El viejo cambia otra vez de postura, ya no sabe de qué lado ponerse. Mira el despertador, son las siete treinta. Casi debe faltar una hora para que salga el sol, piensa. Intenta volver a dormirse, no hay manera. Aburrido, se levanta. Se pone la bata, entra en el baño y lava con agua las gafas que luego seca con una gamuza. Echa una larga mirada a la imagen que le devuelve el espejo.
- Otro día
más, Manolo – le dice en voz alta a la imagen.
En el saloncito, a la vez comedor y sala de
estar, toma del cestillo donde se amontonan los medicamentos una pastilla de
fenofibrato, a su edad hay que mantener el colesterol a raya. En la minúscula
cocina prepara un desayuno poco convencional. Saca un break del frigo y vierte
caldo de cocido en un cazo que pone a calentar en la cocina de gas. En un plato
sopero echa un chorrito de fino y añade dos cucharadas de arroz basmati ya
cocido. Casca un huevo crudo y lo bate en el plato. En vez de sal espolvorea la
mezcla con una pizca de pimienta molida, también hay que controlar la
hipertensión. Cuando hierve el caldo, lo vierte en el plato y luego desmenuza
una rebanada de pan integral. Ha concluido la primera parte de su peculiar
almuerzo. La segunda empieza calentando en el microondas un bol de café con
leche, cuando lo saca le añade dos cucharadas soperas de cereales y un puñadito
de pasas. Con la parsimonia propia de los ancianos, al terminar tan singular
refrigerio pone los cacharros que ha usado bajo el grifo y luego los guarda en
el lavavajillas. Se lava los dientes y se vuelve a meter en la cama, ni
siquiera se ha quitado el pijama. Coge el ordenador portátil que tiene en la
mesilla de noche y lo abre. Mira el ángulo inferior derecha, donde están la
hora y la fecha.
- Veintidós
de octubre del dos mil quince. Hoy
cumples ochenta años y diez días, Manolo. Quien iba a decirte que durarías
tanto – se dice, otra vez en voz alta. Desde que falleció su esposa y vive
solo, han pasado ya diez años, suele hablar en alta voz a menudo. Es algo que
le sigue sorprendiendo. Ni él mismo sabe por qué lo hace. Alguna vez ha pensado
que debe hacerlo para escuchar algún otro sonido que no sea el de la tele.
La primera web que abre es la de la Agencia Estatal
de Meteorología para ver el tiempo previsto. Hace muchos años que tiene esa
costumbre. Más de una vez ha pensado el porqué de esa manía si toda su vida ha
trabajado bajo techado, quizá sea la huella de una infancia transcurrida en un
pueblo agrícola donde sí importaba saber el tiempo que iba a hacer. Luego, se
dice: ¿qué diario toca hoy? Ah, sí, El País. Entra en Mozilla y luego en Kiosco,
hace clic y se despliega la portada del rotativo madrileño en su versión on line.
- A ver qué
desastres nos cuentan hoy – dice una vez más en voz alta.
La noticia central a tres columnas es: El PSOE subirá los impuestos a las grandes
empresas. Bueno, piensa, eso es vender la piel del oso antes de cazarlo.
Antes tendrán que ganar las elecciones, pero la propuesta me parece bien,
mientras no nos lo suban a los jubilados a las grandes empresas que les den,
son las que más ganan y las que menos impuestos pagan. La segunda información
dice: El escándalo del 3 % alcanza de
lleno a Más y a la Generalitat, y un subtítulo: Detenidos el tesorero de CDC y el director de infraestructuras catalán.
Y luego decían, comenta para sí, aquello de que España nos roba y los que se
llevaban la pasta a Andorra los tenían bien cerquita. En la foto central de la
portada aparecen Putin y El Asad avanzando por un pasillo con gesto resuelto. Ya
veremos cómo termina lo de Siria, se dice, porque entre el ruso y el sirio no
sé quién es menos demócrata. Hay otra foto mucho más pequeña en la que aparece
Villar, el presidente de la Federación Española de Fútbol, su título es: La FIFA también investiga a Villar. La
mierda ha llegado hasta el fútbol, piensa, y es que la codicia no tiene límites
ni respeta nada. No sé adónde vamos a llegar.
- Bueno,
pues prensa leída – dice. La frase le evoca otros tiempos, allá por la década
del setenta, de cuando era lector del Ya por las mañanas y de El Pueblo por las
tardes. Tras la desaparición de ambos rotativos toda una peripecia por distintas
cabeceras: El País, Diario 16, El Mundo; terminó siendo lector de ABC, lo que
en algún momento le llevó a pensar que cuanto más viejo más conservador se
estaba haciendo. La prensa de papel dejó de existir para él cuando sus hijos le
convencieron de que sería más práctico usar el ordenador que acababan de
regalarle y leer la prensa en versión digital, sentado cómodamente en la cama,
que es lo que ha terminado haciendo. Al principio leía varios medios hasta que
se fue cansando y reduciendo su número. En una segunda etapa terminó leyendo
solamente un par de periódicos y ahora, hace ya más de tres años, está en la
tercera fase: salvo que haya noticias extraordinarias, solo abre un periódico
al día y se limita a ojear la portada. Lo hace por ese orden: El País, El Mundo
y ABC. Hay días que le echa una mirada al Marca y muy de tarde en tarde abre
algún periódico de provincias o algún digital. Alguna vez se ha dicho que como
haya una cuarta etapa consistirá seguramente en no abrir ninguno. Le da en la
nariz que, más pronto que tarde, llegará a esa fase.
Cerca de las diez cierra el ordenador, se
levanta de la cama y se arregla. Hoy es jueves y tiene dos importantes
obligaciones en su laxa agenda semanal: por la mañana, pasear un rato a Julio,
su segundo nieto, que acaba de cumplir siete meses. Y por la tarde, jugar la
reglamentaria partida de dominó con sus amigos de tertulia, otros tantos
jubilados como él.
- Papá, no
vayas muy lejos que tengo hora con el pediatra a la una y media – le informa su
hija Clara cuando le entrega su retoño. Padre e hija viven puerta con puerta.
- Pienso ir
al Museo de América que es un lugar tranquilo y está cerquita.
El viejo, conduciendo el aparatoso carrito
del niño, sale de casa, casi al final de Hilarión Eslava, y tuerce hacia Cea
Bermúdez hasta la plaza de Cristo Rey, la bordea por el lado en el que está la
Fundación Jiménez Díaz, buscando el sol, y desciende un trecho por la avenida
de los Reyes Católicos hasta la entrada que da paso, hacia la derecha, a las
urgencias de la Clínica de la Concepción. Allí lo que hace es girar a su
izquierda y pasar delante de un señero edificio que para él sigue siendo el
Instituto de Cultura Hispánica, pero que ahora ostenta el pomposo nombre de
Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, la AECID en
el laberíntico mundo de las siglas. Un poco más y está ante otro edificio mucho
más grandioso que el anterior: el Museo de América. Fin del trayecto.
Al llegar a la recoleta explanada delante
del museo, el anciano arrima el cochecito al murete que bordea la entrada a las oficinas.
Es un lugar abierto y soleado. Otro aspecto que le gusta es la tranquilidad,
los visitantes del museo no suelen ser muy numerosos, quizá porque está en un
sitio apartado y al que solo se puede acceder a pie; si se quiere hacerlo en
coche ha de ser en taxi o en autobús para las visitas en grupo.
-
Bueno, Julito – solo utiliza el diminutivo cuando está a solas con su nieto, su
hija se empeña en que hay que llamarle por su nombre tal cual -, ahora te vas a
portar bien y te duermes aunque solo sea un ratito, así el abuelo podrá leer
tranquilo.
El viejo echa una ojeada a su
nieto, al fin se ha dormido y podrá descansar un rato, calcula que unos
veinticinco minutos, antes de que se despierte y tenga que volver a pasearlo
hasta la hora que le ha marcado su hija. Está cansado y le duelen un tanto los
pies. Nunca fue un buen andarín y los años comienzan a pesarle. Pese a ello,
piensa que no puede quejarse, el tren inferior todavía resiste y aún camina
erguido, aunque el ritmo de sus pasos es bastante más pausado que antaño. Pone
el freno al coche y se sienta en el murete. Saca un libro del bolsillo, “La
larga marcha” de Rafael Chirbes, y lo vuelve a guardar, no tiene ganas de leer.
Cada vez tiene menos ganas de todo.
- Condenada vejez – refunfuña -, al final te cansas de todo.