La sorpresa de Sergio al encontrarse con Francisco, el hombre que le ofreció su primer trabajo, resulta un tanto forzada.
- ¡Señor Francisco, qué sorpresa! La de tiempo que hace que no le veo – Miente. Le avergüenza confesar a su anterior patrón que le ha visto otras veces, pero ha eludido su encuentro. – Siento haberle molestado.
- Hombre, tampoco es eso. Una cosa es que tuviera que despedirte y otra que guarde mal recuerdo de ti, que no es el caso. Fuiste uno de mis operarios más solventes y, después de Dimas, el mejor capataz que tuve.
- Hombre, tampoco es eso. Una cosa es que tuviera que despedirte y otra que guarde mal recuerdo de ti, que no es el caso. Fuiste uno de mis operarios más solventes y, después de Dimas, el mejor capataz que tuve.
- ¿Cómo está Dimas, sigue en el tajo o también se jubiló?
- Ahora está prejubilado, el año próximo, que cumplirá los sesenta y
cinco, se jubilará.
- Ya me enteré de que tuvo que cerrar la empresa.
- ¡No me quedó otra que echar el cierre por la puta crisis de los
cojones! Hice un ERE y luego otro y otro hasta que nos quedamos solamente Dimas
y yo. En ese momento vi que aquello no tenía remedio, pacté con él su
prejubilación y cerré el chiringuito. Y ahora, ya me ves, de jubilata como aquí
el amigo Lisardo. ¿Te acuerdas de él?, llevaba las subcontratas de los
alicatados en los buenos tiempos.
- Claro que me acuerdo, ¿qué tal, señor Lisardo, cómo está?
El viejo encoge los hombros en
un ademán que puede significar cualquier cosa, pero no abre la boca.
- Bueno, Sergio, ¿y qué haces ahora, cómo te va?
- Como me ha de ir, señor Francisco, de pu… - El joven se corta - pena.
No es que no haya trabajo es que por no haber no hay ni chapuzas.
- Sí que está la cosa jodida, sí, pero eres joven y tienes toda la vida
por delante, algo te saldrá. Además, tú tenías estudios y eso siempre ayuda.
Por cierto, la última vez que vi a mi sobrina Verónica y pregunté por vosotros
me contó que Lorena estaba de camarera en un merendero de Benialcaide, ¿sigue
allí?
- Echa horas allí los fines de semana, pero no tiene nada más. ¿No sabrá
usted de algún curro?, estoy dispuesto a trabajar de lo que sea, lo mismo de
instalador que en cualquier otra faena.
- Ya te digo que estoy de pensionista y todos los que conozco del oficio
han cerrado y se han jubilado como yo, otros están en la lista del paro o han
echado a todo el personal que tenían. El último que ha enviado al INEM al
oficial y los dos peones que le quedaban ha sido el Salvador, ¿te acuerdas de
Salvador?, el Millonario solíamos llamarle. Así está el patio.
Lisardo, al fin, abre la boca para preguntar a
Sergio:
- ¿Qué quieres tomar, una caña o un vino?
- Un vino me apetece más, pero voy a tener que decirle que no. Casi no
he comido nada desde que me levanté y con el estómago vacío me puede sentar
como un tiro.
- Hombre, eso tiene solución, al vino se le puede acompañar con un
bocata de algo - apunta el señor Francisco que, sin pensárselo dos veces, llama
al camarero y encarga otras dos cañas, un tinto y un bocadillo de calamares que
allí los hacen muy ricos.
Mientras llega el camarero con
la comanda, los dos jubilados contemplan a hurtadillas a Sergio. Todavía es un
hombre joven, pero los sinsabores y una vida desordenada comienzan a pasarle
factura. Pese a todo, su cara conserva un aire como de buen chico, de alguien
en quien se puede confiar, de ser una persona que, pese a que la vida lo haya
corneado, todavía conserva una cierta aura de la ingenuidad y la nobleza de
cuando era adolescente.