Hora del recreo escolar.
Todos los alumnos salen al patio. Las niñas por su lado, los niños por el suyo.
En el descampado contiguo a la escuela, dos chavales se miran fijamente, parece
que estén esperando una señal para lanzarse uno contra otro. Se asemejan a dos
púgiles aguardando a que el árbitro dé la señal para que la pelea comience.
Aunque no se trata de un combate de boxeo, no llevan guantes ni están en un
cuadrilátero.
- Cara. Empieza Miguel - anuncia el chico que acaba de echar la moneda al aire.
- Cara. Empieza Miguel - anuncia el chico que acaba de echar la moneda al aire.
El aludido, con gesto
enérgico, pone el pie derecho delante del izquierdo. Su oponente hace lo mismo.
Lentamente van colocando un pie delante del otro y aproximándose hasta que, a
punto de tocarse, uno de los contrincantes planta la puntera de su alpargata
encima del pie adelantado del adversario.
- Justino elige primero - manifiesta el que lanzó la moneda.
- Justino elige primero - manifiesta el que lanzó la moneda.
Los chiquillos forman un corro
rodeando a los dos compañeros que se han jugado a pies la posibilidad de elegir
primero. Cada uno de ellos es el líder de los equipos que van a jugar su
cotidiano partido de fútbol. Alternativamente, cada capitán va escogiendo
jugadores. Primero eligen a los más hábiles, después a los más fuertes y al
final a los torpones.
- … y Nico – vocea Miguel. No queda otro. Otra vez me toca cargar, piensa, con ese canijo que encima es un tuercebotas.
Ambos conjuntos se posicionan
y comienza el encuentro. No hay árbitro ni jueces de línea, ni están trazadas
las rayas divisorias del campo de juego, las porterías están marcadas con dos
montoncitos de piedras y la cancha es un descampado. A la casi treintena de
chavales les da igual: lo importante es jugar y tienen poco más de veinte
minutos para ganar y así poder burlarse de sus rivales, al menos hasta el
partido del siguiente día.
Suena un silbato y el
juego se interrumpe. Los muchachos se agrupan en filas y uno tras otro van
entrando en el edificio junto al que han estado compitiendo. Las puertas de las
escuelas se cierran. Comienza la segunda sesión de la mañana, hoy toca
enfrentamiento entre romanos y cartagineses.
Días después Ricardo Poveda, director del grupo
escolar del pueblo, pasea inquieto por la plaza, está nervioso. Hoy viene el
inspector de primera enseñanza a girar visita al centro docente. No le conoce,
pero le han contado que es muy estricto y exigente, un hueso, vamos. Por eso
Poveda ha tomado una resolución con la que espera ganarse el favor del
inspector: ha implantado como libro de texto la enciclopedia escolar de la que
es autor Martínez Fraile. El cambio de manual le ha costado una buena trifulca
con alguno de sus colegas, especialmente con su compañero Fulgencio, que no se
ha cortado un pelo en calificar el libro recién seleccionado como un bodrio
didáctico que, en su opinión, no es más que un refrito mal cocinado de la
enciclopedia cíclico-pedagógica de Dalmáu Carles, que es la que se ha usado
siempre en las escuelas locales y con la que todos estaban contentos. Además,
la enciclopedia de Dalmáu está encuadernada en cartoné con lomo de tela, que es
la encuadernación que mejor resiste los malos tratos que dan los chavales a los
libros y, lo que es más importante, cuenta con unos cuatrocientos grabados que
la convierten en un material muy apto para el aprendizaje en primaria. En
cambio, la de Martínez Fraile tiene una encuadernación más feble y los grabados
que presenta no solo son pobres sino que están horrorosamente dibujados. Ricardo
rebate a su compañero con un argumento fulminante:
- Todo lo que dices es cierto, Fulgencio, pero a Dalmáu Carles no
le vamos a ver nunca por aquí y en cambio Martínez Fraile es nuestro inspector.
En el autobús que cubre
la línea Valencia-Senillar, llega el inspector. Es un hombre recio,
relativamente joven aunque luce abundantes canas. Ricardo, pese a que no lo ha
visto nunca, le localiza inmediatamente: es el único de los pasajeros que se
han apeado del coche de línea al que no conoce y también el único que lleva
sombrero. El maestro se identifica:
- Buenas tardes. Soy Ricardo Poveda, maestro-director del Grupo
Escolar José Antonio. Supongo que es usted el señor inspector don Anselmo
Martínez.
- Buenas tardes. Sí, soy el inspector. ¿Dónde están los demás
maestros?, ¿en la escuela? – el tono del funcionario es seco y cortante.
Las preguntas y la
sequedad del inspector desconciertan a Poveda y le ponen mucho más nervioso de
lo que ya estaba.
- Usted perdone, pero de la Delegación Provincial no dijeron nada
de que los maestros le tenían que esperar. Si lo hubiéramos sabido habrían
estado todos aquí, no lo dude. Y en la escuela tampoco están, la sesión de la
tarde acaba a las cinco y son las siete y pico. Ahora que si quiere les mando
aviso y en un periquete estarán todos donde usted diga.
El inspector desiste de
reunirse con el magisterio local y le pide a Poveda que le acompañe a la
pensión en la que va a pernoctar. El maestro vuelve a sentirse incómodo cuando
tiene que informar a su superior de que en el pueblo solo hay una pensión que
no es nada lujosa, pero ha comprobado que va a disponer de una habitación
estupenda, muy limpia y soleada y con toda la ropa de la cama nuevecita. En
cuanto a la cena, será un honor para él y su esposa tenerle como invitado.
Durante la cena el
inspector parece ablandarse un tanto y suaviza su hosco semblante y su cortante
expresión. Y llega a sentirse más cómodo cuando Poveda, aprovechando un
resquicio, deja caer en la charla de sobremesa que fue alférez provisional. Don
Anselmo termina contando a la pareja parte de su vida. Le cogió la guerra en un
pueblo de la provincia de Huesca, donde tenía su plaza de maestro, se enroló
como voluntario en el ejército nacional y a los pocos meses hizo el curso de
alférez provisional. Apenas si llevaba un mes de estampillado cuando fue herido
en la batalla del Ebro y pasó mucho tiempo en un hospital restableciéndose.
Cuando a principios del treinta y nueve fue dado de alta ya solo pudo
participar en parte de la campaña de Cataluña. Terminó la contienda como
teniente provisional y cuando dudaba en si seguir la carrera militar o volver
al magisterio le ofrecieron el puesto de inspector de primera enseñanza y
estaba muy contento de haber aceptado porque la educación era su auténtica
vocación. Poveda tampoco pierde la ocasión de deslizar en la conversación que
su enciclopedia es la que se emplea en las escuelas del pueblo con lo que
consigue que el inspector acabe definitivamente de mostrar su lado más amable.
Al día siguiente, Poveda
recoge al inspector y le acompaña al grupo escolar. Tanto los maestros como los
niños han sido debidamente aleccionados ante la llegada del ilustre
funcionario. Las visitas de los inspectores se dan muy de tarde en tarde y hay
que conseguir que se lleven una buena impresión de la formación y la disciplina
de los alumnos. El inspector, siempre acompañado por Poveda, entra en las
clases con la invocación de:
- Ave María purísima.
- Sin pecado concebida – corean todo los alumnos puestos en pie -.
Buenos días, señor inspector.
- Buenos días, niños.
El inspector departe un
poco con cada uno de los maestros. Procura mostrarse amable aunque a veces se
le escapa su natural arisco, lo que aumenta el nerviosismo de los docentes que,
en más de una ocasión, contestan embarulladamente a las preguntas de su
superior. Tras intercambiar unas palabras con el maestro que está al frente de
cada clase, el inspector efectúa algunas preguntas a los alumnos que éstos
contestan lo mejor que saben.
Al llegar a casa, al
chaval le falta tiempo pare referir a su madre la visita del inspector.
- Madre, esta mañana ha estado el inspector de las escuelas.
¡Estábamos todos más nerviosos que un flan! Hasta don Fulgencio parecía
estarlo. Y sobre todo cuando comenzó a preguntarnos.
- ¿Y qué preguntaba?
- No me acuerdo de todo, pero de muchas cosas. A mí me preguntó si
sabía quién era El Ausente. Me dio mucha rabia decirle que no lo sabía.
- ¿Y quién es ese señor si puede saberse?
- No es un señor, El Ausente es José Antonio, el fundador de la
Falange. El inspector nos contó que, como durante la guerra, no se sabía muy
bien lo que le había pasado, y para evitar la desmoralización de las milicias
falangistas, se le empezó a llamar así.
- Igual el señor inspector no sabe una cosa relacionada con José
Antonio: su padre, don Miguel Primo de Rivera, pasó un día por el pueblo y se
paró a charlar con el alcalde y unos
vecinos que se acercaron a saludarle. Tu abuelo Nicolás, que fue uno de ellos,
contaba que era un hombre muy campechano. ¿Te lo había contado antes?
- No, madre, pero usted tampoco sabía quién era El Ausente.
- Pues no, ya te he dicho que no lo sabía. Por eso tienes que ir a
la escuela, para que aprendas cosas como esa y no ser un ignorante como tus
padres.