La noticia hoy en España, la que abre todos
los noticieros televisivos y radiofónicos, así como la que figura en lugar
destacado en las portadas de la prensa escrita es que el
10 de noviembre volveremos a votar. Será la cuarta vez en cuatro años que a los
españoles nos convocan a las urnas.
Votar para elegir a los que te van a
representar en el parlamento, en España llamado Cortes generales, es una buena
señal de salud democrática, pero como decía Horacio en el término medio está la
virtud. Y cuando las votaciones son excesivas se devalúan y lo que debería ser
indicio de salud democrática se convierte en un preocupante síntoma de que algo
anda mal en la vida democrática de un país.
El hecho de que el presidente en funciones
del gobierno español, el líder más votado en las elecciones del
pasado abril, no haya sido capaz o no ha querido por cálculo político o vaya
usted a saber por qué conseguir una mayoría suficiente para formar gobierno le
señala como uno de los culpables de que tengamos que volver a las urnas. Pero
no es el único culpable, la culpabilidad hay que repartirla entre los líderes
del resto de partidos políticos con representación en la cámara, al menos
de los partidos con más peso político. Unos ni siquiera se han sentado a
dialogar y otros lo han hecho, pero en un diálogo de sordos. Todos han
demostrado ser unos perfectos egoístas, arrogantes e incapaces de cumplir con
su trabajo. Unos políticos que no se ganan su sueldo.
España es una democracia, es algo de lo que
no cabe duda, pero nuestros políticos la hacen muy imperfecta. Quizá sea porque
la inmensa mayoría de ellos son políticos profesionales desde su juventud.
Nunca han ejercido otros trabajos. Viven por, para y de la política; es decir, viven, y muy bien, a costa del
sudor de sus conciudadanos.
A esos políticos más que votarles habría que
botarles.