domingo, 10 de mayo de 2020

*** Post info 8. El principio del fin, muy parcial, del confinamiento


   El inefable gobierno español, la semana pasada, decretó el principio del fin, muy parcial, del confinamiento. Después de cincuenta y un días de encierro, pude salir a la calle. Estoy acostumbrado a la soledad, de hecho hace quince años que vivo solo, por lo que supongo que habré soportado la reclusión mejor que la mayoría de la gente, con todo sentía la necesidad apremiante de ver algo más que el panorama que enmarca la ventana del salón, precisaba ver gente en movimiento y no solo aplaudiendo en terrazas y balcones. Antes de salir, mi hija me trajo un pack completo de armas contra el virus: mascarilla FFP3, frasco de gel hidroalcohólico y una retahíla de consejos sobre lo que debía y no debía hacer. Me sentí como un párvulo de primero, pero aun así agradecí de corazón su bonhomía.
   Por fortuna, vivo al lado del campus de la universidad Complutense, por lo que suelo pasear por la llamada Ruta Verde (el antiguo tendido del tranvía Moncloa-Paraninfo que tantos y tan felices recuerdos me traen de mis lejanos años universitarios). La primera anomalía que detecté fue que, a esta altura del curso, la ruta debería estar bullendo de estudiantes, pero no había ninguno, solo paseábamos viejos y gente madura. La segunda, fue constatar como los viandantes nos rehuíamos, y me percaté que a quienes más esquivaban eran a las personas mayores, como ahora se nos denomina a los ancianos. ¡No les digo nada de lo que me ocurrió! En cuanto veían a un octogenario, como el que esto escribe, andando a paso cansino y con la melena no ya canosa sino alba cual copo de nieve, los regates que me hacían era dignos de un crack de la serie A italiana o de la Premier League británica. Me entraron ganas de reír porque de llorar ya tendremos tiempo. La última anomalía, aunque admito que no deja de ser una opinión, es que me pareció observar que la expresión de los rostros de mis conciudadanos era más bien tristona, claro que casi todos con los que me cruzaba eran tan viejos como yo, y generalmente los abuelos tenemos pocos motivos para alegrarnos. Aunque si lo pensamos bien, el hecho de estar vivos a nuestra edad debería ser causa para levantarnos cada mañana con una sonrisa de oreja a oreja.
   Nunca pude imaginar que al final de mi ya longeva vida iba a vivir una experiencia tan traumática como la de la covid-19, nombre oficial que ayuda a que olvidemos su procedencia, ¿quién tendrá interés en ello? El Madrid que me encontré no tenía nada que ver con la ciudad en la que un denso tráfico y el incesante ir y venir de los viandantes por aceras y calles son señales de identidad de una urbe de tres millones y medio de habitantes. Contados paseantes, casi todos con mascarilla y guantes, escasa circulación y autobuses vacíos. Eso sí, el cielo estaba de un bellísimo azul velazqueño y se veía nítidamente la Sierra de Guadarrama pues, según dicen, la polución se ha reducido considerablemente. No todo iba a ser malas noticias.
   Ese domingo estrené mi primera mascarilla. Llevarla me pareció un peñazo. Después de un cierto tiempo las gomas te presionan demasiado y no puedes usar gafas porque se empañan. Les confieso que lo de la mascarilla me hizo reflexionar, lo que me llevó a rememorar mis ya lejanos tiempos de trovero aficionado en los que improvisaba romances escasamente poéticos y más bien ripiosos, algo connatural en la métrica popular. Pero de esto les hablaré otro día. Para ser un post me he alargado excesivamente.