-Te explico, Luis. Hará unos dos años me
enamoré de un chico de San Martín de Trevejo que se llama Julio Carreño, y le
he prometido que me voy a casar con él. Mi madre cree que Julio es un muerto de
hambre por lo que está empeñada en casarme con alguien que sea lo contrario,
que tenga fincas, ganados y duros a espuertas. Y esos pretendientes que me
busca, que además suelen ser unos palurdos de cuidao, son los que me quito de
encima lo antes posible. Como creí que tú eras uno de ellos pensaba hacer lo mismo,
pero puesto que te portaste desde el primer momento muy correctamente pensé que
era justo corresponderte. Hasta hoy. Una tercera visita son muchas visitas y por
eso te estoy explicando cuáles son mis sentimientos. No puedo salir más veces
contigo porque le prometí a Julio que guardaría su ausencia mientras estuviera
en la mili, y es lo que pienso hacer. Por tanto, puedes volver al pueblo
cuantas veces quieras, pero no cuentes que te vuelva a acompañar. Y si madre te
invita a comer, yo estaré en la mesa pero como si no estuviera, mi cabeza y mi
corazón estarán en otra parte.
Luis ha estado escuchando atentamente la
explicación de Consuelo. Cuando habla es para poner en solfa lo del noviazgo
con Julio.
-Tu madre me ha dicho que no estás ennoviá
con nadie. Vamos, que no tienes novio formal.
-Mi madre puede decirte lo que le venga en
gana, pero la que manda en mi corazón soy yo y si digo que tengo novio es
porque lo tengo.
-¡Vaya, mucho debe valer ese
Julio pa que estés tan enamoriscada! Y sin embargo, por lo que me han contao
gentes de Plasencia que le conocen, el mañego no es ninguna perita en dulce.
Más bien es un balarrasa, un viva la Virgen que nunca ha hecho na de provecho.
Se dedicaba a contrabandear por la Raya, los
civiles lo tenían fichao y si no lo metieron en el trullo fue porque parece que
su madre tiene mano con la Guardia Civil. Y por si fuera poco, se jugaba hasta
las cejas en las timbas de la Raya y
tenía deudas a troche y moche. Y es verdad lo que dice tu madre, no tiene donde
caerse muerto. Por no tener ni siquiera tiene casa propia, en la que vive con
su madre es propiedad del ayuntamiento de San Martín. Toda una joya, vamos.
-Todo lo que dices es cierto, o mejor lo
era. Desde que anda conmigo ha cambiado y no es el mismo. Ya no va por la Raya, está en paz con los civiles, ha
dejao de jugar y no tiene ninguna deuda. Y sí, sigue sin tener fincas ni duros,
pero tiene mi palabra de casamiento.
-Razón tienen al decir que hay ojos que se
enamoran de legañas.
-Julio es muy aseao y no tiene legañas.
-Veo
que te ha dado fuerte, bonita, aunque esa enfermedad puede curarse con el
tiempo. De todas formas, te doy las gracias por haberte sincerao. No todas las
mujeres se atreven a hablar con tanta franqueza.
-Las gracias te las doy a ti por haber
tenido la paciencia de escucharme. Y no tengo más que decir. Supongo que esto
es el adiós definitivo.
-¿Y por qué lo supones?
-Porque ya te he contao lo que tenía que
decirte. Espero que lo hayas entendido y que nos despidamos como amigos, pero
esto se acabó.
De pronto, parece que Luis se ha convertido
en el hombre de las mil preguntas retóricas.
-¿Y qué es lo que se acabó?
Consuelo comienza a desesperarse ante la
contumacia del placentino.
-O me he explicao muy mal o eres duro de
mollera. Que se acabó lo de salir conmigo, lo de pasear por el pueblo y hasta
lo de mostrarte las posesiones familiares. ¿Lo entiendes ahora o te lo digo en
castúo? –Consuelo se ha puesto chula.
-Perdona, Consuelo, pero me da la impresión
de que la que no lo entiendes eres tú. Si volví fue porque me pareció que eras
una mujer de las que rompieron el molde cuando te hicieron y esta conversación
me lo ha confirmao. Y te vas a llevar un chasco, pienso volver a Malpartida
cuantas veces me venga en gana, y después de esta charla pienso aprovechar todas
las ocasiones que tenga pa hablar contigo, pa rondar tu casa, pa comer en ella
cuantas veces me invite tu madre… Y algo más importante, no era un pretendiente
cuando llegué, pero si lo soy ahora.
El desconcierto de Consuelo es inenarrable,
la respuesta de Luis la ha dejado aturdida, es lo que menos podía esperar.
-Pero… ya te he dicho que estoy enamorada.
Sí vuelves vas a perder el tiempo miserablemente. A buen seguro que en
Plasencia encontrarás chicas más guapas, más simpáticas y que te pondrán mejor
cara desde el primer momento en que les digas una sola palabra.
-Es posible. En Plasencia se me tiene por un
buen partido, pero a mí me gustan las mujeres que lo ponen difícil y tú eres de
esas. Por eso, no te voy a decir adiós. Y que te quede claro: no me rendiré sin
presentar batalla.
Desde que Julio Carreño incumplió su promesa
de que iría a la merienda dominical, Agustín García no ha vuelto a dirigirle la
palabra. Se han cruzado varias veces por la ciudad, pero el extremeño ha
ignorado a su paisano. Al mañego eso le ha dolido, pero no se ha atrevido a
interpelar a su amigo, es consciente de que Agustín tiene motivos más que
sobrados para estar enfadado con él. Un día intentó dialogar con su compañero, pero
este le paró los pies de forma contundente.
-Agustín, quería explicarte…
-No ties que explicarme na y tampoco quiero
escucharte. Los hombres que se visten por los pies solo tienen una palabra y
cuando la dan la cumplen. A ti las palabritas te sobran, ties muchas, pero no
cumples ni una. Y los que hacen eso no son hombres, son cagabandurrias –Y sin
dar posibilidad alguna de que Julio replicara, siguió su camino.
Puesto que con los compañeros de la oficina,
pese a que se llevan bien, no ha acabado de empatizar, lo cierto es que Julio
no tiene auténticos amigos. Ha salido algunas veces con el albaceteño encargado
de la biblioteca de Capitanía, pero ha terminado cogiéndole tirria por un
motivo bien pueril, el chico habla con un tono muy nasal lo cual, y Julio no es
capaz de justificarlo, le molesta profundamente. También ha establecido buena
relación con los hermanos Salinas, dos gemelos de Calasparra, realmente majos.
Lo malo que tienen es que, quizá al ser mellizos, forman una especie de unidad
que no necesita de adheridos y en ocasiones en que ha salido con ellos ha
terminado dándole la impresión de que estaba de más, a pesar de que siempre le
tratan con afabilidad. Y hay otra cuestión: los gemelos son dos tipos bien
plantados, y entre su porte y el gracejo de su habla murciana genera que algunas
palmesanas se los rifen, lo cual para alguien que les acompañe y que ha de
guardar la ausencia de su novia es tan peligroso como arrimar una yesca
encendida a un barril de pólvora. Precisamente, en esta mañana otoñal, pues
noviembre ya está mediado, en el quiosco donde almuerza la tropa de Capitanía,
los Salinas están comentando que se han ligado a cuatro chavalas, todas ellas
peninsulares que trabajan en varios hoteles de la ciudad, y que necesitan dos
tíos que les acompañen el siguiente domingo para que todas las mozas tengan
pareja. Le están insistiendo a Julio porque, al parecer, una de ellas es
extremeña.
-Nos dijo que era de Trujillo, ese pueblo es
de tu tierra, ¿no? –pregunta Alberto que es el mayor de los gemelos.
-Pues sí, es un importante pueblo de la
provincia de Cáceres donde, por cierto, nació Francisco Pizarro, el hombre que
conquistó el Imperio Inca.
En tanto, en Malpartida Consuelo tiene que
lidiar con el inesperado problema causado por la contumacia de Luis el vaquero.
El chico dijo que no se rendiría sin presentar batalla y está cumpliendo su
palabra. Todos los domingos, sin faltar uno, espera a la señora Soledad y a su
hija a la puerta de la iglesia parroquial de San Juan Bautista, al término de misa
de doce. Y se repite la misma escena: le pide permiso a la madre para
acompañarlas hasta casa, la señora Soledad le invita a almorzar, el chico
acepta y durante las comidas, a la que continúa asistiendo la tía María, se
monta un coloquio a tres porque Consuelo sigue sin participar. Hasta ahí todo
parece que vaya de acuerdo con los intereses maternos, pero al finalizar las
comidas las cosas se tuercen. Consuelo pone todas las excusas que se le van
ocurriendo para no acompañar al placentino a dar un paseo, a pesar de las
persistentes peticiones de su madre que en ocasiones se pone al borde del
mandato imperativo. Cuando se llega a una situación límite, sorprendentemente
quien trata de calmar las exigencias del ama de casa es el joven vaquero.
-Señora Soledad, por favor, no insista, se
lo ruego. Si Consuelo dice que no se encuentra bien no es cuestión de forzarla,
podría ponerse peor. A lo mejor, el próximo domingo está mejor y podemos dar
ese paseo.
Ante intervenciones así, Consuelo se
encuentra atrapada entre la espada de las exigencias maternas y la pared de los
apoyos que le proporciona Luis. Con lo cual, tratarle con malos modos se le
hace cuesta arriba. Y una forma de agradecer el comportamiento del vaquero es
cambiar la manera de tratarle cuando están fuera de la vigilancia materna. De
ahí que, en los paseos que finalmente dan algunos días, la joven se preste de
buena gana al diálogo con el placentino.
-¿Sabes una cosa, Luis?, con la de veces que
hemos comido juntos y todavía no sé cómo te apellidas.
-Campos Simón. No son apellidos de alcurnia,
pero estoy orgulloso de ellos. Tanto la familia de mi padre como la de mi madre
fueron siempre gente honrada, trabajadora y seria. Por cierto, hablando de
apellidos, ¿te has dado cuenta, Consuelo, que si tuviéramos hijos posiblemente
alguna broma les gastarían con los suyos? Se apellidarían Campos Manzano.
-No somos na y tú ya estás hablando de
hijos, desde luego lo que es imaginación no te falta.
-No somos na porque tú no quieres…, pero eso
puede cambiar.
-Anda, Luis Campos, no lo estropees, con lo
bien que íbamos.
-Perdona, Consuelo, tienes toda la razón.
Olvida lo que he dicho. Hablemos de otra cosa.
PD.- Hasta
el próximo martes en que, dentro del Libro I de Los Carreño, publicaré el episodio
30. La
patrona de infantería