martes, 15 de julio de 2025

28. “El masover”. La cabra murciana

 

 

   El verano del 31 se presenta pleno de expectativas venturosas para el recién iniciado en el azaroso camino del bachillerato. Zaca se ha marcado una serie de metas que espera lograr antes de que comience el curso 31-32. Uno de sus objetivos es aprender a montar en bicicleta. Los velocípedos, como los llamaron al aparecer, al ser relativamente baratos, son uno de los medios individuales más populares en un pueblo en el que los desniveles, salvo la zona del Calvario, son prácticamente inexistentes. E igual ocurre en su término municipal. Aprender a manejar la bici marca uno de los hitos que todo niño torreblanquino ha de superar para pasar a otra etapa de su desarrollo. Y Zaca está dispuesto a conseguirlo.

   En casa solo hay una bici, la de padre; un armatoste de hierro que pesa un quintal y a la que no llega a los pedales si va sentado en el sillín, pero lo remedia como hacen los demás niños de su edad: pasando una pierna por debajo de la barra transversal para alcanzar el pedal del otro lado y correr con el cuerpo inclinado a la izquierda y la bici a la derecha. No es una forma cómoda de montar en bici, pero es como los chiquillos suelen comenzar en el pueblo, donde son contados los que poseen bicicletas infantiles, y Zaca no es uno de ellos. Una vez superó el aprendizaje, hasta se atrevió a subir a Pedrito, pero la experiencia fue un desastre, pues ambos hermanos dieron con sus huesos en el suelo; afortunadamente, el incidente se saldó con varias magulladuras y algún que otro moretón, pero no pasó a mayores. Eso sí, se ganaron una buena reprimenda de madre que, para que el castigo no fuera mayor, ocultó la caída a padre.

    Mientras el primogénito de los Clavijo, con su proverbial tenacidad, va logrando nuevas metas, en el tiempo que ha durado la construcción de la vivienda de los dueños del Mas del Canònge, la señora Paca y su hija Paquita han ido con frecuencia a la Fábrica, sobre todo a por agua para que los albañiles la mezclen con arena y cemento para la confección del mortero. Puesto que Paca ha vivido siempre en el Mas, está ayuna de los usos y costumbres de los pueblos. Cuando Rosario descubre esa carencia, y como la masovera le parece una buena persona, se impone introducirla en las prácticas y rutinas de la sociedad local para que pueda integrarse más fácilmente en ella. Paca, que no es culta pero sí intuitiva, se da cuenta del papel que ha tomado la llumera y no se lo comenta, pero se lo agradece de corazón. Hechos así generan que lo que comenzó siendo una relación amistosa entre ambas mujeres derive hacia una ligazón cada vez más estrecha. Incluso han llegado a la etapa del tuteo. Esa naciente amistad entre las dos matronas, así como la vecindad, dan pie a que los Clavijo hagan continuos favores a los Villalonga. Uno de los más significativos fue a raíz de la conjunción de dos factores: que la construcción avanzaba rápida, y que los días invernales eran cortos y los albañiles seguían trabajando tras la puesta del sol, por lo que empleaban quinqués en el interior de la vivienda que solucionaban parcialmente la falta de luz. Enterado de ello, el llumero dijo a la señora Paca que podía ofrecerles una solución mejor: tender un cable desde la Fábrica que, salvando el vano de la calle San Antonio, proporcionara, de forma provisional, electricidad a la vivienda, y que al ser una conexión pirata les saldría gratis. Pese a las reticencias iniciales, la señora Paca acabó aceptando la oferta. El propio llumero se encargó de hacer una instalación de fortuna en el interior de la vivienda para que unas desnudas bombillas iluminaran el trabajo de albañiles, carpinteros, fontaneros y demás oficios. Cuando los masoveros quisieron pagarle la esquemática instalación, el señor Zacarías sólo les cobró el coste del material y se negó en redondo a recibir una sola peseta por su trabajo.

   A estos favores de buenos vecinos y amigos, los masoveros han correspondido ofreciéndoles muestras de sus cosechas y ganados. Que si un capacho de patatas que este año la cosecha ha sido muy buena, que si una docena de huevos, que si una liebre cazada por los charnegos de la masía, que si un tarro de miel de romero, que si un par de botellas de aceite de algunos de sus olivos centenarios, que si unas codornices que han cazado en el parany, que si un queso de cabra de su ganado…, y cuando es la matanza de los tres cerdos que sacrifican a lo largo del año nunca falta una muestra de las longanizas, chorizos  morcillas, magro y tocino, así como alguna porción de lomo o de panceta. Rosario, en principio, se negó a recibir los regalos, más por el qué dirán que por convicción, pero acabó aceptándolos ante la insistencia de la masovera que reiteró que favor, con favor se paga.

   En esa hornada de mutuas dádivas nunca ha habido dinero por medio, ni siquiera se ha mencionado. Cada parte obsequi[CM1] a a la otra, gratis et amore, lo que está en su mano ofrecer, sin que ello suponga merma alguna de su modo de vida. Y al tiempo, ambas familias se benefician del trueque de donativos. Y así, la despensa de los Clavijo, que había mejorado notablemente gracias a las aportaciones en especies del escrivent, se colma aún más de alimentos que contribuyen de forma notable a la mejora de la dieta familiar[CM2] . Y, mira por donde, la vida de los Clavijo ha empezado a cambiar, se han puesto más recios, están mejor nutridos y sus semblantes han adquirido una tonalidad más risueña. Lo que es hacer tres comidas diarias abundantes y sabrosas.

  Hoy, en su casi diaria visita a la Fábrica, la masovera ha visto a Rosario irritada. El motivo es que se le ha retirado la leche antes de destetar a su último hijo y no tendrá más remedio que comprar diariamente dos litros del blanco líquido hasta que se produzca el destete total. Un gasto más que añadir a los cotidianos. Paca, que conoce bien las estrecheces económicas de los Clavijo, aparece unos días después con un inesperado presente. Arrastra tras ella una robusta cabra, con unas ubres tan llenas que casi rozan el suelo, y  tras la cual una asustadiza cabritilla no se separa de la madre. Lo de la cabra desconcierta a Rosario que mira, alternativa y perpleja, al animal y a la masovera sin saber qué pensar. Hasta que Paca se explica:

   -Os traigo esta cabra, de raza murciana, y que da una cantidad de leche increíble para un animal de este tamaño. Con ella, Chimet tendrá asegurada su ración de leche diaria y en cuanto la cabritilla deje de mamar y, si la alimentáis bien, hasta os sobrará leche para los demás niños o para hacer queso, manteca y cuajada.

   -Paca, una cosa es que nos regales una docena de huevos, un queso o una cesta de tomates, ¡pero una cabra! Eso no es un regalo, es… -Rosario no encuentra la palabra para calificar la dádiva, por lo que acaba la frase como puede-, es la de Dios.

   -No se trata de fardar, Rosario, pero la última vez que el encargado del ganado hizo el recuento del rebaño de cabras que tenemos, contó unas ciento cuarenta. Como comprenderás una más o menos no supone nada.

   A pesar de la explicación de la masovera, Rosario se resiste a aceptar el regalo pero, acaba asumiéndolo cuando  Paca insiste que lo hace para que al crío no le falte la leche, no sea que vaya a criarse raquítico o pueda enfermar.

   Sorprendentemente, lo de la cabra murciana acarrea más consecuencias de lo que parecía al principio, pues enseguida se plantea el problema de como alimentarla. Los Clavijo barajan tres posibles soluciones: la más barata, pero que exige más tiempo, es llevarla a pastar por los alrededores de la Fábrica; otra, es recolectar hierba o comprarla; la tercera es una combinación de las dos anteriores. Puesto que los ingresos familiares siguen siendo los justos, desde el primer momento se impone la primera opción: habrá que sacar a pacer al animal que eso no cuesta dinero. Lo que provoca otro problema: ¿quién lleva la cabra a los pastos? La composición familiar deja reducidos a dos los posibles candidatos: Zaca o Charito, Pedrito es muy chico. Cuando los padres cuentan a sus dos hijos mayores el dilema que se les presenta, el primogénito se pone como una hiena.

   -Yo no puedo sacarla, pues tengo que estudiar y encima mi labor de escrivent, al ser cada vez más solicitada, me da más trabajo aún. No tengo tiempo ni para rascarme.

   A su vez, Charito arguye que:

   -Pues yo, además de ayudar a madre en las tareas de casa, estoy aprendiendo corte y confección y a bordar a máquina con la señora Laura, la amiga de la tía Paca la Francesa y, además, lo de pastorear es trabajo de hombres.

   Curiosamente, la última razón es la que más pesa en la solución que adoptan los Clavijo: será el primogénito quien deberá encargarse de que el animal y su cría salgan todos los días a pacer, y complementarán su dieta comprando de vez en cuando alfalfa, cultivo muy extendido en el pueblo. Tras las consabidas protestas, más hechas en atención a su ego que pensando en que puedan servir de algo, a Zaca no le queda otra que apechugar con la nueva tarea. Al principio lo hace renegando y con malas caras, pero pronto se da cuenta que la ocupación le viene bien a su carácter: es un trabajo solitario, tranquilo y, al tiempo que los animales pastan sujetos a una larga cuerda, tiene tiempo para estudiar o leer una novela del Oeste, que tanto le gustan. Y hay otras consecuencias beneficiosas para el chico: la más importante es que descubre el valor de la organización, si uno organiza bien el factor temporal y su aplicación a las tareas a realizar resulta que hay tiempo para todo. Otra consecuencia es física: los diarios paseos tonifican sus piernas, las musculan -falta les hacía- y acaba teniendo un tren inferior que tiene poco que envidiar al de los chicos que antes se burlaban de él por lo patoso que era corriendo. Sus caminatas al aire libre y los tirones que ha de dar a la cabra para que le siga o no se meta en los campos cultivados inciden en su capacidad respiratoria, su caja torácica se ensancha y deja de ser el tipo enclenque y frágil que era. También descubre que en sus correrías puede hacer nuevos aportes a la despensa familiar: recolecta caracoles y cabrillas, busca espárragos silvestres, te de roca, brotes tiernos de verdolaga, cardillo o hinojo para preparar ensaladas, y cuando se desplaza a la marjalería caza ranas, tortugas y hasta anguilas. Además, en una tierra de regadío con abundancia de frutales siempre encuentra alguno cuyas frutas están en sazón. Zaca, al principio, recogía los frutos caídos que de otro modo se iban a pudrir, pero acabó cogiéndolos del árbol sin plantearse que técnicamente está robando. Finalmente, incluso acrece su léxico, vocablos que desconoce o que conoce, pero no sabía emplearlos, han dejado de ser algo ignoto: ribazo, tocón, injerto, caprino, ubres, forraje, campero y un largo rosario de nuevos vocablos. Hasta ha aprendido a ordeñar, mal que bien, la cabra y a veces se da sus buenos tragos de leche cruda antes de devolverla al corral. Lo que a sus padres ya no les viene tan a cuento es la compra de alfalfa para que el animal esté bien alimentado y proporcione la suficiente cantidad de leche.

   Sólo hay una cosa de su nueva ocupación que fastidia a Zaca: que sus amigos se burlan de él y a veces, para chincharlo, le llaman el cabrero, y cuando le dicen que está como una cabra acaban añadiendo como una cabra…murciana. Y el asunto no queda ahí, como se ha corrido la voz de lo de la cabra, algunas personas, que se aprovechan de su habilidad de escrivent, modifican este apelativo llamándole el escrivent de la cabreta. Con la de sobrenombres que ya tiene, lo que le faltaba, otro mote más. No hay nada que hacer, es mi sino, se dice. Y todo por llamarme como me llamo. ¡Padre!, ¿por qué te empeñaste en ponerme Zacarías? Con la de nombres que hay y tuviste que ponerme el tuyo.

 

PD.- El próximo martes publicaré el episodio 29, de la novela “El masover”, titulado: La abuela Julia

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