martes, 29 de julio de 2025

30. “El masover”. ¿Te vale un tirachinas y un cencerro?

  El transporte de la hierba, que necesitan las cabras y los conejos, del Prat a la Fábrica parece no tener fácil solución. Los Clavijo son conscientes de que el chico puede traer al hombro un costal de forraje, pero siempre serán cantidades modestas. El problema lo resuelve quien menos se podía pensar, la LUTE, la compañía de padre. La empresa manda una nueva bicicleta al llumero para sustituir la vieja que tenía asignada y que deberá ser dada de baja. En vez de desguazarla, como fue su primera intención, el señor Zacarías, que siempre ha sido un manitas, convierte la bici en un triciclo cuya estructura básica incluye una rueda delantera, encargada de la dirección, y dos traseras, que le proporcionan estabilidad, y entre las cuales instala un cajón de madera liviana para usarlo como contenedor. El primogénito ya tiene la máquina adecuada para traer la hierba a casa. Y no solo sirve para eso, sino que padre le manda pasear por el pueblo para que la gente admire el triciclo, único en la localidad, y quizás pueda recibir algún encargo de convertir viejas bicis en triciclos y así ganarse unas pesetas.

   Antes del primer viaje a por hierba, el primo de madre, Silvestret, da a Zaca unas lecciones prácticas sobre cómo manejar la hoz, herramienta que el chico nunca ha utilizado y que le recuerda que es uno de los emblemas del partido comunista ruso que, según algunos tertulianos del Pincho, es más malo que la tiña porque niega la propiedad privada. Sisvestret le lleva también al Prat para enseñarle sobre el terreno que yerba es mejor para los conejos y las cabras y que otras no debe recolectar. Al menos tres días a la semana, el muchacho coge el triciclo y se va a la marjalería o al Prat a segar hierba que luego carga en la máquina y la transporta a casa. Al principio, cuando el cajón del triciclo estaba repleto, pedalear se le hacía duro, pero en cuanto sus piernas se acostumbraron hacía el viaje de un tirón, solo se bajaba del triciclo para subir la rampa existente en el paso a nivel del Camí de les Marjals del ferrocarril. Y como le pasó con el pastoreo de la cabra murciana, pronto le cogió el gusto a recoger las frutas de temporada que abundaban en la marjalería y que, para no ser acusado de furtivismo, escondía entre el pastizal del día.

   De la cría de conejos, otra de las sugerencias de la abuela Julia, en cantidad relativamente grande –padre empieza el cálculo sobre un centenar-, el llumero hace números de cuanto le costaría la madera, la tela metálica, las bisagras y demás materiales para construir jaulas; así como de las obras necesarias para instalarlas en el corral de la Fábrica. Una vez hechas las cuentas, constata que le cuadran. Aunque cauto que es, antes de meterse en gastos, consulta a otro familiar de su esposa sobre la posibilidad de vender los conejos sobrantes, si ello llegara a ocurrir. El consultado es el tío Paco Traver, uno de los dos transportistas del pueblo que hacen de recaderos. Traver le cuenta que conoce a un comerciante que vende conejos en el mercado de Castellón de los lunes y que puede ponerle en contacto con él. Animado por las opiniones favorables, y siendo consciente de que los negocios tanto pueden salir bien como mal, el señor Zacarías decide poner ambos proyectos en marcha, dándole prioridad al cultivo de la alfalfa, dado que es la inversión más modesta y el negocio que parece más seguro. Y aunque tiene muy arraigado el criterio de que los negocios son cosa privativa del varón de la casa, resuelve contarlo a la familia. Lo de la alfalfa lo refiere un día en la sobremesa y, además, hace algo que en él no es habitual, pregunta a su esposa.

   -Rosario me gustaría conocer tu opinión, ¿qué piensas del asunto?

   -Lo de plantar alfalfa me parece bien. A más a más, si Silvestret se encarga de su cultivo es otro tanto a favor de la hierba, porque mi primo es muy trabajador y honrado y sé que se encargará de su cultivo a conciencia.

   Tras unos comienzos un tanto inciertos, el cultivo de la alfalfa se ha ido consolidado. El primo Silvestret ha logrado que en el marjal de la Sort de Monet de d´Alt se críe muy bien la hierba, con lo que ya no es necesario que Zaca saque a pacer las cabras todos los días. Les va tan bien que el señor Zacarías ha arrendado un marjal en la Carrassa de Les Piteres, por cuarenta duros al año, para cultivar más alfalfa. Con tal abundancia de forraje tampoco es necesario que el primogénito vaya a segar hierba al Prat, algo de lo que ahora también se encarga Silvestret, por lo que el triciclo queda arrumbado, pues el primo de Rosario tiene mula y carro y no necesita la máquina. Paradójicamente, Zaca, que al principio de usar el triciclo lo había maldecido, ahora lo echa de menos. Le causaba una enorme satisfacción ver la cara de envidia con que le miraban los otros chicos cuando pasaba montado en el cacharro de tres ruedas, pues solo él podía hacerlo, dado que no había ningún otro en el pueblo.

   Los cambios –la alfalfa, los conejos…- en la familia Clavijo comienzan a sucederse a un ritmo rápido, algo que antes no ocurría. Da la impresión de que sus aspiraciones han mutado. Ya no esperan a que ocurran cambios, sino que son ellos los que actúan para que sucedan. Este cambio de actitud se contagia a los niños, especialmente a Zaca ya que, como es el mayor, es más receptivo a la nueva escala de valores de sus padres. Y esa mutación actitudinal se materializa en un hecho que habría sido impensable en el Sacarietes de hace solo unos meses: el muchacho inicia un negocio por su cuenta, pequeño, casi irrelevante, con ganancias irrisorias, pero el emprendimiento lo ha llevado a cabo fuera del paraguas familiar, ha sido estrictamente obra suya. La idea surgió a raíz de un comentario de su amigo Manolo Pitarch. Estaban ojeando unos tebeos en el patio delantero de la casa de Manolo y, en la charla, Pitarch comentó:

   -Debes de ser uno de los que más tebeos tiene del pueblo. Si yo tuviera la mitad de los que tienes tú, me hincharía a ganar perras alquilándolos.

   -¿Los tebeos se pueden alquilar? –Pregunta, sorprendido, Zaca, que agrega-: Lo que sí hago es cambiar los míos por otros que no he leído, ¿pero alquilarlos…?

  -Con los cambios no ganas nada. En cambio, si los alquilas…

   El comentario se le debió quedar a Zaca enredado en alguna neurona porque aquella noche, antes de dormirse, estuvo dándole vueltas. ¿Quién puede querer alquilar un tebeo? Menuda tontería. Al día siguiente, mientras pastoreaba las cabras, la tontería se le volvió a colar en el magín. Tenía montones de tebeos y novelitas guardados en cajas en un altillo de la Fábrica, algunos de los cuales ni los recordaba, pues hacía mucho que los había leído. ¿Qué le costaba probar con alquilarlos, incluso revenderlos? Lentamente, como casi todo lo que hacía, fue dándole forma a la idea. Piensa que podía seleccionar algunos de los tebeos y novelitas leídos y que no fueran de los mejores, meterlos en una caja y llevarlos a la plaza o, mejor, a su antigua calle donde se encontraría más cómodo. Y esperar a ver que diablos pasa. Puede alquilarlos, venderlos o cambiarlos por otros tebeos o por otras cosas. Pero pasar de la teoría a la praxis, como les ocurre a los indecisos, le cuesta un imperio. En principio, se ve incapaz de hacer nada al respecto, pero luego recapacita y se dice que si ha sido capaz de convertirse en escrivent, de hacer de pastor, de segar hierba y de manejar un triciclo, ¿por qué no va a tener capacidad para alquilar o vender tebeos? Y en esta ocasión no va a tratar con adultos, va a hacerlo con chicos –nunca se llama niño a sí mismo- como él. El siguiente domingo, Zaquita –como le llama madre- se ha decidido y, después de la concurrida misa de doce, se planta en la esquina de la plaza Ramón y Cajal con la calle Horno, justo al lado del café del Pincho. Lleva una caja de novelas y tebeos, varios de los cuales, los más aparentes, los pone rodeando la caja como si fueran un muestrario. Y, ante su sorpresa, pronto tiene más potenciales clientes de los que podía imaginar, aunque la mayoría solo son mirones. Hasta que uno de ellos, Pèp el Tirijà -cuya familia llegó al pueblo desde Tirig, de ahí su apodo- señalando un concreto ejemplar, pregunta:

   -¿Me lo dejas?

   -No, pero si quieres te lo vendo o te lo alquilo.

   -¿Qué quiere decir eso de que me lo alquilas? –pregunta, perplejo, el Tirijà.

   -Te lo alquilo por unos días, pongamos que tres, lo lees y luego me lo devuelves.

   -Desde luego, Sacaríes, eres raro de collons. Sólo a ti se te podía ocurrir una chorrada así. Con tanto como estudias se te ha ablandado la chola.

   Pese al despectivo comentario de el Tirijà, al poco rato los mirones que pululan alrededor de la caja de tebeos se han multiplicado. A las dos horas y algo se ha cansado y recoge los ejemplares a la venta. No ha alquilado ninguno, pero ha vendido tres de ellos por dos chavos cada uno, ha cambiado otro por un cromo de Luis Regueiro -figura de la selección española de fútbol- y una novelita por dos lápices de color. Ha hecho un negocio de niño que no concuerda con la madurez que muestra en sus otras actividades, pero es que en el fondo sigue siendo un niño, a quien las circunstancias y necesidades familiares le han llevado a realizar actividades más propias de un adulto que de un muchacho. Con todo, vuelve a casa más feliz que si hubiera marcado un gol en los partidillos del recreo escolar. Y lo más importante: lo que ha hecho lo ha llevado a cabo solo. Por una vez, ha sido capaz de actuar por su cuenta. Cuando guarda los sesenta céntimos en la caja de puros, que es su hucha casera, pega el cromo del futbolista en el correspondiente álbum y mete los lápices de color en su plumier se siente como si fuera don Juan March, un ricachón como la copa de un pino.

   Zaca le coge gusto al trapicheo y, dos veces a la semana, monta su puesto de tebeos, revistas y novelas, ya leídos, en una esquina de la plaza Ramón y Cajal. Cuenta con un público que no tiene un gran poder adquisitivo, pero sí muchos objetos y cachivaches que pueden convertirse en moneda de cambio. Es lo que esta tarde ocurre. Al parecer, Bernard el Gasolinero, delgado como una caña y con una cara algo caballuna, se ha encaprichado de una novelita de amor de Corín Tellado, la reina de la literatura romántica barata, por la que Zaca pide dos perras gordas, pero el comprador parece que no tiene un céntimo.

   -Es muy cara, pero… te la cambio por esto -y echando mano al bolsillo saca un tirachinas artesanal, pero bien labrado.

  -¿Y para qué quiero un tirachinas?

  -Para cazar pájaros. 

  -Con la puntería que tengo, todos los pájaros que pueda matar pesarán menos que una perra chica. La novela vale mucho más que eso.

   El Gasolinero vuelve a coger la novelita, la hojea, lee la contracubierta y mete otra vez la mano en el bolsillo.

   -¿Te vale un tirachinas y un cencerro? –Y abriendo el puño muestra una diminuta esquila en forma de campana.

   En cuanto ve el cencerro, Zaca piensa en su cabritilla, le podría valer, pero se hace el duro, está aprendiendo a negociar.

   -A otro no le cambiaría una novela tan chula por una mierda de tirachinas y una esquila que no vale nada. Te la cambio porque eres tú y porque nuestras madres son amigas –la referencia no es del todo cierta, pero algo hay que argüir.

   Quien lo hubiera dicho del tímido e introvertido muchachito, ha aprendido a negociar. Lo que para un apocado como él es todo un paso adelante. ¿Influirá eso en la modificación de su carácter? Solo el tiempo lo dirá.

 

PD.- El próximo martes publicaré el episodio 31 de la novela “El masover”, titulado: Fiestas patronales

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