El viernes, al
llegar Sergio a La Fuencisla, así se llama el restorán en el que está empleado,
Constantino, el cabeza de familia de los Blanquer, le llama:
- Sergio, toma – le entrega un sobre -, ahí va una pequeña
gratificación por el trabajo que has hecho. De momento, no te necesitamos más.
Al llegar el verano ya sabes que la clientela baja y con la gente que tenemos
en la cocina nos apañamos. Cuando llegue el otoño volveremos a hablar.
- Pero señor Constantino – Sergio está desconcertado -, yo
creía que estaban contentos con mi trabajo y que si necesitan…
- Mira, Sergio, ya te lo he dicho, el problema no es como
trabajas, que lo haces bien, sino que no necesitamos un lavaplatos. Vete a ver
a Leo a la playa que a lo mejor te puede encontrar un hueco en la pizzería.
Leo Blanquer, que
conoce a Sergio desde hace años, se sincera:
- Supongo que a mi padre le ha dado corte decirte la verdad.
Tu puesto lo ha cubierto con un rumano que hace más horas que tú y que cobra
bastante menos. Es lo que hay. La crisis nos afecta a todos y hay que recortar
los gastos de donde se pueda.
- ¿Y aquí no tienes nada para mí?
- Lamentablemente, no. Estoy en la misma situación que en La
Fuencisla. Sorprendentemente el volumen de clientela no ha bajado de forma significativa,
pero la recaudación se ha desplomado. Se ha acabado lo de pedir vino de marca, tomar
unos aperitivos o lo de tarta de Santiago para todos. Ahora toman vino de la
casa, si no es una botella de agua, lo de los aperitivos ha pasado a la
historia y de los postres, suponiendo que sean cuatro lo mismo te piden una
copa de helado y cuatro cucharillas. El resultado es que la recaudación ha
bajado de un veinte a un treinta por ciento respecto a otros años. Por tanto,
hemos de ajustar hasta el céntimo. Si sé de algo, no pases cuidado que te
llamaré.
La pareja de
jubilados se ha convertido en una suerte de paño de lágrimas para Sergio. Les
cuenta lo que le acaba de pasar con su trabajo en el restorán, lo que le lleva
a formular una pregunta a su antiguo patrón:
- Señor Francisco, Bort no ha vuelto a llamarme desde el
trabajo de Benialcaide y le doy mi palabra de … – piensa que quizá hablar de honor no sea lo más indicado y cambia la expresión -, le juro que hice un buen
trabajo y así me lo reconoció al terminar, pero no ha vuelto a llamarme – se
repite.
- Lo sé, hijo, lo sé. No te ha llamado ni creo que lo haga
porque en tu lugar tiene a un moro, con unos papeles más falsos que un duro
sevillano, que echa el tiempo que haga falta y al que le paga mucho menos. Así
está el patio. No creas que Julio lo hace para ganarse unos duros de más. Le
pasa lo que a tantos. Para encontrar encargos tiene que ajustar mucho los
presupuestos y no le queda más remedio que bajar los costes todo lo que pueda, y
el moro le resulta más económico. Y aun así me consta que en alguna chapuza se
ha pillado los dedos al presentar un presupuesto demasiado ajustado.
- Hablando de trabajo – interviene Lisardo -, sé de uno,
pero el problema es que buscan a una mujer. A la abuela de unos vecinos míos le
ha dado un paralís y la han incluido en el programa de atención a enfermos
crónicos dependientes. Visto ese panorama, están buscando una persona que la
saque a pasear con el carrito que les va a facilitar la seguridad social. Salvo
los días que haga malo podría ser un trabajo bastante seguro. Por supuesto, ni
contrato ni papeles de ninguna clase, pero como he dicho ese puesto no te vale
porque quieren una mujer.
- Le podría valer a Lorena, señor Lisardo. Le aseguro que lo
haría muy bien. Es muy cariñosa con la gente mayor. Tendría que haber visto lo
bien que trataba al abuelo Andrés.
- Si quieres lo hablo con ellos.
La gestión de
Lisardo ha fructificado y Lorena se ha puesto en contacto con la familia de la
señora imposibilitada. Acuerdan un horario, ajustan el salario y precisan las
demás condiciones. Empezará en cuanto llegue la silla de ruedas. Pasan los días y la esperada llamada no llega.
- ¿Churri, no te parece que el carrito ya ha tenido que
llegarles?
- ¿Cuántos días hace desde que lo hablasteis?
- Hoy es…, pues mira, hace ya quince días.
- Desde luego, es tiempo más que suficiente para el envío de
una silla de ruedas. Se lo comentaré al señor Lisardo, igual sabe algo.
- No se lo comentes a nadie, lo más rápido es ir a la
fuente. Hablaré con la familia.
Así lo hace Lorena.
Su embajada es corta pues al poco tiempo vuelve a estar en casa con una cara
mucho más mohína de la que tenía antes.
- ¿Qué ha pasado? – la interpela Sergio.
- Que ya no me necesitan. Han encontrado a una ecuatoriana,
que a lo mejor ni tiene papeles ni nada que se le parezca, que hará el
trabajo por casi la mitad de lo que iban a darme a mí. No veas como los he
puesto, les he dicho de todo. ¡Cambiarme por una sudaca, menudos sinvergüenzas!
Una vez más Sergio
cuenta, a las únicas personas que le escuchan, el último revés sufrido.
- Ya sólo nos faltaba eso, que encima de que hay escaso
trabajo y mal pagado, el poco que hay se lo llevan los inmigrantes que se
contentan con lo que les den. A eso se le podría llamar competencia desleal.
- No creas que eso sólo ocurre ahora – comenta Francisco -,
antes de cerrar mi empresilla, de gente del país sólo tenía al Dimas y a un par
de peones de toda la vida, el resto eran moros y rumanos.
- Y a mí me pasó tres cuartos de lo mismo – asegura Lisardo
-. Y la causa también era la misma. Cobraban menos, echaban más horas y no
decían ni mú a ningún trabajo.
- Y luego se esponjan como un pavo real con lo de papeles
para todos. ¡Éramos pocos y parió la abuela! – concluye Francisco echando mano
de su inagotable repertorio de expresiones castizas.