madre
no quería inhumarle en Sevilla?
-Sí, ¿pero
sabe usté lo que cuesta er traslado hasta allí? Pues una fortuna. Y no tenemos
pasta pa ese gasto. Por eso lo vamos a enterrar aquí, grasias a las gestiones
der señor sargento y a la generosa ayuda de la señora Eulalia –explica el joven.
Grandal mira su reloj, pasan algo más de las
nueve.
-Me habían
dicho que la ceremonia comenzaría a las nueve.
-Así estaba
previsto. Estamos esperando al furgón que trae el cuerpo desde el Instituto
Anatómico Forense de Castellón. Igual han cogido la 340 para ahorrarse el peaje
de la autopista y con la nacional nunca puedes calcular el tiempo de viaje, y
más un día como hoy con la operación retorno a tope –informa el guardia civil.
-¿Así que
usted veranea aquí? –pregunta el párroco.
-No, veraneo
en Marina d´Or, pero vengo a menudo pues tengo unos amigos. Y después de
conocer Torrenostra me estoy pensando seriamente cambiar el próximo verano,
aunque haya gente que diga que esta es una playa demasiado tranquila.
-Que sea
tranquila no es sinónimo de que sea aburrida –puntualiza el párroco.
-¡Me lo va a
decir a mí! –Exclama Grandal-. Hacía años que no me entretenía tanto en verano
como este agosto en Torrenostra… Y ahora ruego que me disculpen, pero he de
saludar a mis amigos.
La cuadrilla de jubilados está escuchando
atentamente algo que explica Pedro. Al acercarse Grandal, Ramo interrumpe su
exposición.
-Al final te
decidiste –es el saludo de Álvarez.
-En honor a
la verdad la que me decidió fue Chelo.
-Yo creía
que vendría más gente –cuchichea Ballarín.
-Yo, también
–afirma Ramo-. De hecho, la señora Eulalia me dijo ayer que pensaba venir con
algunos de sus empleados, pero dado el día que es no habrá podido.
-Si tenemos
en cuenta que el pobre Salazar era un perfecto desconocido, que a su entierro
asistan siete personas, sin contar al cura y al monaguillo, no está nada mal
–valora Ponte.
-Te he cortado,
Pedro, ¿qué estabas contando? –pregunta Grandal.
-Les
explicaba que aquella cruz que hay allí es la antigua Cruz de los Caídos que un
jefe local de la Falange que mandaba mucho hizo construir. Estaba en el centro
de la Plaza de la Iglesia, entonces el piso era de tierra y allí jugábamos al
gua, a los bolos y al bòlit, juegos
que prácticamente han desaparecido. El monumento era mucho más grande, pues
como base la cruz tenía un cubo de piedra artificial cuya parte delantera era
un plano inclinado por el que resbalábamos los críos. También habían dos
fuentecillas laterales de las que nunca vi manar agua…
El viejo torreblanquí
no puede terminar sus recuerdos, pues un furgón a bastante velocidad casi
derrapa al frenar bruscamente a la entrada del cementerio. Es el vehículo de la
funeraria. Uno de los dos hombres que van en la cabina desciende y acercándose
al grupito del sargento saluda al eclesiástico.
-Buenos
días, mosén Joao. Perdone si les hemos hecho esperar. Se nota que estamos en
plena operación retorno y la 340 está imposible de tráfico. ¿Hay algún familiar
del difunto?
Tímidamente, Francisco José levanta la mano.
-Soy el
hijo.
-Le acompaño
en el sentimiento. ¿Quiere verle por última vez?
-¡Ojú, no!
–responde secamente el chico para añadir-. Prefiero recordarlo como era en
vida….
-Entonces,
mosén, cuando usted diga –pide el de la funeraria.
El
párroco llama al escolano y se improvisa la comitiva. Encabezándola va el
acólito con la cruz y detrás el sacerdote, luego el furgón funerario tras el
que se sitúa Francisco José, algo escorado a su izquierda se coloca el sargento
y unos pasos más atrás la cuadrilla de jubilados.
La comitiva se
detiene cuando llega a donde está el nicho en el que reposará el cuerpo del
difunto. Allí, y a una distancia de respeto, aguardan dos personas en traje de
faena. Los sepultureros, piensa Ponte, siempre son los últimos que se suman al
final de la aventura de la vida. El sacerdote reza sus preces y al terminar es
el primero en dar el pésame al hijo del difunto. Le sigue el sargento y tras él
los cinco jubilados. Grandal se despide del sargento y del párroco y se abraza
con cada uno de sus amigos.
-¿Te
volveremos a ver el próximo verano? –pregunta Álvarez.
Grandal, por toda respuesta, se encoge de
hombros, y va a entrar en el coche cuando de improviso se gira y encarándose
con sus amigos les espeta con toda la ironía de que es capaz:
-¿Quién dijo
que Torrenostra era una playa demasiado tranquila?
PD.- Hasta
el próximo viernes en que publicaré el episodio 132. Epílogo, último de la
novela
Una playa demasiado tranquila.