martes, 28 de octubre de 2025

43. “El masover” La matanza

   Desde que el primogénito de los Clavijo se ha convertido en escrivent y coniller, los productos agrícolas que consigue con esas actividades enriquecen la despensa familiar. Uno de los resultados de esas aportaciones es que los Clavijo tienen una relativa abundancia de verduras de raíz, especialmente de remolachas y zanahorias. Al enterarse de esa plétora de vegetales la metomentodo de la señora Julia, la masovera, le ha sugerido a Rosario que podrían comprar un porcell –así llaman en el pueblo a un cochinillo- para engordarlo, pues los cerdos comen lo que les eches, y así podrían tener una alternativa a la recurrente carne de conejo. A Rosario le parece una buena idea y, como acostumbra, maquina como plantear la idea a su marido sin que parezca que sale de ella y sin aludir a la abuela, pues sabe que no es santo de devoción de su esposo. Esta vez a quien emplea de tapadera es a su amiga Paca, la hija de Julia.

  -Hoy, al ver la de remolachas y zanahorias que tenemos en el almacén, me ha comentado Paca que con todo ello podíamos criar un cerdo para que, cuando lo matáramos, tuviéramos recambio a la carne de conejo.

   La propuesta ha merecido el beneplácito de su marido que, a raíz de la sugerencia, cuenta a los chicos como era la matanza del cerdo que hacían en su casa turolense de Alcalá de la Selva entre noviembre y enero. Los Clavijo compran un cochinillo, ya castrado, y lo estabulan en uno de los establos del corral reconvertido en cochiquera. Y madre, con la ocasional ayuda de los niños, se encarga de engordarlo. El lechón devora cuanto le ponen en el comedero: remolachas, zanahorias, boniatos, salvado, hierba, patatas y hasta los restos de las comidas caseras. Zaca ha encontrado en el Diccionario Ilustrado Sopena la palabra que explica la voracidad del animal: es omnívoro. Y tan rápido como el animal come, engorda. Tan es así que a los cinco meses calculan que debe pesar algo más de cien kilos. Por lo cual se plantean que hay que ir pensando en poner fin a la crianza del gorrino. Y el final del otoño o principio del invierno es una buena época para la matanza, pues son tiempos más frescos.

   El señor Zacarías habla con Javier Segura, uno de los carniceros locales, para que se encargue del sacrificio del guarro. El día antes de la matanza preparan todo lo que Segura les ha dicho que hará falta: una robusta mesa de madera que llega a la altura de la cintura, un lebrillo de barro vidriado, una tina grande, un balde -ambos con agua-, unas matas de aliaga y diversos cachivaches. A su vez, el carnicero aporta, además de varios afilados cuchillos –alguno de más de quince centímetros-, una sierra de arco, la picadora de carne y el aparato de elaborar salchichas. En la mayoría de casas del pueblo se engorda, al menos, un cerdo cada año y las más pudientes dos. Y el día de la matanza –que se convierte en una auténtica fiesta- es costumbre invitar a algún que otro pariente y amigo y a sus chicos, si los tuviera. El maestro de Valdelinares, don Francisco Escartín –que es uno de los invitados junto con sus niños-, en la matanza que preparan los Clavijo, evoca sus recuerdos de matanzas de otras regiones.

   -En los pueblos de malvivir, como el mío, la matanza del cerdo es casi un rito festivo pues, al menos, ese día llenas la panza hasta decir basta. Y es costumbre llevarla a cabo alrededor del día de San Martín que es el once de noviembre. De ahí que haya un refrán que dice: A cada cerdo le llega… A ver, niños: ¿quién sabe cómo acaba el refrán? –don

Francisco no puede olvidar su condición de pedagogo.

   -Su San Martín –contesta Zaca.

   -¿Ya lo sabías?

   -No, lo he deducido por pura lógica.

   En cuanto llega Segura,  que es recibido con expectación, el anfitrión le acompaña a la pocilga a ver el protagonista indeseado de la fiesta.

   -Bonito marrano –opina el carnicero, mirando al cochino con ojo experto-. Los hay más gordos, pero por el tiempo que tiene se nota que lo habéis cebado bien. Vamos a sacar buenos jamones.

   Entre ambos hombres azuzan al cochino hasta la mesa de la matanza. Allí, el carnicero clava un gancho de hierro en la parte inferior de la cabeza del cerdo que, al sentirse herido, comienza a chillar y a resistirse. Entre cuatro hombres lo tumban en la mesa y, mientras lo inmovilizan, el carnicero le clava un cuchillo en la parte inferior de la garganta haciéndole una incisión por donde el animal comienza a sangrar profusamente. La sangre cae en el lebrillo que Rosario ha puesto bajo el borde de la mesa, al tiempo que bate el fluido para que no cuaje, pues lo necesitarán para la confección de las morcillas. Una vez muerto el guarro, el carnicero, tras palparse los bolsillos y no encontrar lo que busca, pide:

   -¿Alguien me deja un encendedor o una cerilla? -el llumero le alarga su chisquero de yesca. 

   -Esto no me va a servir. Mejor una cerilla –Rosario, que la tenía preparada, le da una caja de cerillas. Segura prende fuego a unas aliagas con las que brasea la piel del cochino para quemarle el pelo. Luego, rasca con un cuchillo la piel para quitarle los restos de cerdas y ceniza. Lo hace con cuidado porque quiere conservar la piel, de la que sacará el tocino, la grasa abdominal y los chicharrones. Después, echa unos baldes de agua a la mesa para que quede limpia, la seca con un trapo y a continuación procede a descuartizar al animal.

   -Vamos allá.

   Segura, con la ayuda de Clavijo padre, pone al puerco panza arriba, y comienza a cortar alrededor del ano, cercenando desde el esternón hasta la ingle. Cuando lo tiene abierto en canal, saca las vísceras que deposita en un balde. Guarda los órganos que se pueden comer y de uno que no es comestible, la vejiga, tras vaciarla y limpiarla, la da a la chiquillería. Un adulto la insufla de aire, lo que la convierte en una suerte de pelota con la que los chavales juegan un partido de fútbol, aunque procuran no patearla demasiado fuerte para no romperla. Zaca, por primera vez en su vida, se permite el lujo de autonombrarse capitán de uno de los dos incompletos equipos y así tener el privilegio de escoger a sus jugadores. “Ojalá pudiera hacer lo mismo en la escuela”, piensa.

   -Miren con que poco se divierten los chavales –comenta don Francisco.

   Mientras, Segura prosigue con el despiece. Guarda los intestinos para usarlos como envolturas de longanizas y chorizos. Abre el pecho del cerdo y separa las costillas para sacar el resto de órganos como el corazón y el hígado, que también guarda. Entre tanto, Rosario lava en agua fría los órganos y los envuelve en papel parafinado. El carnicero, antes de dejar que la carne repose por un día para después procesarla, la lava bien con agua limpia para luego colgarla y que se vaya secando. Al tiempo, aconseja al ama de casa.

   -Rosario, para que la carne esté seca debe macerar un día a temperatura fría, por eso las matanzas deben hacerse en otoño o invierno. Me han dicho que los americanos, que en esto están muy adelantados, lo que hacen es meterla en lo que llaman una cámara frigorífica, que es un cuarto en el que un motor produce temperaturas de bajo cero. Me vendría bien tener una cámara de esas en la carnicería.

   -Javier, ¿Cómo se conservará mejor la carne, salándola o en aceite?

   -Depende. Si es a largo plazo, es mejor salarla, ya que la sal la deshidrata e impide el crecimiento de bichos. Mientras que el aceite se utiliza más para la conservación a corto plazo o en conserva con procesos de cocción o curado previos.

   -¿Y dónde será mejor que la guarde para que se seque bien?

   -En el sitio más fresco de la casa, que suele ser el lado orientado al norte. También puedes hacer lo siguiente: llena una tina, del tamaño suficiente para el cerdo, con hielo y unos cuantos puñados de sal de mesa para conservar la temperatura baja, y pones la carne en la tina para enfriarla. Y ahora viene lo más esperado: voy a cortar los jamones. Has de tener en cuenta, Rosario, que después de haber sacado el jamón, la carne en forma de cuña cerca del espinazo es un corte especial perfecto para asados. También voy a cortar las paletillas.

   -¿Qué son las paletillas?, señor Javier –pregunta Zaca, que está siguiendo la matanza sin perderse un detalle y que va comparando el despiece con el que hacía cuando despellejaba los conejos.

   -Las paletillas son los hombros del cerdo. Y son como jamones pequeños. Tengo clientas que les gusta más el magro de la paletilla que el del propio jamón. Y no andan desencaminadas, para mí la paletilla es la mejor parte para cocciones lentas, pues es un corte grasoso. Y te aconsejo, Rosario, que cuando las cocines lo hagas despacio y a fuego lento, así obtendrás una carne muy suave. Y ahora, la otra joya de la corona: voy a sacar las chuletas y el solomillo.

   -¿Y qué vas a hacer con el tocino? –quiere saber Rosario.

    -El tocino lo dejo entero, ya que así se guarda mejor. Las salchichas las prepararemos mañana. Me habéis dicho que queréis hacer morcillas, longanizas y chorizos, ¿no es eso?, pero antes de irme voy a moler la carne para las salchichas. Rosario, ¿tienes lo que te encargué para las morcillas? –Tras oír la respuesta afirmativa de la matrona, el carnicero, en cuanto acaba la molienda, se despide-: Bien, pues hasta mañana por la tarde que vendré a hacer los embutidos.

   Mientras Segura ha estado despiezando el cochino, Rosario ha ido preparando la comida para los asistentes. En cuanto se marcha el carnicero, que se ha excusado por no poder quedarse a comer, el ama de casa improvisa una mesa al aire libre y en una fogata va asando una muestra de la matanza: algunas de las vísceras, magros, unas chuletas y torreznos. Para los que no les apetezca el cerdo ha preparado una paella. Y de postre ha elaborado sus conocidos pastissets de boniato.

Mientras comen, los dos asistentes más viejos –don Francisco y el señor Zacarías- confrontan como eran las matanzas que se hacían en sus pueblos de origen cuando eran niños. Algunas de las cosas que cuentan sorprenden a más de uno.

   Al día siguiente de la matanza, Segura vuelve a la Fábrica, donde le está esperando Rosario, los invitados y los chicos, que no quieren perderse la elaboración de las salchichas. La matrona enseña al carnicero los ingredientes que ha reunido, imprescindibles para la confección de las morcillas: un saquito de arroz, una fuente de cebolla picada, otra de manteca de cerdo, un salero, botes de pimentón dulce y picante, de pimienta en polvo y de orégano, parte de la tripa del cerdo, que previamente ha limpiado cuidadosamente y ha secado, y la sangre que recogió en el lebrillo el día anterior. Lo primero que hace Segura es mezclar la cebolla y parte de la manteca y la sangre en un amplio recipiente y mezclarlo. Luego, hace lo mismo con el arroz en otra vasija. Después, va añadiendo los demás ingredientes hasta formar una pasta que amasa para que sea uniforme. Rellena las tripas, que el día anterior se lavaron y secaron, hasta las tres cuartas partes de su capacidad, que luego ata en tramos de unos veinte centímetros. Cada tramo será una morcilla de arroz o de cebolla.

   -Hay que pinchar cada morcilla con un alfiler, de lo contrario se romperán al hervirlas –explica Segura.

   Luego, el carnicero hierve agua en una cacerola grande en la que sumerge las morcillas para que se cocinen a fuego bajo durante una hora y media. Tras retirarlas, las escurre y pide a Rosario que las lleve a la fresquera para que se vayan enfriando y se deseque su parte externa.

   -Y cuando estén secas, las cuelgas en un lugar seco y lo más fresco posible para que se conserven el mayor tiempo. Y, en todo caso, debéis consumirlas antes de que se pongan rancias -aconseja Segura.

   De pronto, Sacarietes, en un arranque inusual en él, comenta:

   -Me acuerdo que leí en un libro una poesía sobre las morcillas que comenzaba así -y con su vocecita fina y quebradiza declama-: La morcilla, ¡oh gran señora,/digna de veneración!/¡Qué oronda viene y qué bella! … y no recuerdo más.

   -Es una poesía de Baltasar del Alcázar –precisa don Francisco que hoy vuelve a estar invitado-, un poeta español del Siglo de Oro. Tienes una gran memoria, hijo. Y aunque se ha dicho que la memoria es la inteligencia de los tontos, no hagas caso, cultívala, te servirá con denuedo.

   -Ahora, vamos con las longanizas y luego haremos los chorizos. A ver, niños, ¿qué os gustan más, las longanizas o los chorizos? –pregunta el carnicero. Hay opiniones para todos los gustos. Charito y los hijos de don Francisco se decantan por los chorizos, mientras Zaca prefiere las longanizas. Pedrito ha esperado oír a su Tete para inclinarse por lo que él prefiera.

   Recuerdos de otra época aparte, las imágenes de la matanza del cerdo forman un caleidoscopio que Zaca recordará toda su vida como una imagen vívida de su niñez, y como un inolvidable día de fiesta y de llenarse la andorga hasta decir basta, aunque como antiguo fetiller no es de los que más come.Y así termina la matanza, una jornada de la que todos guardarán un recuerdo imborrable cual si de una divertida fiesta se tratase. Todos, menos el cerdo, claro.

 

PD.- El próximo martes publicaré el episodio 44 de la novela “El masover”, titulado: La primera pandilla   (

martes, 21 de octubre de 2025

42. “El masover”. El coniller

   El negocio de la venta de conejos que preparan los Clavijo no solo causa resquemor a Zaca e hiere su amor propio y su ego, sino que le suscita toda clase de dudas y no lo ve tan diáfano como parecen verlo sus padres. Aunque lo que más le atormenta es la vergüenza que va a pasar cuando sus amigos y conocidos le vean arrastrando el carricoche y pregonando la mercancía, él que es medio bachiller y que seguramente es la única persona del pueblo que conoce lo que significa lagomorfo. Pero todas sus protestas previas no han servido para doblegar a sus padres. No es cuestión de volver a replantearlas, por lo que, ante la pregunta de madre de si le queda alguna duda sobre la venta de conejos, dice lo primero que se le ocurre.

   -¿Los conejos los elijo yo o los elige el comprador?   –“Si es que hay compradores, piensa”, pues el muchacho tampoco está convencido de la viabilidad del negocio.

   -Cuando voy a la compra yo soy la que elijo lo que compro, por eso creo que es mejor que lo elija el comprador –afirma Rosario.

   -Mañana es el gran día, Zacarías –recuerda padre-. Y si no vendes, no será culpa tuya, será porque no hemos calibrado bien el negocio. Pero, salga como salga, la familia confía en ti y sabemos que lo harás lo mejor que sepas. Por eso estamos tan orgullosos de ti

   -¿Por qué calle comienzo, por el Raval?

  -Mejor que comiences por los últimos números de la calle Loreto y luego coges San Vicente, después bajas por San Cristóbal y terminas en la calle de L´Aljub. Ese recorrido calculo que te costará parte de la mañana. Luego te vuelves a casa. ¡Y qué Dios reparta suerte!, como dicen los toreros antes de pisar el albero –remacha el señor Zacarías, que no es que sea muy taurino, pero al que gusta emplear la rica fraseología del arte de Cúchares.

   Al día siguiente, el muchacho, con la ayuda de madre, prepara el carro con las jaulas de conejos y una cesta con huevos y, con más vergüenza que un novicio, se lanza a la calle con el deseo de no tener compradores, así no tendrá que volver a repetir la payasada que va a representar. Como le indicó padre, ha empezado la calle Loreto por el final y, en el primer tercio de la rúa, se para, agita la campanilla y, con voz un tanto aflautada y escasamente potente, grita:

   -¡Conejos, se venden conejos y huevos frescos! ¡También se cambian por frutos de las cosechas! –Lo ha dicho tan escasamente audible que tiene que repetirlo para hacerse oír.

    Su llamamiento no parece que haya tenido ningún éxito porque la calle sigue desierta. “Es lo que pensaba -se dice-, lo de los conejos va a ser un fracaso en toda regla”. En ese momento, no sabe bien por qué, se acuerda de la abuela Julia –pues sabe que la idea partió de ella- y se dice que espera que padres no vuelvan a hacer caso a la entrometida masovera que no debería meterse donde nadie la llama. “Podría haberse quedado en su mas y no fastidiar a los demás”, piensa. En el segundo tercio de la calle, vuelve a detenerse y realiza el llamamiento con idéntico resultado: nadie abre la puerta, ni siquiera por curiosidad. A estas alturas, ya no tiene vergüenza sino alegría, porque su barrunto de que el negocio es un disparate se confirma. Esta va a ser su primera y última salida. Mejor que mejor. Al principio de la calle, torna a pararse, vuelve a pregonar la mercancía, ahora con voz más potente y dicción más clara. Nadie aparece, pero cuando va a retomar el carro, un portón se abre y una mujerona se le acerca, la reconoce, es la tía Felisa la Cabañuda, a quien le ha escrito algunas cartas para uno de sus hijos que hace la mili en Mallorca.

   -Escrivent, ¿qué vendes?

   -Conejos y huevos frescos, señora Felisa. También los cambio por frutos de las cosechas.

   -Esos conejos, ¿los criais vosotros? –y, sin esperar respuesta, agrega-: ¿qué les dais de comer?

   -Sobre todo alfalfa y hierba del Prat.

   -¿Y dices que también los cambiáis? Uno, ¿cuántos kilos de boniatos me costaría?

   -Diez kilos –pide el chico al buen tuntún olvidándose del baremo de trueques que tanto les costó elaborar.

   -Si me lo dejas en ocho te compro uno.

   -Bueno –acepta Zaca que no está hecho al regateo y que ni siquiera sabe si el trueque que le propone la Cabañuda es rentable.

   El cambio se realiza en un visto y no visto. La tía Felisa entra en casa y al momento reaparece con un capacho terciado de boniatos que el muchacho ni siquiera pesa. La mujerona coge el conejo que le ofrece el muchacho y, sin pedir que lo despelleje, espera que el chico vierta los tubérculos en uno de los sacos, recoge el capazo y, sin mediar palabra, se vuelve a casa. La operación se ha desarrollado tan rápida que Zaca ni ha tenido tiempo de pesar el producto. “¡He vendido uno!”, se dice con cierto asombro. En cuanto se rehace, prosigue su marcha por la calle San Vicente donde, igualmente, solo ha tenido una posible clienta, pero que al oír el precio ha hecho una mueca negativa añadiendo:

   -Un pesetó es mucho dinero para un conejo –Y ahí ha acabado el intento de compra. Zaca piensa que “dos pesetas tampoco son tanto”, pero se calla. El diálogo no es lo suyo.

   Tras terminar San Vicente, baja por la calle San Cristóbal. Hacia algo más de la mitad, al oír el pregón sale una mujer de una tienda en la que venden alpargatas, zapatos y objetos de esparto y rafia. Zaca la conoce porque hace años fue vecina de los Clavijo en el Raval. La dueña de la tienda, Pilar la Catalana, se acerca y saluda al chico.

   -Bon día, Sacarietes. ¿Desde cuándo vendes conejos? ¿Y a cómo son?

   -Hoy es el primer día, señora Pilar. A dos pesetas. También los cambiamos por frutos de las cosechas.

   -Me quedaría uno, pero me da grima matarlo y tanto o más pelarlo.

   -Se lo puedo despellejar yo por el mismo precio.

   Zaca entra en la alpargatería, encima de la cual está la vivienda de la señora Pilar. En la cocina, lleva a cabo su primer despelleje. Le cuesta más tiempo del que emplea en casa, pero consigue dar el animal limpio a la alpargatera, y se queda con la piel, pues la mujer no la quiere. Al final de San Cristóbal enlaza con la calle de L´Aljub, donde no vende nada, aunque un par de vecindonas se le han acercado a curiosear. “Dos conejos -se dice- y ni un solo huevo. Y he perdido toda la mañana para volver a casa con dos pesetas y medio capazo de boniatos. ¡Menudo negocio! No entiendo de comercio –piensa- pero no creo que este negocio pueda ser productivo. A ver qué dice padre”. El señor Zacarías tampoco está satisfecho con el resultado de la experiencia, pero quiere ser positivo y sentencia:

   -Principio requieren las cosas. Y todo negocio comienza con un solo paso.

   -Muy bien, Zaquita, muy bien – le anima madre, aunque también cree que el resultado del primer ensayo no es nada esperanzador.

   Dos días después, el muchacho repite el proceso de venta, pero ahora el trayecto lo hace por la calle Moreres, la de San Jaime –también conocida como Camí d´Alcalá-, Sitchar y Santa Lucía. El resultado aún es peor que el día del estreno, solo vende un animal por el que le dan ocho kilos de patatas, y ha tenido que despellejarlo. Sin embargo, el chico vuelve a casa contento porque es consciente de que, si el ritmo de ventas sigue por el mismo camino, la experiencia no tendrá continuidad. Cuando llega a casa pone un gesto de abatimiento como si de verdad le pesara el fracaso. Peor cara pone padre cuando ve el magro resultado. “Así no vamos a ninguna parte”, piensa el señor Zacarías, pero se cuida de verbalizarlo, no quiere que el chico se desmorone. Madre trata de animar a sus hombres.

   -Cuando he ido a la compra, en la carnicería de Rita la de Vinuesa, varias vecinas me han preguntado por lo de los conejos, querían saber lo de los trueques, que días vamos a venderlos, si los damos con piel o sin ella y muchos más detalles. Me da la impresión de que la gente comienza a interesarse por el asunto. Eso es buena señal.

   La señora Rosario se ha quedado corta con el eco que la venta que patronea su primogénito ha causado en la población. La venta callejera de conejos es una de las noticias que está corriendo como la pólvora por los mentideros locales. En el pueblo ocurren pocas novedades y cuando surge una, por insignificante que sea, rápidamente es motivo de comentario, disección y análisis. Han bastado dos mañanas de salidas para que la mayoría de la población –especialmente las amas de casa- esté al cabo de la calle de la nueva actividad del fill major del llumero, también conocido como el escrivent y que ahora vende conejos por lo que es posible que le acaben llamando el coniller. Y, como suele suceder, a unos les parece bien y a otros mal, pero lo importante es que lo saben y más de una echa las cuentas de a cuanto le puede salir un animal teniendo en cuenta lo que puede ofrecer a cambio.

   La tercera salida la realiza el muchacho recorriendo la calle  del Mar –la vía más ancha del pueblo- y las callejas que se extienden a derecha e izquierda. De pronto, da la impresión de que la gente ha cambiado, porque solo en la calle que conduce al mar y en el llamado Camí de l´Estació, que lleva al apeadero del ferrocarril, son varias las vecinas que se arremolinan alrededor del carricoche de Zaca y algunas adquieren conejos y también huevos. Al final del recorrido el resultado del ingreso total se traduce en la recaudación de seis pesetas, y de cantidades varias de patatas, boniatos, almendras, tomates, algarrobas y dos litros de aceite. El muchacho ni se lo cree. Tiene una sensación agridulce: por un lado, está disgustado porque si las ventas continúan así, nadie le va a salvar de repetir las salidas; por otro, está emocionado al comprobar que la gente le trata como si fuera un adulto y no el niño que es. Quien más se alegra es el señor Zacarías que respira satisfecho: “De seguir con este ritmo de ventas – se dice- lo de los conejos puede ser el negocio que nos ayude a levantar la cabeza. No es que vayamos a salir de pobres, pero nos va ayudar a pagas facturas”. A su vez, la madre reza una jaculatoria: Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío, para que las futuras ventas sigan por el mismo camino.

   En las siguientes semanas, la venta de conejos y huevos se estabiliza. El negocio es modesto, pero rentable para una economía tan endeble como la de los Clavijo. El éxito de ventas ha influido en Zaca que cambia de opinión sobre lo que ha dejado de ser una experiencia casi vergonzosa para convertirse en una actividad consolidada. Y también le influye en su talante: ha adquirido un cierto aplomo, es más desenvuelto, ha aprendido a regatear, se comporta como si fuera mayor de lo que es y no le importa en absoluto que muchas vecinas, en lugar de apelarle el escrivent, ahora le conocen como el coniller. Él, que tantos apelativos tiene, porque le llamen el conejero no se va a arrugar. Y, por curiosidad, cuenta todas las formas en que es o ha sido llamado: Zacarías, Sacaríes, Zaquita, Sacarietes, Zaca, Tete, escrivent, escrivent de la cabreta y, ahora, coniller. Total: nueve maneras de llamarle. No está nada mal para un chaval de doce años, que mide uno sesenta y poco, y es más bien canijo. El nuevo rol que ahora desempeña le está ayudando bastante más de lo que cree, pues le hace pisar el mundo real que poco tiene que ver con su universo literario e irreal. Está ganando aplomo, olvida falsas vergüenzas, aprende a ser menos hermético y más comunicativo y rebaja su grado de indecisión, pues el regateo le empuja a tener que decidir en escasos minutos. No lo percibe así, pero la experiencia le está ayudando a remodelar su talante y su personalidad. En definitiva, le ayuda a madurar. Y hasta ha aprendido a torear situaciones imprevistas como la que le ocurrió hace unos días. Estaba transitando por una calleja trasversal del Camí de l´Estació, cuando de una de las llamadas casas baratas salió una vecina a la que conocía de vista, la señora de Pla, que le hizo una peregrina propuesta.

   -Sacarietes, ¿si te compro un conejo me escribirás de balde una carta para mi Enriquito?

   -Perdone, señora Herminia, pero no es necesario que me compre nada para escribirle una carta. Lo puedo hacer esta misma noche, si le viene bien, pero le costará dos pesetas que es lo que cobro. Lo de comprar el conejo es aparte –una respuesta así habría sido impensable que la formulara el muchacho semanas atrás-. Entonces, ¿quiere el conejo?

   -No, gracias. Te espero sobre las ocho. Ah, no hace falta que traigas sobre y sello, tengo.

   A Zaca no le importa que le llamen coniller, sería mucho peor que le llamasen alfeñique, botarate, capullo, chiquilicuatre, gilipollas, mequetrefe, papanatas, soplagaitas, tocapelotas o zascandil. Y no te digo nada si le adjetivasen con alguno de los vituperios que coronan el muestrario del insultómetro de la lengua española: cabrón, mariconazo o hijoputa. Al lado de cualquiera de esos descalificativos, lo de coniller parece hasta respetable.

 

   PD.- El próximo martes publicaré el episodio 43 de la novela “El masover”, titulado: La matanza

 

 

  


martes, 14 de octubre de 2025

41. "El masover". Preparando la venta callejera

    Una vez tomada la decisión de vender por el pueblo los conejos que les sobran, los Clavijo comienzan a pensar en cómo llevar a cabo la operación. Lo primero en que reparan es en la probable competencia: el puñado de carnicerías en el plano público, y los corrales caseros en el particular. En las carnicerías del pueblo, la mayor oferta de carne es la del ganado lanar y porcino, aunque también venden conejos y pollos, pero en menor cantidad. En cuanto a los corrales caseros dónde muchos vecinos crían animales para el propio consumo y para vender los que les sobran, creen que serán su mayor competencia, pues quienes tengan conejos no se los van a comprar. Las medidas que toman para contrarrestar a los competidores son dos. Para las carnicerías, ofertarán un producto que, además de pagarse en metálico, también se podrá adquirir por trueque de productos de las cosechas. Como éstas son variadas y se producen en distintos momentos, los labradores suelen ser generosos en su administración. A los que tengan conejos en los patios caseros, les venderán los animales despellejados, además de que también podrán adquirirlos por trueque de productos de las cosechas. El ofrecimiento de venderlos sin piel, genera que una de las acciones a enseñar al primogénito será despellejarlos, actividad de la que ya tiene alguna noción pues, como a veces ayuda a madre en la cocina, se lo ha visto ejecutar muchas veces.

   La práctica de quitarle la piel al animal ha supuesto el sacrificio de cerca de una decena de ellos en los ensayos que ha realizado el chico. Y hoy es la prueba definitiva. Zaca, armado con un recio mazo de mortero, se dirige al corral, elige un conejo macho, lo trinca por las orejas y le da un golpe en la nuca. Muerto el animalillo, vuelve a la cocina donde madre le está esperando para valorar la operación. Tiene que quitarle la piel con cuidado porque ésta también la puede aprovechar madre que se atreve a confeccionar con ellas mitones y gorros o, en su caso, puede venderse a un forastero que una vez al mes se pasea por las calles del pueblo al grito de: Se compren pells de conills. Primero, cuelga el animal de una pata trasera y le hace un corte lateral en el cuello para el sangrado. Luego, corta la piel por debajo de la cuerda de la que cuelga y la estira hacia la cola. Después, realiza la misma operación en la otra pata hasta que llega a la separación de la pata y corta la piel. Sigue tirando hacia abajo, superando el tórax, hasta que separa las patas delanteras, que corta por su articulación. Prosigue, tirando la piel hacia la cabeza y corta la base de las orejas y, apoyando el filo del cuchillo, rodea los ojos, separa las mandíbulas y llega al morro, cortando la piel, que queda ya totalmente separada. Después, procede al eviscerado. Corta el hueso del puente, separa la vejiga y el recto y tira del aparato digestivo, corta y elimina el pene y separa el estómago. También elimina la vesícula. Finalmente, hace la presentación a madre de la canal que incluye cabeza, hígado, corazón, riñones y pulmones.

   -Muy bien, Zaquita, lo has hecho muy bien. Algo lento, pero con el tiempo ganarás en experiencia y rapidez. Creo que, en cuanto a ofrecer limpios los animales, estás preparado.

   -Sobre despellejarlos, hay varias cosas que no me han explicado. Una es si un conejo sin piel lo vendo por el mismo precio que con ella. Otra, ¿dónde los despellejo? Y otra, ¿qué hago con la piel?

   -La última pregunta no la entiendo.

   -Cuando me lo pidan limpio, ¿la piel me la quedo o se la doy a quien haya comprado el animal?

   -Buena pregunta, pues no había reparado en ello. Déjame pensar –tras unos minutos, madre tiene respuesta-: En principio, el conejo lo vendes entero, por lo cual debemos entender que la piel es propiedad del comprador. Debes ofrecérsela y solo si la rechaza te la quedas. En cuanto al precio, será el mismo con piel que sin ella, aunque pierdas un tiempo en quitársela. Y si algún comprador, después de dejar limpio el animal, te pregunta que cuánto vale el despellejo, contestarás que la voluntad. Si te dan algo, bien y si no, también. Sobre donde despellejarlos no puedes hacerlo en la calle, tendrás que entrar en la casa del comprador y el mejor sitio para hacerlo es la cocina. ¿Alguna otra pregunta?

   -Pues de momento no se me ocurren más.

   Respecto a la cuestión del precio al que vender los animalillos, los Clavijo tienen en cuenta que un conejo casero, criado de forma tradicional y con alimentación natural, tiene un peso medio aproximado de unos dos kilos, que una vez despellejado y limpio se reduce aproximadamente a casi la mitad. Es decir, que al final se trata de ponerle precio a un kilo y poco más de carne. Para fijar el precio, tienen dos referencias: lo que le suelen dar a Zaca por escribir una de sus cartas y el precio que cobran las carnicerías y a esas referencias se acogen. Por otra parte, teniendo en cuenta los precios de los alimentos, que se han encarecido mucho en la última década –la familia desconoce que los efectos del crac del 29​​ también llegaron a la economía española-, han concluido que un precio adecuado por animal sería de dos pesetas. Aunque en principio es una cifra provisional, deberá ser el propio mercado el que fije el precio definitivo. Lo que más les cuesta a los Clavijo es fijar las equivalencias de los productos a trocar por cada conejo. Preguntan a familiares y amigos y las opiniones son variopintas, así como las razones que las sustentan. Hasta que la abuela Julia, a quien  también han preguntado, les ofrece un argumento que parece cabal.

   -Si por escribir una carta le dan un pesetó –nombre local de la moneda de plata de dos pesetas, la cantidad del producto a cambiar por un conejo deberá valer, al menos, dos pesetas, y mejor si es más. Supongamos que os ofrecen arroz, como el kilo está a unos sesenta céntimos, tendrían que pedir unos cuatro kilos. Menos, perderían dinero. 

   El señor Zacarías da las ultimas instrucciones a su hijo mayor de cómo ha de proceder a la venta por el pueblo de conejos y huevos -han decidido incluirlos para hacer la oferta más variada-.

   -En el carrito – se refiere al carretón de la LUTE usado para llevar las escaleras cuando hacen las acometidas- portarás dos jaulas de conejos, la cesta con los huevos, un par de sacos para almacenar los productos del trueque, una garrafa para el aceite y una pequeña romana para los pesajes. Queda poco espacio, pero creo que suficiente para almacenar los productos que te ofrezcan a cambio de los conejos. A medida que recorras las calles agitas la campanilla y gritas: Se venden conejos y huevos y también se cambian por otros productos… -El chaval interrumpe al padre.

   -Perdone, padre. Precisamente, eso es en lo que puedo meter la pata. Si pagan con dinero, la venta no tiene problemas, pero si son trueques con productos de las cosechas no sé la equivalencia de lo que he de pedir por cada conejo. Las explicaciones que me han dado sobre cantidades no son demasiado precisas. Supongamos que me ofrecen patatas, ¿cuántos kilos o medidas he de pedir por un animal? ¿Y si me dan almendras o algarrobas? ¿Y si lo que ofrecen son boniatos o guisantes?

   -Estos primeros días son de prueba. Primero, vamos a ver si la gente se anima a comprar y cuánto. Luego, veremos qué es lo que ofrecen y en qué medida. Y, al final, comprobaremos si el negocio es rentable o no vale la pena.

   -Pero, padre, volvamos a las patatas o a las almendras. Lo natural es que me pregunten qué cuantos kilos por un conejo. ¿Qué les digo, la voluntad, lo que a usted le parezca bien o qué? Porque algo he de decirles.

   El llumero parece que no tiene respuestas para las inquisitivas, pero racionales, preguntas del chico. Comienza a darse cuenta de que no han preparado debidamente el negocio, hay muchos flecos sueltos.  Y es que no basta con dar un primer paso, se tiene que haber previsto parte del recorrido y mejor si se ha pensado en todo el trayecto.

   -Bueno. Hay que repensar algunas cosas. Esta tarde trataremos de resolver todas las dudas que tienes.

   Por la tarde, los Clavijo, con la colaboración como amanuense de su primogénito, elaboran una relación de los productos que más se cosechan en el pueblo y su equivalencia en el trueque por un conejo o una docena de huevos. Para fijar el patrón de los trueques, echan cuentas y, trabajosamente, logran resultados. Primero hacen una lista de los precios de los alimentos más comunes: un kilo de pan vale 0,70 pesetas; uno de garbanzos cuesta alrededor de 0,80; uno de arroz sobre 0,60; una docena de huevos 1,20 y un litro de aceite 1,30. También meten en la ecuación el salario medio de un bracero que oscila entre cinco y ocho pesetas al día, horquilla sujeta a la ley de la oferta y la demanda.    

   -Zaquita, hijo, ¿lo tienes todo claro?, ¿te queda alguna duda?

   Dudas el chaval tiene muchas, pero acepta que no todas pueden ser dilucidadas por padres en la fase previa en la que están. De momento, hay que dar el primera paso y luego Dios dirá o, quizá sería mejor decir que los futuros compradores dirán. La mayor reserva que tiene el muchacho sobre su nuevo trabajo no es tanto de si va a funcionar o no, sino como lo van a encajar sus amigos. ¿Les parecerá bien?, ¿se burlarán de él como hicieron cuando pastoreaba las cabras?, ¿le sacarán un nuevo apelativo como cuando empezó a escribir cartas? Como no tiene respuestas, se dice que lo que sea, sonará. Y más que dudas, lo que siente es vergüenza del nuevo papel que sus padres le obligan a representar. Está descontento con sus progenitores pues, desde que lo de la alfalfa les fue bien, parece que un ansia comercial se ha apoderado de ellos y solo piensan en enriquecerse. A él también le gustaría que en casa entrase más dinero, pero no a costa de que lo conviertan en un mercachifle. Porque ese es el papel que padres le están encomendado y, para alguien que vive en el mundo teórico y plácido de los libros, ese rol es algo denigrante, si no despreciable. ¡Vendedor de conejos, no se puede caer más bajo! Pero, como siempre, calla y traga. Se ve incapaz de contrariar a sus progenitores. Ni tiene la personalidad, ni el carácter resolutivo para ello. Algo ha mejorado, pero aún le falta mucho trecho para enfrentarse a sus mayores. Y el resultado de ello es que se va a convertir en un trujamán de tres al cuarto al que no solo sus amigos van a ridiculizar, sino que será medio pueblo el que piense: Pobrecito, de escrivent a coniller. De realizar una tarea culta y propia de una persona ilustrada a dedicarse a una actividad tan vulgar y grisácea como la de vender animales lagomorfos. Porque, a ver –se dice-,” ¿Cuántos de los posibles compradores saben qué significa lagomorfo? ¿Cuántos conocen que esa es una palabra de la zoología que se aplica a los mamíferos que son semejantes a los roedores, de los que se diferencian por poseer dos pares de incisivos superiores en lugar de uno; como por ejemplo, el conejo? ¿Cuántos lo sabrán? Lo más seguro es que nadie, quizá ni siquiera mis maestros. Y al único chico del pueblo que sí la conoce, lo meten a vender conejos. Es un sinsentido. De vender algo, debería vender libros, pero eso se ve que no tiene mercado en el pueblo”. Zaca es sabedor que en más del noventa por ciento de los domicilios locales no existe un solo libro –acaso un ejemplar del Calendario Zaragozano-, con la excepción de alguna enciclopedia escolar en aquellas familias que tienen críos en edad de ir a la escuela, por lo de que un torreblanquí compre un libro es tan raro como las auroras boreales. Pero Zaca va a convertirse en conejero ambulante e, igual que si fuera una marinera de Torrenostra, irá vendiendo por las calles del pueblo, solo que en vez de pescado, conejos. Más bajo no se puede caer.

 

PD.- El próximo martes publicaré el episodio 42, de la novela “El masover”, titulado: El coniller

martes, 7 de octubre de 2025

40. "El masover", Tácticas de mujer

   A los Clavijo les ha costado casi dos años madurar la sugerencia que en su día les hizo la abuela Julia sobre cultivar alfalfa y criar conejos. Tras unos comienzos un tanto inciertos, el señor Zacarías se ha decidido a cultivar alfalfa en el marjal de la Sort de Monet de d´Alt donde, con la inestimable ayuda del primo Silvestret, han logrado que se críe muy bien la hierba. Lo que hace  innecesario que Zaca saque a pacer las cabras –la cabritilla ha crecido- todos los días, basta con que las pastoree dos o tres veces a la semana. Visto el éxito del cultivo, los Clavijo se plantean extender la plantación de la alfalfa, pero ni el huerto de naranjos de la partida de la Capella, ni el almendral del Bordar son aptos para su cultivo. Especulan sobre la posibilidad de arrendar una finca para cultivar más alfalfa y están en ello cuando, a través de su conocida la Maicalles, Rosario se entera de que se arrienda un marjal en la Carrassa de les Piteres por un precio asequible. Se plantea si comentárselo a su marido pero, como le conoce, lo hace, aunque cambiando de fuente. Para ello se sirve de su primo y lo que cuenta a su esposo es que es Silvestret a quien se le ha ocurrido lo del arriendo del marjal de les Piteres.

   -Es una recomendación que, viniendo de quien viene, habrá que tenerla en cuenta –acepta el llumero.

   Con la abundancia de forraje que los Clavijo logran recolectar tampoco es necesario que el primogénito vaya a segar hierba al Prat, algo de lo que ahora también se encarga Silvestret. Otra consecuencia del incremento de heno es que la cría de conejos se ha multiplicado y los Clavijo se encuentran con una producción de animales que les sobrepasa. Su carne entra tantas veces en el menú familiar que todos están hartos de repetirla. Y eso que Rosario los guisa de todas las formas posibles: estofados, asados, fritos, al ajillo, en salmorejo, en salsa, al horno, confitados, a la cazadora, al vino… Pese a las habilidades culinarias de la matrona llega un momento en que toda la familia está de acuerdo que ha de poner coto a tanta reiteración. Llegados a ese extremo, el señor Zacarías se dice que es hora de volver a hablar con el tío de su mujer que tiene un conocido que es comerciante de conejos en el popular mercado de los lunes de Castellón. El tío Traver les informa que dicho individuo ya no se dedica a la venta de conejos y los Clavijo se encuentran con una plétora de animales a los que no saben dar salida. Durante un par de semanas discuten sobre qué hacer con el exceso de producción conejil. Hasta que el cabeza de familia adopta una medida.

   -Tras mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que lo más rentable será reducir la población y que no haya nuevas camadas durante unos meses, hasta que consigamos un número de conejos que podamos manejar.

   En el asunto de los roedores, Zaca ha hecho algunos descubrimientos, nuevos para él, tales como que las hembras procrean a lo largo del año, lo que puede producir camadas de entre cuatro y ocho crías en una misma anualidad. Ahora se explica la frase, tan vulgar como popular, –parece una coneja-, que a veces se aplica a las mujeres con muchos hijos. A veces observa a los gazapos recién paridos y descubre que nacen ciegos, sordos y sin pelo, pero que son cuidados y amamantados por su madre, quien los protege del frío con el pelaje que se arranca del propio cuerpo. Estas observaciones se las cuenta a madre que está departiendo con Paca la masovera y la abuela Julia. Tras irse el muchacho, siguen hablando de la cuestión de los conejos y la anfitriona cuenta a las masoveras el problema del superávit de animales y la determinación que han tomado. Es oír esto y la abuela, como acostumbra, mete baza.

   -Si me permite, señora Rosario –aunque ésta y Paca hace tiempo que se tutean, la abuela sigue guardando las formas-, creo que hay otra salida mejor. ¿Por qué no intentan venderlos? -Rosario responde que ya lo intentaron, pero que la gestión que hizo uno de sus tíos no tuvo éxito y no han sabido que otra solución tomar.

  -Podrían venderlos aquí y en los pueblos cercanos –sugiere la abuela.

  -Ya lo pensamos, pero ni aquí, ni en los pueblos próximos creemos que la gente vaya a gastarse un real en la compra de conejos. Hay mucha gente que tiene conejos en casa.

   -¿Y por qué no repiten lo que hace Sacarietes con las cartas que escribe?, que unas las cobra en metálico y otras en especies.

   -¿Y qué vamos a hacer con las patatas, boniatos, algarrobas y almendras que es lo que más nos darían?, de todo eso ya tenemos suficiente.

   -Menos las almendras con los otros productos se podría engordar uno o varios cerdos que son animales que tienen la venta asegurada y podrían ganar un buen dinero.

   -¿Y cómo informamos a la gente que tenemos conejos para vender o para cambiarlos por frutos de las cosechas? –la llumera solo ve problemas por todos lados. 

   -Pues la verdad, no lo sé, pero… -allí donde Rosario ve dificultades, Julia ve soluciones-. Podrían pedirle al alguacil que hiciera un bando… o, algo que posiblemente sea más eficaz: imiten a las marineras, cojan un carrito de mano, cárguenlo con dos o tres jaulas de conejos y recorran las calles pregonando que venden conejos o los cambian por productos de la tierra –a la abuela se le ha disparado la imaginación y adorna la hipotética venta con toda suerte de detalles-. En los trueques pidan primero dinero o, si los compradores no tienen, los cambian por lo que tiene mejor venta: harina, aceite…y ahora no se me ocurre que más productos aceptar.

   -Que fácil lo ve usted todo, señora Julia.

   -Pruébenlo. No tienen nada que perder y sí mucho que ganar.

   -Y suponiendo que lo intentemos, no sé quién de la familia podría hacerlo. Mi marido tiene su trabajo y yo con cuatro hijos ya puede suponerse lo aperreada que voy.

   -Eso es algo que tendrán que decidir ustedes. Si se lo plantean, seguro que encontrarán la solución. Insisto en que por intentarlo no perderán nada.

   -Bueno, se lo comentaré al marido.

   -Hágase un favor, Rosario. No le diga que es una sugerencia mía, tengo la impresión de que al señor Zacarías mis consejos no le hacen ninguna gracia. Es preferible que le diga que se le ha ocurrido a usted.

   -No se preocupe, así lo hare, pero que le quede claro que no es cierto que a mi marido le caiga mal, ni muchos menos. Sin ir más lejos, ayer me comentó lo maja que es usted y la buena cabeza que tiene.

   En cuanto se van las masoveras, Rosario piensa que la idea de Julia podría dar resultado y, en todo caso como ha dicho, poco tienen que perder, pero como no es lela y sabe que su marido –como la mayoría de hombres- está persuadido que el papel de las mujeres no es pensar, sino complacer a su hombre, ocuparse de la casa, criar a los hijos y poco más, decide contárselo como una ocurrencia de otra persona, varón por supuesto. Enseguida encuentra a quien otorgarle el papel de pensador, una vez más tendrá que pedirle a su primo Silvestret que le eche una mano.

   -Marido, el otro día hablando con Silvestret sobre cómo va la alfalfa en el marjal arrendado, ¿sabes qué me contó de paso? –Y punto por punto le cuenta la idea de la abuela Julia, pero puesta en la boca de su primo-. La verdad es que me pareció una idea muy complicada, pero también es cierto que las mujeres no entendemos de esos negocios. Seguro que allí donde yo solo veo dificultades, tú verás posibilidades que a mí se me escapan –Rosario sabe bien que su marido considera a su primo un hombre cabal y valora sus opiniones.

   -Tienes razón, la idea parece complicada, pero viniendo de Silvestret lo mismo hay que echarle un pensament. Tu primo es de los que no da puntada sin hilo -Y ahí queda el asunto, pero el llumero ha debido darle vueltas al proyecto porque días después comenta a su esposa:

   -Estoy dándole vueltas a la idea de tu primo y creo que podría resultar, pero hay un inconveniente, el mismo que tuvimos cuando lo de llevar a pastar las cabras. ¿Quién se encarga de recorrer el pueblo pregonando la venta de conejos, bien por dinero o por trueque de cosechas? Tendría que ser alguno de los chicos mayores y tanto Zacarías como Charito están muy sobrecargados de tareas.

   Rosario, que también ha cavilado sobre la idea de Julia, se ha planteado ese problema y tiene una solución, pero no quiere darla, prefiere deliberar la cuestión con su marido y que en el debate parezca que sea él quien encuentra la solución -una táctica que las mujeres llevan empleando desde Eva, con excelentes resultados-. Vista la experiencia de cuando discutieron el asunto del pastoreo de las cabras, los padres debaten entre ellos a quien encargar la venta de conejos. Hay un candidato claro: el primogénito, pero saben que está sobrecargado de faena y si le encargan otra tarea pueden resentirse sus estudios, empeño que consideran primordial. Y sobre esa base reflexiona el llumero.

   -Solo veo una salida: encargárselo al mayor, pero solo tiene doce años, todavía es pequeño para una tarea así.

   -Pero es muy listo y creo que si le explicamos bien lo que tiene que hacer podría llevarlo a cabo –rebate Rosario.

   -Por listo que sea, doce años son doce años. Es todavía muy niño para manejar un negocio que tendría que hacerlo un adulto.

   -Sí, tiene doce años, pero es muy maduro para su edad. Y hasta ahora ha dado la talla en todas las tareas que le hemos encomendado. Y tú sabes lo bien que cuenta. Lo que habría que hacer sería descargarle de alguna de las labores que lleva a cabo. El problema estará en ¿quién se encarga de sustituirle? -Parece que Rosario medio ha convencido a su marido, porque su respuesta es: 

   -Depende de la faena que le quitemos.

   -Pienso que debería ser el cuidado de las cabras.

   -De acuerdo, pero ¿qué hacemos con ellas?, porque alimentarlas solo con alfalfa no creo que sea lo más adecuado. ¿Quizá podría hacerlo Pedrito?, ya tiene ocho años –propone el hombre. Rosario está en un tris de mostrar su alegría, esa era la solución en la que había pensado pero, cauta, pone objeciones.

   -Es todavía muy pequeño para manejar dos cabras.

   -Pero está muy alto para su edad y es más fuerte de lo que parece. Además, lo de manejar las cabras se lo podemos poner más fácil. ¿Cómo? Primero, que las saque solo dos veces a la semana. Segundo, que las lleve a pastar solamente por los alrededores de la Fábrica. Tercero, que vayan atadas con una cuerda y que no las deje sueltas. Con esas medidas, considero que el niño puede sustituir a su hermano en la faena del pastoreo. Y además, el chaval siempre está dispuesto a ayudar. Recuerda cuando hicimos la distribución del trabajo de los conejos, se enfadó porque no habíamos contado con él.

   -Si tú lo dices, marido –Rosario declina sus aparentes objeciones y va más allá-. Yo me encargo de hablarlo con él.

   Con las decisiones tomadas sobre los conejos y la alfalfa, los Clavijo, casi sin darse cuente, están dando un salto cualitativo hacia adelante en su vida. Les podrá salir bien o mal, pero indudablemente están llevando a cabo un cambio actitudinal que puede marcar el devenir familiar. El interrogante es si ese cambio será percibido y asumido por su prole, especialmente por el primogénito poco dado a modificaciones en su reglada vida. Aunque en una familia tan unida como la de los Clavijo, si los padres adoptan nuevos principios lo más probable es que los hijos sigan por la misma senda. Y en ese sentido será importante que el mayor de los hijos imite a sus progenitores, ya que si lo hace los demás hermanos lo tendrán más fácil.

   Al final, la táctica femenina, de que sean los varones quienes parecen pensar y decidirlo todo, funciona, pese a que son ellas las que les han inducido a reflexionar sobre la cuestión que se debate. Argucia que acaba por triunfar en la mayor parte de las ocasiones. Y es que la maniobra de hacerse las tontas, aunque sean tan rabiosamente listas como Rosario, las mujeres llevan practicándola desde el jurásico. Y aunque no todas son tan sutiles, la inmensa mayoría hace de la necesidad virtud y compensan su menor potencia física en urdir artimañas ante las que los varones acaban rindiéndose con armas y bagajes. O sea, que de sexo débil, nada.

 

PD.- El próximo martes publicaré el episodio 41 de la novela “El Masover”. Preparando la venta callejera