El negocio de la venta de conejos que preparan los Clavijo no solo causa resquemor a Zaca e hiere su amor propio y su ego, sino que le suscita toda clase de dudas y no lo ve tan diáfano como parecen verlo sus padres. Aunque lo que más le atormenta es la vergüenza que va a pasar cuando sus amigos y conocidos le vean arrastrando el carricoche y pregonando la mercancía, él que es medio bachiller y que seguramente es la única persona del pueblo que conoce lo que significa lagomorfo. Pero todas sus protestas previas no han servido para doblegar a sus padres. No es cuestión de volver a replantearlas, por lo que, ante la pregunta de madre de si le queda alguna duda sobre la venta de conejos, dice lo primero que se le ocurre.
-¿Los conejos los elijo yo o los elige el comprador? –“Si es que hay compradores, piensa”, pues el muchacho tampoco está convencido de la viabilidad del negocio.
-Cuando voy a la compra yo soy la que elijo lo que compro, por eso creo que es mejor que lo elija el comprador –afirma Rosario.
-Mañana es el gran día, Zacarías –recuerda padre-. Y si no vendes, no será culpa tuya, será porque no hemos calibrado bien el negocio. Pero, salga como salga, la familia confía en ti y sabemos que lo harás lo mejor que sepas. Por eso estamos tan orgullosos de ti
-¿Por qué calle comienzo, por el Raval?
-Mejor que comiences por los últimos números de la calle Loreto y luego coges San Vicente, después bajas por San Cristóbal y terminas en la calle de L´Aljub. Ese recorrido calculo que te costará parte de la mañana. Luego te vuelves a casa. ¡Y qué Dios reparta suerte!, como dicen los toreros antes de pisar el albero –remacha el señor Zacarías, que no es que sea muy taurino, pero al que gusta emplear la rica fraseología del arte de Cúchares.
Al día siguiente, el muchacho, con la ayuda de madre, prepara el carro con las jaulas de conejos y una cesta con huevos y, con más vergüenza que un novicio, se lanza a la calle con el deseo de no tener compradores, así no tendrá que volver a repetir la payasada que va a representar. Como le indicó padre, ha empezado la calle Loreto por el final y, en el primer tercio de la rúa, se para, agita la campanilla y, con voz un tanto aflautada y escasamente potente, grita:
-¡Conejos, se venden conejos y huevos frescos! ¡También se cambian por frutos de las cosechas! –Lo ha dicho tan escasamente audible que tiene que repetirlo para hacerse oír.
Su llamamiento no parece que haya tenido ningún éxito porque la calle sigue desierta. “Es lo que pensaba -se dice-, lo de los conejos va a ser un fracaso en toda regla”. En ese momento, no sabe bien por qué, se acuerda de la abuela Julia –pues sabe que la idea partió de ella- y se dice que espera que padres no vuelvan a hacer caso a la entrometida masovera que no debería meterse donde nadie la llama. “Podría haberse quedado en su mas y no fastidiar a los demás”, piensa. En el segundo tercio de la calle, vuelve a detenerse y realiza el llamamiento con idéntico resultado: nadie abre la puerta, ni siquiera por curiosidad. A estas alturas, ya no tiene vergüenza sino alegría, porque su barrunto de que el negocio es un disparate se confirma. Esta va a ser su primera y última salida. Mejor que mejor. Al principio de la calle, torna a pararse, vuelve a pregonar la mercancía, ahora con voz más potente y dicción más clara. Nadie aparece, pero cuando va a retomar el carro, un portón se abre y una mujerona se le acerca, la reconoce, es la tía Felisa la Cabañuda, a quien le ha escrito algunas cartas para uno de sus hijos que hace la mili en Mallorca.
-Escrivent, ¿qué vendes?
-Conejos y huevos frescos, señora Felisa. También los cambio por frutos de las cosechas.
-Esos conejos, ¿los criais vosotros? –y, sin esperar respuesta, agrega-: ¿qué les dais de comer?
-Sobre todo alfalfa y hierba del Prat.
-¿Y dices que también los cambiáis? Uno, ¿cuántos kilos de boniatos me costaría?
-Diez kilos –pide el chico al buen tuntún olvidándose del baremo de trueques que tanto les costó elaborar.
-Si me lo dejas en ocho te compro uno.
-Bueno –acepta Zaca que no está hecho al regateo y que ni siquiera sabe si el trueque que le propone la Cabañuda es rentable.
El cambio se realiza en un visto y no visto. La tía Felisa entra en casa y al momento reaparece con un capacho terciado de boniatos que el muchacho ni siquiera pesa. La mujerona coge el conejo que le ofrece el muchacho y, sin pedir que lo despelleje, espera que el chico vierta los tubérculos en uno de los sacos, recoge el capazo y, sin mediar palabra, se vuelve a casa. La operación se ha desarrollado tan rápida que Zaca ni ha tenido tiempo de pesar el producto. “¡He vendido uno!”, se dice con cierto asombro. En cuanto se rehace, prosigue su marcha por la calle San Vicente donde, igualmente, solo ha tenido una posible clienta, pero que al oír el precio ha hecho una mueca negativa añadiendo:
-Un pesetó es mucho dinero para un conejo –Y ahí ha acabado el intento de compra. Zaca piensa que “dos pesetas tampoco son tanto”, pero se calla. El diálogo no es lo suyo.
Tras terminar San Vicente, baja por la calle San Cristóbal. Hacia algo más de la mitad, al oír el pregón sale una mujer de una tienda en la que venden alpargatas, zapatos y objetos de esparto y rafia. Zaca la conoce porque hace años fue vecina de los Clavijo en el Raval. La dueña de la tienda, Pilar la Catalana, se acerca y saluda al chico.
-Bon día, Sacarietes. ¿Desde cuándo vendes conejos? ¿Y a cómo son?
-Hoy es el primer día, señora Pilar. A dos pesetas. También los cambiamos por frutos de las cosechas.
-Me quedaría uno, pero me da grima matarlo y tanto o más pelarlo.
-Se lo puedo despellejar yo por el mismo precio.
Zaca entra en la alpargatería, encima de la cual está la vivienda de la señora Pilar. En la cocina, lleva a cabo su primer despelleje. Le cuesta más tiempo del que emplea en casa, pero consigue dar el animal limpio a la alpargatera, y se queda con la piel, pues la mujer no la quiere. Al final de San Cristóbal enlaza con la calle de L´Aljub, donde no vende nada, aunque un par de vecindonas se le han acercado a curiosear. “Dos conejos -se dice- y ni un solo huevo. Y he perdido toda la mañana para volver a casa con dos pesetas y medio capazo de boniatos. ¡Menudo negocio! No entiendo de comercio –piensa- pero no creo que este negocio pueda ser productivo. A ver qué dice padre”. El señor Zacarías tampoco está satisfecho con el resultado de la experiencia, pero quiere ser positivo y sentencia:
-Principio requieren las cosas. Y todo negocio comienza con un solo paso.
-Muy bien, Zaquita, muy bien – le anima madre, aunque también cree que el resultado del primer ensayo no es nada esperanzador.
Dos días después, el muchacho repite el proceso de venta, pero ahora el trayecto lo hace por la calle Moreres, la de San Jaime –también conocida como Camí d´Alcalá-, Sitchar y Santa Lucía. El resultado aún es peor que el día del estreno, solo vende un animal por el que le dan ocho kilos de patatas, y ha tenido que despellejarlo. Sin embargo, el chico vuelve a casa contento porque es consciente de que, si el ritmo de ventas sigue por el mismo camino, la experiencia no tendrá continuidad. Cuando llega a casa pone un gesto de abatimiento como si de verdad le pesara el fracaso. Peor cara pone padre cuando ve el magro resultado. “Así no vamos a ninguna parte”, piensa el señor Zacarías, pero se cuida de verbalizarlo, no quiere que el chico se desmorone. Madre trata de animar a sus hombres.
-Cuando he ido a la compra, en la carnicería de Rita la de Vinuesa, varias vecinas me han preguntado por lo de los conejos, querían saber lo de los trueques, que días vamos a venderlos, si los damos con piel o sin ella y muchos más detalles. Me da la impresión de que la gente comienza a interesarse por el asunto. Eso es buena señal.
La señora Rosario se ha quedado corta con el eco que la venta que patronea su primogénito ha causado en la población. La venta callejera de conejos es una de las noticias que está corriendo como la pólvora por los mentideros locales. En el pueblo ocurren pocas novedades y cuando surge una, por insignificante que sea, rápidamente es motivo de comentario, disección y análisis. Han bastado dos mañanas de salidas para que la mayoría de la población –especialmente las amas de casa- esté al cabo de la calle de la nueva actividad del fill major del llumero, también conocido como el escrivent y que ahora vende conejos por lo que es posible que le acaben llamando el coniller. Y, como suele suceder, a unos les parece bien y a otros mal, pero lo importante es que lo saben y más de una echa las cuentas de a cuanto le puede salir un animal teniendo en cuenta lo que puede ofrecer a cambio.
La tercera salida la realiza el muchacho recorriendo la calle del Mar –la vía más ancha del pueblo- y las callejas que se extienden a derecha e izquierda. De pronto, da la impresión de que la gente ha cambiado, porque solo en la calle que conduce al mar y en el llamado Camí de l´Estació, que lleva al apeadero del ferrocarril, son varias las vecinas que se arremolinan alrededor del carricoche de Zaca y algunas adquieren conejos y también huevos. Al final del recorrido el resultado del ingreso total se traduce en la recaudación de seis pesetas, y de cantidades varias de patatas, boniatos, almendras, tomates, algarrobas y dos litros de aceite. El muchacho ni se lo cree. Tiene una sensación agridulce: por un lado, está disgustado porque si las ventas continúan así, nadie le va a salvar de repetir las salidas; por otro, está emocionado al comprobar que la gente le trata como si fuera un adulto y no el niño que es. Quien más se alegra es el señor Zacarías que respira satisfecho: “De seguir con este ritmo de ventas – se dice- lo de los conejos puede ser el negocio que nos ayude a levantar la cabeza. No es que vayamos a salir de pobres, pero nos va ayudar a pagas facturas”. A su vez, la madre reza una jaculatoria: Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío, para que las futuras ventas sigan por el mismo camino.
En las siguientes semanas, la venta de conejos y huevos se estabiliza. El negocio es modesto, pero rentable para una economía tan endeble como la de los Clavijo. El éxito de ventas ha influido en Zaca que cambia de opinión sobre lo que ha dejado de ser una experiencia casi vergonzosa para convertirse en una actividad consolidada. Y también le influye en su talante: ha adquirido un cierto aplomo, es más desenvuelto, ha aprendido a regatear, se comporta como si fuera mayor de lo que es y no le importa en absoluto que muchas vecinas, en lugar de apelarle el escrivent, ahora le conocen como el coniller. Él, que tantos apelativos tiene, porque le llamen el conejero no se va a arrugar. Y, por curiosidad, cuenta todas las formas en que es o ha sido llamado: Zacarías, Sacaríes, Zaquita, Sacarietes, Zaca, Tete, escrivent, escrivent de la cabreta y, ahora, coniller. Total: nueve maneras de llamarle. No está nada mal para un chaval de doce años, que mide uno sesenta y poco, y es más bien canijo. El nuevo rol que ahora desempeña le está ayudando bastante más de lo que cree, pues le hace pisar el mundo real que poco tiene que ver con su universo literario e irreal. Está ganando aplomo, olvida falsas vergüenzas, aprende a ser menos hermético y más comunicativo y rebaja su grado de indecisión, pues el regateo le empuja a tener que decidir en escasos minutos. No lo percibe así, pero la experiencia le está ayudando a remodelar su talante y su personalidad. En definitiva, le ayuda a madurar. Y hasta ha aprendido a torear situaciones imprevistas como la que le ocurrió hace unos días. Estaba transitando por una calleja trasversal del Camí de l´Estació, cuando de una de las llamadas casas baratas salió una vecina a la que conocía de vista, la señora de Pla, que le hizo una peregrina propuesta.
-Sacarietes, ¿si te compro un conejo me escribirás de balde una carta para mi Enriquito?
-Perdone, señora Herminia, pero no es necesario que me compre nada para escribirle una carta. Lo puedo hacer esta misma noche, si le viene bien, pero le costará dos pesetas que es lo que cobro. Lo de comprar el conejo es aparte –una respuesta así habría sido impensable que la formulara el muchacho semanas atrás-. Entonces, ¿quiere el conejo?
-No, gracias. Te espero sobre las ocho. Ah, no hace falta que traigas sobre y sello, tengo.
A Zaca no le importa que le llamen coniller, sería mucho peor que le llamasen alfeñique, botarate, capullo, chiquilicuatre, gilipollas, mequetrefe, papanatas, soplagaitas, tocapelotas o zascandil. Y no te digo nada si le adjetivasen con alguno de los vituperios que coronan el muestrario del insultómetro de la lengua española: cabrón, mariconazo o hijoputa. Al lado de cualquiera de esos descalificativos, lo de coniller parece hasta respetable.
PD.- El próximo martes publicaré el episodio 43 de la novela “El masover”, titulado: La matanza