martes, 11 de marzo de 2025

”El masover” 10. A la mar ens anirem…

   Agosto corrobora su fama canicular y en el verano de 1930 el bochornoso calor es asfixiante. La casa de los Clavijo hace honor al nombre de su calle y es un auténtico horno pues, como está orientada a poniente, toda la tarde el sol calienta la fachada y la casa se caldea como si fuera un horno de leña. Encima, la vivienda no tiene aberturas a otros puntos cardinales, por lo que no se producen corrientes de aire y acaba la jornada convertida en una verdadera sauna. A ello se suma que a partir del veinticuatro de agosto comienzan las fiestas en honor de San Bartolomé, patrono de la población, y la calle Horno, desde la puerta de los Clavijo hasta la bocacalle con la plaza de Ramón y Cajal, se convierte en el corro de las reses bravas que se torean en el rudimentario coso en que se transforma la plaza en cuestión. Entre el insoportable calor y el hedor del corro de los cornúpetas, el final de agosto se hace inaguantable. Pero a veces, la vida hace regates impensables.

   El señor Zacarías llega, exultante, a casa.  

   -Familia, tengo una buena noticia que daros: nuestro buen amigo Miguel Escoí va a dejarnos la casita de Torrenostra, a partir del veintitrés, para que podamos bajarnos unos días a la playa.

   La familia recibe, alborozada, la noticia. Saben que la casita en cuestión es una planta baja con poco espacio, pero está ubicada en primera línea de playa, y entre estar un poco apretujados y sufrir la calorina que están pasando, la elección no admite dudas.

   -¿Y por qué a partir del veintitrés y no antes? –quiere saber madre.

   -Porque, como sabes, el veinticuatro comienzan las fiestas de agosto y la tía Adelina tiene que estar al frente de su tienda dels Quatre Cantons, dado que durante los días que duran los festejos las ventas se disparan y hay que estar con un ojo al mostrador y otro a los clientes.

   -¡Eureka! –grita Zaca, copiando la exclamación de uno de los héroes de tebeo. El chaval está doblemente contento porque, además de librarse del bochorno, le encanta la vida que suelen llevar en la playa, porque así es como suelen referirse en el pueblo a la pedanía marítima de Torrenostra 

    Paradójicamente, son contadas las familias torreblanquinas que bajan a la playa, ya que en la localidad se vive de espaldas al mar, pues lo de veranear se considera una rareza propia de la gente de ciudad. El cuidado de los campos no admite periodos sin prestarles atención. Además, como los labradores son sus propios patronos no hay nadie que les pague unas vacaciones. Y luego, pesa la tradición: generalmente, la gente solo baja al mar cuatro o cinco días al año, las festividades de Sant Pere, Sant Jaume, la Verge del Carme, la Mare de Déu d´Agost y poco más.

   En esas fechas, algunos cabezas de familia cubren su carro con un toldo, al que llaman vela, para resguardarse del inclemente astro rey, cargan a toda la familia y recorren la carretera de tierra de tres kilómetros que une el pueblo con la playa. No es raro que durante el corto viaje entonen alguna de las pocas canciones que hacen referencia a la playa. Quizás una de las más conocidas es la que dice: A la mar ens anirem, a veure les marineres, que cusen sense didal i tallen sense tisores. La canción retrata una realidad, pues les marineres –en otras costas conocidas como rederas- cosen las redes de pesca con una aguja que no necesita el contrapunto del dedal, y no precisan tijeras, pues cortan el hilo con los dientes.

   En cuanto las familias llegan a la playa, desuncen el mulo, y montan una especie de precario vivac en el cordón dunar de guijarros –lo que en el pueblo se llama codolar-, en cuyo centro harán un fuego con el que cocinarán la paella que comerán a mediodía. Toda la familia se mete en el mar, pero solo hasta donde el agua les llega a poco más de la cintura, pues casi nadie sabe nadar y sienten un atávico temor al ondulado azul cobalto. Los trajes de baño brillan por su ausencia: las mujeres se bañan vestidas con los visos que acaban pegándoseles al cuerpo. Los niños, en función de que tengan o no vello en sus partes pudendas, se meten desnudos o con calzoncillos, y los adultos llevan los clásicos calzones largos a rayas azules, grises o negras. El padre o uno de los hijos mayores suelen meterse en el agua con el mulo, en un baño que también sirve como desinfectante contra las garrapatas y demás parásitos de la acémila. Normalmente, esos veraneantes ocasionales no tienen ningún contacto con los habitantes de Torrenostra, ya que la gente del pueblo suele menospreciar a los marineros, puesto que se dedican a un oficio tan peligroso como la pesca, al hablar utilizan continuos términos náuticos que desconocen –responden a lo que escribió el poeta: el español desprecia cuanto ignora- y son tan pintorescos que juegan descalzos al fútbol. A media tarde recogen los bártulos, toman el camino del pueblo y hasta la próxima fiesta o hasta el siguiente verano. Para ellos, Torrenostra es como si estuviese en Marte.

   Cuando los Clavijo llegan al barrio marítimo  ya no queda ninguna de las pocas familias del pueblo que pasan unos días en la playa, pues todas han subido a disfrutar de las fiestas. A Zaca no le importa que no haya chicos del pueblo porque, en realidad, no tiene amigos, solo conocidos. Suele madrugar para hacerse cargo de sus dos hermanos y, generalmente, les lleva a dar una vuelta por los alrededores. La verdad es que no hay demasiados sitios donde ir, pues el poblado está formado por pobres casucas de una o dos plantas que ocupan las dos únicas calles: la que da al mar –San Juan- y la paralela –Cervantes-, en su mayor parte formada por corrales y patios trasteros al aire libre, y que en su parte posterior linda con el prado pantanoso, al que la gente llama el Prat-. Los días que van más lejos es cuando se aventuran hasta la Gola del Trenc, que es el canal que vierte al mar las aguas de la turbera y la marjalería.

   A partir de media mañana, y vigilados por madre que no los pierde de vista, los chiquillos tienen permiso para bañarse. La playa es de guijarros –o codols- y la arena solo comienza donde mueren las olas. El desnivel es muy suave, hay que recorrer bastantes metros para que el agua te cubra. Los chavales se dan chapuzones, hacen ahogadillas y torpes intentos de nadar, ya que nadie les ha enseñado. Llevan unos modestos maillots de una pieza y en cuanto salen calzan alpargatas para no lastimarse los pies con los guijarros.

   Después del almuerzo, las actividades son similares, aunque al atardecer hay una secuencia que gusta especialmente al primogénito de los Clavijo. Es cuando las modestas  barcas de los pescadores, alrededor de unas ochenta en su cenit–sin motor, solo impulsadas por la clásica vela latina o los remos-, arriban con la pesca del día. Como no hay puerto ni fondeadero donde atracar, las barcas han de vararse en la playa de codols. Para sacarlas se forma una hilera de personas que tiran de una gruesa estacha atada al espolón de la proa. A medida que se hala, debajo de la quilla se van poniendo traviesas con una ranura central engrasada con cebo para que la quilla resbale. Una vez varada la barca, los pescadores descargan las capturas del día que, en general, no suelen ser demasiado copiosas. Lo que más se pesca son molls, palaes, llangostins, polps, móllera, morralla, ratjaes, sepieta… En la temporada de paso a veces capturan atunes, que son los peces más grandes que Zaca ha visto, pues algunos llegan a pesar más de cien kilos. La mayoría de las capturas, tras pasar por el pósito de pescadores, las compran los dos mayoristas del pueblo: Lorenzo Barrachina y Pepe Teruel. A los chiquillos que, como el mayor de los Clavijo, ayudan a halar el cabo a veces los pescadores les dan un puñado de morralla o unas cuantas galeras, la generosidad es motivada porque tanto los alevines como los mentados crustáceos no tienen mercado.

   -Padre, ¡puedo hacerle una pregunta? –Zaca siempre respetuoso.

   -Dime.

   -Esta mañana he oído decir a unas marineras, que estaban remendando redes, que posiblemente terminarán yéndose a El Grao de Castellón. Y que no serán los únicos que lo hagan. ¿Por qué los marineros quieren irse de Torrenostra, si algunas familias parece que llevan varias generaciones viviendo aquí?

   -Seguramente tengan motivos que desconozco, pero hay uno e importante que sí te lo puedo explicar. Esta playa está poco resguardada frente al oleaje de los temporales. La única defensa que tiene es el codolar, pero cuando hay una dura borrasca el cordón de guijarros es impotente frente a la furia y el embate de las grandes olas y el agua llega a anegar las casas. En cambio, El Grao tiene puerto y las barcas están a salvo de los temporales. Esa es una causa más que suficiente para que haya familias que piensen en cambiar de residencia. Y, posiblemente, no todos vayan a El Grao, quizás algunos opten por irse a los puertos de Benicarló o Vinaroz.

   -Entiendo. ¿Y por qué no hacen un puerto aquí, que es donde hay mucha pesca? –Padre piensa que contestar una pegunta a su hijo, siempre presupone que habrá que responder a más. Se arma de paciencia y contesta.

   -Eso ya se pidió el año pasado. Una comisión de pescadores, acompañada por el alcalde don Eduardo París, visitó al gobernador civil con la petición de que se construya en la playa una dársena para que sirva de refugio a las embarcaciones pesqueras en los días de temporal.

   -¿Y?

   -El gobernador les dio buenas palabras, les dijo que lo consultaría con el ministerio de Fomento pero hasta el día de hoy ni flores.  El señor París me ha dicho que es pesimista.

   -Y eso, ¿qué supone?

   -Supone que quizás llegue un día que, en rigor, la gente no debería cantar lo de a la mar ens anirem a veure les marineres, porque no quedará ninguna. Y basta de preguntas.

   El señor Zacarías, al contrario que su tocayo de la Biblia, no posee el don de la profecía, pero…

PD.- El próximo martes publicaré el episodio 11 de la novela “El masover”, titulado: Els torreblanquins es diverteixen