Mientras el comisario Bermúdez se despide de Clara Ponte, en otra dependencia de la comisaria se dilucida la clásica pugna entre diferentes departamentos policiales que quieren apropiarse del caso del robo del museo. Cada uno de ellos expone sus argumentos para demostrar que el asunto entra dentro de su ámbito competencial. Los de la Brigada de Delincuencia Especializada son los primeros en tirar la toalla; hay sospechas de que el asalto haya sido perpetrado por alguna banda de delincuencia organizada, pero de momento no son más que sospechas. El enfrentamiento entre los distintos departamentos acaba centrándose entre la Policía Judicial, hay un fiambre por medio, y la Brigada de Patrimonio que argumenta ser la competente pues se trata del expolio de una importante obra artística que, al valor intrínseco de las piezas auríferas robadas, une rasgos históricos y hasta con ramificaciones de política exterior como pocos tesoros reúnen.
Al final, la Comisaría General,
con la anuencia de la Judicatura, impone una solución salomónica y nada
habitual en el procedimiento policial que, como suele ocurrir, no contenta a
nadie. La Policía Judicial se encargará de investigar el crimen y los de Patrimonio
investigarán el robo. Como son dos sucesos encadenados, dos inspectores, uno
por cada departamento, se encargarán de coordinar la investigación y de
mantener abiertos los canales de contacto para que la información fluya en
ambas direcciones. Decisión que al inspector de Patrimonio al que han encargado
el caso, Juan Carlos Atienza, le lleva a decir:
- Eso es como dar un chupachups a dos niños y pedirles que lo laman por
turnos.
- Algo de eso hay, pero ya sabes: donde hay patrón no manda marinero – es
la respuesta de Eusebio Bernal, de la Policía Judicial, el otro encargado de la
coordinación.
- Sí, claro, pero quienes nos vamos a comer la mierda por esta cacicada
vamos a ser nosotros – se lamenta Atienza
- ¿Sabes por qué hacen esos juegos malabares, por llamarles de alguna
manera? – y sin esperar contestación, Bernal responde a su pregunta -. Porque
piensan de manera distinta que nosotros. Tú y yo pensamos como lo que somos,
policías. Ellos piensan como lo que son o quieren ser, políticos.
- Bueno, qué le vamos a hacer. ¿Por dónde te parece que empecemos? –
pregunta Atienza.
- En principio, estimo que deberíamos centrarnos en el vigilante muerto
para cerrar esa línea de investigación lo más rápido posible porque no creo que
dé mucho de sí, y así poder dedicarnos al robo del contenido del furgón que
considero que es la parte mollar del caso. ¿Te parece?
- Totalmente de acuerdo, pero antes tendremos que lidiar con los tocahuevos
de los periodistas que son peores que una fístula en el trasero.
El asesinato del vigilante de
seguridad ya fue noticia en los telediarios del día anterior, pero el robo del
furgón blindado no mereció un solo titular, se hablaba de ello en la letra
pequeña de las informaciones que narraban el suceso. La valoración de lo
sucedido ha cambiado rápidamente. No se sabe cómo, pero alguien ha debido
filtrar la información de que lo realmente importante en el caso es lo que
llevaba el furgón. Dos canales de televisión y un periódico de ámbito nacional
se han hecho con la primicia. Inmediatamente aparece la noticia en los
informativos de las cadenas televisivas, siempre más ágiles que los medios
escritos. Se habla, sin dar muchos más detalles, de que el vehículo
transportaba una colección artística de incalculable valor al ser única en el
mundo. Los reporteros atosigan a los inspectores con sus preguntas y estos se
escudan en que la señora jueza ha declarado secreto del sumario, pero son
conscientes que esa postura no podrán mantenerla por mucho tiempo. Saben que en
una sociedad libre los ciudadanos exigen estar informados y la realidad de
cuanto ocurre no se les puede hurtar excesivamente.
El nuevo interés de los medios por
lo que comienza a llamarse “El robo del Museo de América”, o “El robo del siglo”, como dicen los más
populistas, ha supuesto para el viejo Ponte que su nombre y hasta su foto
aparezcan por primera vez en los medios, algo inusual en su monótona vida. Uno
de los avispados periodistas de Canal 5 se ha enterado que el único testigo del
caso vive al final de Hilarión Eslava, casi esquina con Cea Bermúdez. Como no
ha podido averiguar el número del edificio ha ido mirando en los paneles de los
telefonillos de los portales y en los buzones hasta que lo descubre. Llama al
equipo de grabación y los cita en la cafetería Rionegrito enfrente del
domicilio del viejo. Mientras llegan sus compañeros, sin pensarlo dos veces,
sube al piso y llama. Quien abre la puerta no es el viejo sino su hija Clara
que, como vive en la puerta de al lado, se pasa con frecuencia a casa de su
padre. Cuando el reportero explica el motivo de su visita se topa con la
radical negativa de la hija de que su padre sea entrevistado. El comisario le
ha aconsejado que rehúyan a los medios, solo les traerán problemas.
El periodista no desiste, lo que
hace es preguntar al portero de la finca contándole que es un antiguo conocido
del señor Ponte, de cuando trabajaba en Iberdrola. El portero le dice que casi
todos las mañanas el viejo saca a pasear a su nietecillo y suele llevarlo o al
Museo de América, sitio que después de lo ocurrido no cree que vuelva a pisar,
o al parque infantil de Los Jardines de San José de Calasanz, ubicados en un
reducido espacio entre las calles Joaquín María López, Gaztambide y Andrés
Mellado. El reportero recoge a la gente de su equipo y se desplazan a los
jardines a esperarlo. En un primer momento, el viejo se niega a contarle nada
al periodista, pero éste insiste. Cuando el reportero le comenta que el
reportaje saldrá en todos los telediarios, que lo van a ver en media España y
que se va a convertir en un personaje famoso, al viejo le puede más la vanidad
que la prudencia y accede a que le graben. Solo pone una condición: que no
saquen a su nieto.
- No se preocupe, señor Ponte, no pensábamos hacerlo. Está prohibido sacar
a los menores de edad. Ahora bien – al periodista se le acaba de ocurrir algo
-, sería un magnífico final del reportaje el que le grabáramos yéndose usted
del parque empujando el carrito del bebé. A esa secuencia la titularíamos algo
así como: El hombre que se enfrentó a los atracadores del Museo de América
paseando a su nieto.
- Pero entonces saldría el niño – recela el viejo.
- No, en absoluto. Haríamos una toma, un primer plano de usted llevando el
carrito, con lo que la capota del carro ocultará al niño del que no se le verá
ni un pelo. Le doy mi palabra.
- No sé, no sé – el viejo no parece muy convencido -. Igual a mi hija no le
gusta que aparezca el crío.
- Le reitero, señor Ponte, que del chaval no se va a ver nada, solo el
carricoche.
El viejo vacila, pero al final accede. Y
vuelve a repetir lo que ya ha contado varias veces a la policía hasta que, otra
vez, su vanidad le juega una mala pasada.
- Y les diré algo que no se lo he contado a nadie, ni a la policía. He
vuelto a reconstruir muchas veces lo que vi y, sin estar seguro al cien por
cien, juraría que uno de los asaltantes podría ser una mujer que iba disfrazada
de hombre. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy.
El reportero abre unos ojos como
platos. ¡Una mujer! Ninguna de las fuentes que maneja ha dicho nada de que
hubiese una mujer entre los asaltantes. Si lo que cuenta el viejo es cierto
tiene en su poder un scoop
formidable. La primicia hará feliz al director de informativos de la cadena que
últimamente le ha estado puteando. Tiene que seguir tirando del hilo de ese
ovillo que el viejo acaba de poner en sus manos.
- Cuente, don Manuel, cuente – el informador le ha ascendido el
tratamiento.