El tercer domingo de octubre es el Día del Domund y por el pueblo anda un grupo de jovencitos, con sus huchas en forma de cabezas de negrito y chinito, pidiendo una limosna para las misiones. El Ayuntamiento ha montado una mesa en la que se centraliza lo recaudado por los diversos postulantes y que presiden las esposas de las distintas autoridades. Como una forma de agradecer la colaboración de tan distinguidas damas, la corporación ha organizado por la tarde un baile privado en el salón de plenos. Dado que veladas así son muy escasas, las señoras se han puesto de tiros largos y se las ve radiantes. No hay orquesta, pero sí una gramola con algunos de los discos más oídos en los últimos tiempos. Se escucha a Concha Piquer, la gran dama de la copla, cantando Ojos verdes y Tatuaje. Antonio Machín, con su melodioso deje cubano, canta Angelitos negros y Mira que eres linda. El engolado timbre de Jorge Sepúlveda entonando Mirando al mar. Los pasodobles como Francisco Alegre y Doce cascabeles son los que tienen más éxito. Y desenfadadas canciones, como Yo te diré y Mi vaca lechera, son coreadas por la mayoría de las invitadas. El ambiente es distendido y amable. Buena parte de las parejas que bailan son de mujeres puesto que no todos los maridos saben bailar o tienen ganas de hacerlo. Uno de los más bailones es Rafael Blanquer, ha sacado a la pista a casi todas las esposas de sus compañeros de corporación, comenzando por la señora alcaldesa. Con la única que no ha bailado ha sido con su mujer que, con gesto contrariado, está sentada en un rincón de la sala.
Gimeno, que está de cháchara con Marín y Lapuerta, no pierde de vista
las maniobras de Blanquer. Algo se le encoge muy adentro cuando ve que Rafael
invita a Lola a bailar, pero no dice nada y sigue aparentando escuchar lo que
cuentan sus compañeros.
- Lolita – Rafael sigue empeñado en llamarla
por el diminutivo-, ¿sabes cuánto tiempo hace que no te tenía entre mis brazos?
Claro que Lola lo sabe, le podría decir el año, el mes, el día y hasta
la hora en que por última vez le ciñó el talle, pero se hace la desmemoriada.
- Ha llovido mucho de eso. No me acuerdo.
- En cambio, yo lo recuerdo como si hubiese
sido ayer. Te juro que he intentado borrarte de mis pensamientos, pero no lo
consigo. Cuanto más tiempo transcurre con mayor intensidad revivo los momentos
que pasamos juntos. Es como si mi memoria se negase a olvidarte.
- No seas falso, Rafa. Si tanto me echabas de
menos no te hubieses casado con Pepita.
- Y me he arrepentido un millón de veces de
haberlo hecho. Cometí la mayor estupidez de mi vida y bien que lo estoy
pagando. Y ahora que te tengo tan cerca es cuando me doy cuenta de lo imbécil
que he sido.
Lola
nota que un turbión de encontrados sentimientos brota por todos los poros de su
piel. Antes de que se le note demasiado intenta cambiar de conversación.
- No he tenido ocasión de decírtelo, pero me
disgusté mucho, más por ti que por mí, cuando los paniaguados de la Fiscalía de
Tasas no encontraron pruebas de que se hacía contrabando en el humedal de
Benialcaide.
- Bah, no te preocupes. Para mí fue todo un
gustazo poder ayudarte. Lo volvería a hacer mil veces que me lo pidieras.
Aunque… - el hombre duda -, me gustaría preguntarte algo: ¿por qué aquella
denuncia no la puso tu marido, hubiese sido lo natural, no?
- Tendría que haber sido así, pero mi marido
no tiene lo que hay que tener y en cambio a ti te sobra – y Lola vuelve a
cambiar de tema, no quiere ahondar en la cuestión de la fallida denuncia -. El
otro día alguien me comentó que tu madre andaba algo pachucha, ¿cómo está?
- Un poco tocada del estómago, tiene una
úlcera y hay temporadas que le da mala vida. Precisamente mi madre siempre me
repite que soy el mayor culpable de sus males por los muchos disgustos que le
he dado. Y por cierto, también suele decir que si me hubiese casado contigo
otro gallo me cantaría.
- No, si al final va a resultar que te
casaste con Pepita porque tuviste un mal día.
- Un mal día quizá no, pero una pésima
temporada, eso, seguro.
Termina la pieza y Lola, tras saludar a su acompañante con un amago de
sonrisa, vuelve a sentarse junto a las demás esposas. Rafael ha seguido
contemplándola con descaro. José Vicente ha de hacer un esfuerzo titánico para
que no se le note la ira.
Al
día siguiente del baile, Lola, como al desgaire, pregunta a su marido:
- ¿Arreglaste lo de la jubilación de mamá?
- Vaya, se me olvidó. Perdóname. En cuanto
tenga un hueco la gestiono.
- No te preocupes. Comprendo que estás muy
ocupado. Olvídate de ello, ya me encargo de buscar a alguien que la tramite.
- No, Lola, si no me cuesta nada.
- Ya lo sé, pero déjalo de mi cuenta. Al fin
y al cabo se trata de mi madre.
Unos
días después, José Vicente descubre que cometió un error al no atender con
presteza el requerimiento de su esposa.
- Lola, esta tarde tengo poco trabajo. Dame
los papeles de tu madre y les echaré un vistazo a ver qué hay que hacer para tramitarlos.
- Ya encargué que los tramitaran.
- ¿A quién?
- A la gestoría de Blanquer.
- Ah, bueno.
A
Gimeno se lo llevan los demonios, pero comprende que ya es tarde. La culpa es
suya por no haber prestado más atención a la petición de su mujer. Lola no le
ha contado toda la verdad a su marido, todavía no encargó a la gestoría
Blanquer la tramitación de la jubilación, pero sí piensa hacerlo esa misma
tarde.
El
habitual gesto displicente de Rafael se transforma en una cálida sonrisa al
verla entrar.
- ¡Qué sorpresa, Lolita, tú por aquí! ¿A qué
debo el honor de la visita?
- Buenos días, Rafa. Es una visita
profesional. Vengo a ver si podrías gestionarme los papeles de la jubilación de
mamá.
- Por supuesto, faltaría más. Pero siéntate,
por favor, no estés de pie. ¿Traes la documentación?
Esa
primera entrevista tiene un tinte marcadamente profesional. Blanquer se limita
a preguntas relacionadas con la tramitación de la solicitud y no hace ninguna
alusión a cualquier otra cuestión. Lola sale de la gestoría, a la que había
acudido con cierto nerviosismo, tranquila por la corrección con la que la ha
tratado Rafael y, a la par, un tanto decepcionada porque esperaba otra clase de
acogida. Recuerda, como si fuese ayer, el apasionado tono con el que le habló
cuando el baile del Ayuntamiento. Y ahora, ¿por qué esa aparente atonía?
En la
segunda ocasión que Lola visita la gestoría, la actitud y el tono de Rafael
cambian por completo. Es otro.
- Antes que nada, Lolita, permíteme decirte
que no estás más guapa porque es imposible.
- ¿Eso se lo dices a todas tus clientas?
- ¿Quieres la verdad? Lo digo a la mayoría –
confiesa un sonriente Rafael -. Con una pequeña diferencia, que en tu caso lo
digo de corazón. Me sigues pareciendo la mujer más apasionante del mundo.
- No has perdido la labia, eh. Lo que son palabras
nunca te faltaron, pero una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace.
- Estoy dispuesto a demostrarte con hechos lo
que haga falta. Ponme a prueba.
- ¿Se puede saber qué hay que probar?
- Algo tan sencillo como verdadero, que sigo
estando loco por ti.
Más
que las palabras a Lola le impacta la sinceridad que parece haber tras ellas.
- ¡Por Dios, Rafa! Te recuerdo que estás
casado y eres padre.
- De acuerdo, ¿y qué? Que esté casado no
presupone que esté enamorado de mi esposa.
- Entonces, ¿por qué te casaste si no la
querías?
- Porque me obligaron mis padres.
- No ofendas mi inteligencia diciendo
falsedades de ese calibre. Te lo ruego. ¿Desde cuándo cumples lo que tus padres
te mandan? Si no les hacías caso ni cuando eras un chaval.
Rafael, en un arranque de aparente sinceridad, le cuenta la aventura que
tuvo con Esperanza, aquella chacha de Valencia, dando una versión que poco
tiene que ver con lo que ocurrió. Querían obligarle a casarse porque la chica
afirmaba que estaba embarazada, pero sus padres consiguieron que no se llevara
a cabo la boda sobornando a la familia de la muchacha. Al final resultó que no
existía tal embarazo, que todo había sido un montaje para pescarle, pero quedó
en deuda con sus padres, por eso cuando estos le propusieron que se casara con
Pepita, en un momento de debilidad dio su consentimiento. Pese a todo, nunca se
la tomó en serio y mucho más cuando la conoció mejor, pero resultó que la niña
de los Arnau, que no era tan tontorrona como parecía, le sedujo y se las
arregló para que la preñara.
-…y con un crío por medio no tuve más remedio
que casarme. Llevé al altar a una mujer que no me decía nada y tuve que dejar a
la que quería con toda mi alma… y a la que sigo queriendo. Esa es la historia
de mi vida y lo que más me reconcome es que sé que todo es culpa mía.
- La verdad, no sé si creerte.
- Que me muera ahora mismo si lo que te digo
no es cierto. Solo quería que lo supieses. Sé que no puedo esperar nada de ti.
Estás casada y tienes una niña que creo que es tan preciosa como la madre. Me
conformo con que sepas lo que siento por ti.
- No sé si creerte, Rafa – repite Lola con
mucha menos convicción de la que trata de aparentar.