Ante el exabrupto de su madre, Andrés no se atreve a protestar, pero la que salta como una tigresa herida es Concha.
-¡Mamá, no puedes mandarle eso a Andrés! Con lo que le ha costado y las cosas que ha tenido que hacer para conseguir los comestibles, ahora no puedes ordenarle que los devuelva. Solo piensas en ti y en tu odio a los rojos, ¿pero te has parado a pensar en nosotros?, ¿cuánto hace que en esta casa no se hace una comida decente? –Al oír los gritos, los dos pequeños entran en la cocina-. Mira a Ángela, se le pueden contar las costillas, ¿y sabías que Froilán se come hasta la piel de las patatas? Y no solo es la comida, es no valorar el esfuerzo que ha puesto Andrés para ayudar a los demás, para hacer realidad lo que siempre nos habéis enseñado: que la familia es lo primero.
Julia está tan estupefacta del arranque de genio de Concha que es incapaz de responder. La joven, que es agua mansa y la que tiene menos genio de todos sus hijos, convertida en una furia que arremete contra ella. Ante el silencio de la madre, la joven prosigue su diatriba.
-Ni puedes ni debes someter tus prejuicios en contra del bienestar de la familia, el tuyo inclusive. ¿Crees que no sabemos que, cuando dices que no tienes hambre, es para que los demás podamos comer más? ¿Crees que no nos damos cuenta de que te quitas la comida de la boca para dárnosla a nosotros? Y ahora toda esa generosidad, que nunca podremos pagarte, la echas a la basura por no aceptar unos alimentos que proceden de una organización roja. ¿Y qué importa que sea roja, azul o amarilla?, lo que importa es que por unos pocos días podremos recordar los tiempos en que comer no era importante porque en la mesa había de todo. ¿Te parece que papá hubiera rechazado esas golosinas? Pero si el pobre Froilán está salivando desde que ha visto la tableta de chocolate. Sabes que te digo, que tú, si quieres, no los pruebes, pero estos comestibles no salen de esta casa, ¡como que me llamo Concha!
Julia ha llegado al límite de su aguante, sale de la cocina dando un portazo y se refugia en su habitación donde su llanto se enseñorea del cuarto. Llora y llora como si las puertas del pantano de sus sentimientos se hubiesen abierto de par en par. ¿Qué he hecho?, se pregunta, ¿estoy perdiendo a mis hijos?, ¿cómo es posible que Concha, mi Concha, haya podido hablarme de esa manera? La guerra tiene la culpa, hasta de que los hijos se revuelvan contra los padres. Y, desconsolada, sigue llorando como una magdalena. Unos golpecitos en la puerta la obligan a secarse los ojos.
-Mamá, soy Concha.
-Pasa.
Concha entra en la habitación y, antes de que su madre pueda hablar, le dice con voz contrita:
-Mamá, me debiste coger en un mal momento, porque ya sabes que no suelo comportarme así. Te pido perdón.
-Todos tenemos malos momentos, hija, pero ya lo he olvidado. Tampoco yo estuve muy allá gritándole de mala manera al pobre Andrés, no tendría que haberlo hecho. También a él le pediré perdón.
-Te lo agradecerá mucho, mamá. Está muy preocupado y deberías dejarle que te explique la manera como consiguió los alimentos. Y tranquila, no se ha hecho comunista ni nada de eso.
La reconciliación entre madre e hijo es, si cabe, más emotiva que la de Concha.
-Bueno, hijo, pelillos a la mar. Cuéntame cómo has conseguido hacerte con esos comestibles.
Andrés ha preparado una historia ad hoc para su madre porque sabe que la verdad no puede contársela.
-Verás, mamá, la semana pasada llegó al pueblo un coche con milicianos del Comité Antifascista de Torrelavega, que tienen fama ser de gatillo fácil. La mayoría de los vecinos se metieron en casa y otros huyeron al campo por lo que apenas si encontraron gente con la que hablar. Habían venido a enterarse si en el pueblo quedaban fachas. Como yo no tengo miedo y andaba por la calle, me pararon, comenzaron a hacerme preguntas y les respondí a todo. Eran unos pardillos, les conté un montón de trolas y se las tragaron enteritas. Resulta que uno de ellos era el encargado del Socorro Rojo, que en aquel momento yo no sabía qué era, y me dijo que la siguiente semana volverían a socorrer a las familias que fuesen comunistas o socialistas y que estuviesen pasando necesidades. Entonces se me ocurrió decirle que una de ellas era la mía.
-Qué atrevido fuiste, hijo, qué atrevido y qué valiente –le jalea Julia.
-Hoy ha venido el camión del Socorro Rojo al mando del encargado de Torrelavega. Les he llevado a las casas de algunas familias con fama de ser rojas o, al menos, republicanas, y les han dejado paquetes de alimentos. El encargado me ha dicho que los últimos paquetes eran para nosotros. Como sabía que tú estabas en la cooperativa y Concha ayudando a la señora Eugenia, me he arriesgado a traerlos aquí. Menos mal que, cuando lo del señor Bermejillo, retiramos del aparador las fotos familiares y las estampas de las Vírgenes. Y eso es todo. Ah, los repartos de víveres los hacen quincenalmente, por tanto dentro de quince días tendremos más comida.
-Eres más que atrevido, hijo. ¿Y qué pasa si ese encargado se entera de quiénes somos de verdad? Igual hasta te pueden fusilar.
-¡Qué va, mamá! Le he caído bien a Eulogio, el encargado, y estoy convencido de que aunque se entere no me hará nada
-El diálogo se ve interrumpido por la llamada de Concha.
-A la mesa, que hoy cenamos de verdad -Tras la cena, que les ha sabido a manjar celestial, y mientras Julia está en la cocina recogiendo los cacharros, Concha musita a su hermano:
-No le habrás contado la verdad.
-¿Crees que estoy loco?, le he largado una historia de las que le gustan. Luego te cuento.
-Si llega a saber que el encargado del Socorro Rojo se llama Eulogia, no sé si te lo perdonaría. De todas formas, has nacido de pie, en unos minutos has pasado de villano a héroe.
PD. Hasta el próximo viernes en que, dentro del Libro IV, Las Guerras, de la novela Los Carreño, publicaré el episodio 50. Problemas en la retaguardia