En respuesta a la consternación de su vicario sobre el tratamiento que la Constitución republicana da a la Iglesia Católica, el párroco del pueblo es rotundo.
-Yo lo tengo claro, Florencio, porque así como al problema de las regiones que aspiran a ser autónomas, como la mía –mosén Fumadó es del pueblo catalán de San Carlos de la Rápita-, lo han tratado con una política de comprensión y respeto, para la Iglesia han aplicado una fórmula de confrontación y una actitud beligerante contra su presencia en todos los ámbitos de la vida social.
-¿Y ahora qué va a pasar?
-No lo sé, pero esto no va a quedar así. Vamos a ver qué dice la jerarquía, pero de momento hemos de ir preparando el sermón del domingo, y se van a enterar esos hijos de Satanás que con la Iglesia no se juega. El eje de la prédica será el versículo 16:18 de Mateo, el que dice tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia. Ayúdame a prepararlo de forma que lo entiendan esos palurdos que tenemos de fieles.
La conversación del párroco con su coadjutor sobre la neonata Constitución republicana es clave para que mosén Florencio, hombre pacífico, templado y con un espíritu liberal para un sacerdote, se convierta en un acérrimo antagonista del nuevo texto constitucional y, con él, muchos ciudadanos católicos que incluso habían votado a las candidaturas republicanas en 1931. Se sienten decepcionados por la falta de sensibilidad de los padres de la patria hacia sus creencias más íntimas. Por eso, cuando Zaca, plenamente recuperado de su neumonía, le preguntó al vicario:
-Mosén, ¿ya se ha leído la Constitución de la que todo el mundo habla? ¿Qué puede contarme de ella?
-¡Ay, hijo mío, qué te voy a decir, no contiene nada bueno!
De todas formas, el vicario, puesto que se lo había prometido, cumple su palabra y explica al muchacho los aspectos que estima esenciales de la ley de leyes: España se define como una república de trabajadores de toda clase, que se organizan en régimen de libertad y de justicia. Que es obligatorio el estudio de la lengua castellana, y ésta se usará también como instrumento de enseñanza en todos los centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas. Aquí, mosén Florencio hace un aparte.
-Esto es importante en aquellas regiones, como la nuestra –el vicario es de Adzaneta, un pueblo castellonense, vivero de vocaciones religiosas-, en las que hablamos dos lenguas, el castellano y la lengua vernácula; en nuestro caso el valenciano. Sigo. Que la república constituye un estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y de las regiones autónomas -Aquí quien interrumpe la explicación es el chico.
-Mosén, eso del estado integral no sé que significa.
-Si te sirve de consuelo, yo tampoco. Supongo que con el paso del tiempo lo averiguaremos. Sigamos. En cuanto a los derechos y libertades individuales y colectivas, te cuento los más destacados, a mi juicio -El coadjutor desgrana algunos de los derechos con un lenguaje sencillo para que lo entienda el chaval.
-Si le he de decir la verdad, no todo lo he entendido, pero de todos modos muchas gracias mosén Florencio. Si usted no me explica las cosas de los mayores, nadie lo hace. Por eso, y aunque me da apuro, quiero decirle que no solo es un buen profesor y un buen cura, sino también una buena persona. Y, en resumen, ¿es una Constitución buena, regular o mala? -El vicario duda pero, como es hombre sin doble fondo, se sincera.
-En lo que podríamos llamar la parte civil, está por ver cómo podremos calificarla dentro de unos años. En lo que es el tratamiento que da a la religión y a la Iglesia Católica es, rotundamente, mala.
La pésima impresión que mosén Florencio, y con él casi todo el clero español, tiene del texto constitucional está contrarrestada por la opinión que muchos ciudadanos tienen del mismo. Buen ejemplo de ello es el parecer de don Eulogio que, a fuer de liberal, cuenta a sus compañeros del café del Pincho su opinión sobre la ley de leyes:
-La Constitución republicana ha supuesto un avance notable en el reconocimiento y defensa de los derechos humanos y en la organización democrática del estado dentro del ordenamiento jurídico español. Recoge y protege los derechos y libertades individuales y sociales, amplía el derecho de sufragio de los ciudadanos de ambos sexos y deposita el poder legislativo en el pueblo que lo ejercerá a través de las Cortes, compuesta por los diputados elegidos en elecciones generales.
-¿Y usted cree que la gente, en general, apoya la llegada de una república que realmente nació de unas elecciones municipales? –la pregunta de Julio el barbero va dirigida al médico, pero éste se encoge de hombros y no responde.
-¿Y qué me dicen del cariz que está tomando la política republicana en contra de la Iglesia Católica? –pregunta Macario el estanquero cuyo catolicismo es notorio. Zaca, muy influenciado en este tema por el vicario, espera la posible respuesta con interés. Esta vez quien responde es don Rodolfo, cuyo agnosticismo es bien conocido.
-La Iglesia está siendo objetivo frecuente de la izquierda revolucionaria porque los privilegios de que goza son una causa más del malestar social, lo cual, lamentablemente, se ha traducido en la quema y destrucción de templos y otros edificios religiosos.
El chico está hecho un lío. No es especialmente religioso, pero sí amante del orden, del equilibrio y de la autoridad, por lo que las agresiones contra los edificios religiosos, y aún más contra los practicantes católicos, no acaba de entenderlas. ¿Por qué la República ataca las creencias de millones de españoles?, se pregunta. No lo entiende y no entender es algo que incomoda a su carácter analítico. Como otras tantas veces, al final termina echando la culpa a las estupideces de los adultos cuyo comportamiento es ilógico en tantísimas ocasiones. Sabe que no es una explicación muy coherente, pero de momento le sirve para no seguir dándole vueltas al anticlericalismo republicano.
Zaca, olvidado el amargo trago de la neumonía que le tuvo al borde de la muerte, disfruta como nunca de la compañía de sus amigos. Esta tarde de domingo solo cuenta con la compañía de Pifarré; de Pitarch no saben nada y Queralt se ha quedado en su colegio de Castellón.
-Tengo una buena noticia, la que menos podías esperar –le anuncia Pifarré-. El curso que viene la Compañía de los Ferrocarriles del Norte de España, en la que como sabes trabaja mi padre, me va a dar una beca para que pueda estudiar el bachillerato elemental en Castellón y luego iré a la Escuela de Artes y Oficios. Lo que aún no sé es que especialidad cogeré en la Escuela.
-¡Qué suerte. Vas a hacer el bachillerato! ¡Cuánto me alegro, Pifa, de verdad! ¿Y vas a ir a alguna academia privada, a los Escolapios o al Instituto?
-Creo que al Instituto.
-¡Qué envidia! Vas a hacer los estudios oficiales, mientras yo voy a seguir por libre. Y lo de la beca, ¿cómo ha sido?
-Dice mi padre que ha sido cosa de la República y de los sindicatos, que animan a que se den becas a los hijos de los trabajadores. Y como él, además de trabajar en el ferrocarril, está afiliado a la Unión General de Trabajadores, algo habrá influido.
-Si te quedas toda la semana en Castellón, como hace Queralt, me voy a quedar sin amigos en el pueblo, porque Pitarch, entre la de veces que se pone malo y las que no le dejan salir, es como si no viviese aquí.
-No me voy a quedar en Castellón, iré por la mañana en el ligero de Tortosa y regresaré por la tarde en el borreguero. Tengo que viajar en tren porque es una de las condiciones de la beca.
-¡Lo que daría yo porque me pusieran una condición así! O sea, que te vas a librar de la americana –Zaca se refiere a una vara de bambú, que en el pueblo llaman caña americana, con la que don José castiga a los alumnos revoltosos pegándoles en la palma de la mano. Cuando la falta la considera grave, el varetazo es en la punta de los dedos, algo que duele de verdad.
El muchacho se alegra de corazón de que su mejor amigo vaya a estudiar, pues ese puede ser su pasaporte para escapar de la prácticamente inexistente oferta de puestos de trabajo en el pueblo. Algo que también le atañe y de lo que espera escapar si continúa estudiando. Una vez más, piensa que en algún momento se tendrá que marchar del pueblo, lo que por un lado le entristece y por otro le anima. Una sensación agridulce.
Hoy, como ocurre muchos domingos, la pandilla de Zaca está en cuadro, solo están Pifarré y él. Debaten sobre qué hacer. Una discusión más retórica que práctica porque las salidas que tienen para escapar del tedio son contadas.
-¿Vamos al cine?
-¿Qué echan en el Novedades?
-Una de Charlot.
-¿Y en el de Gilet?
-El paraíso del mal. Una americanada de amor.
-Si fuera del Oeste, aún, pero prefiero la de Charlot.
-Te invito a cacaus i tramussos, que todavía me quedan dos reales. Vamos a comprarlos al puesto de la tía Camete que los vende más baratos que en el cine –propone Zaca, que entre sus virtudes la generosidad es una de ellas.
Mientras Pifarré hace cola ante la taquilla del cinema, Clavijo, que tiene el acceso gratis, ha ido a ver como padre maneja el proyector. Cuando va al cine sin amigos suele ayudarle, no tanto en el manejo de la máquina, pero si rebobinando rollos de película y pegándolos para conseguir rollos más grandes. Lo que se hace para que solo haya una parada en la proyección para cambiarlos, pues si hay más de un receso el público protesta. Para pegar los distintos rollos, hay que cortar como un dedo o dos de la cinta a empalmar, raspar los bordes hasta que solo quede el celuloide virgen, solapar ambos extremos y pegarlos con acetona, que deja un olor característico en los dedos y que no desaparece hasta que te lavas con agua y jabón o los frotas con alcohol. Ayudar a padre en su trabajo le agrada al chicuelo, pues eso le da la impresión de sentirse mayor de lo que es. Hoy no es el caso, puesto que va acompañado. Se junta con Pifarré en el gallinero –que cuenta con duras bancadas de madera-, porque las entradas del piso superior son más baratas, y se disponen a ver a Charlot, que es uno de los actores preferidos por la mayoría de espectadores. El público de la época vive intensamente las películas y suele identificarse con los protagonistas, de tal manera que prorrumpe en gritos y lanza mensajes de advertencia cuando alguno de los malos de la peli acecha a los buenos para causarles algún daño o suelta suspiros de alivio cuando el bueno de la cinta logra zafarse del peligro. Y cuando el chico y la chica se besan en la escena final no es raro que suenen los aplausos entusiastas de los espectadores. Ambos amigos se unen a las exclamaciones del público, mientras van dando buena cuenta de los cacahuetes y altramuces que compraron. En el obligado intermedio se encienden las luces y comentan los lances del film y saludan a otros chicos que, como ellos, también están en el gallinero. El cine, en la década de los treinta, se ha convertido en una poderosa herramienta en la formación social y cultural de chicos como Clavijo y Pifa. Por otro lado, dada la rígida moral tradicional, que el Gobierno republicano está intentando cambiar, la oscuridad de las salas de cine es un escenario propicio para que las parejas tengan mayor intimidad. El público tiene catalogados de antemano los criterios sobre la filmografía. En general, las cintas españolas –las llamadas españoladas- no suelen ser las más apetecibles de ver, con la excepción de las pelis folklóricas en las que la presencia de estrellas de la copla como Concha Piquer, Imperio Argentina, Estrellita Castro o Miguel de Molina asegura la presencia en las salas de cine de legiones de sus admiradores. Los films que monopolizan los cines locales –y del resto del país- son los americanos. Cuando el público ve aparecer en la pantalla el rugiente león de la Metro-Goldwyn-Mayer, los haces de reflectores de la 20th Century Fox o la antena emitiendo rayos de la KKO Pictures –algunas de las principales "majors" de la edad dorada de Hollywood-, se arrellena en las butacas, pues cree de antemano que va a ver un peliculón, algo que no siempre es así. En la filmografía americana las llamadas cintas del Oeste o de vaqueros e indios tienen un gran tirón. Algo que ocurre igual con las pelis de actores cómicos tales como Buster Keaton, Stan Laurel y Oliver Hardy (El Gordo y el Flaco) y, como no, de las del gran Charles Chaplin, Charlot.
A la cinematografía, generaciones como las de Pifa y Clavijo serán deudoras el resto de su vida. Y el ¿Vamos al cine? es el preludio de una interesante tarde en la que revivir otras vidas plenas de emoción y de magia, muy distintas de la plana existencia a la que la mayor parte de la población está abocada, como es la de los protagonistas de esta historia. Por todo ello, el ¿Vamos al cine? se ha convertido en algo más que una simple invitación.
PD.- El próximo martes publicaré el episodio 38 de la novela “El masover”, titulado: La ley del divorcio enfada a Rosario
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