Tras unos días de fuerte calor, impropio de finales de septiembre, el 24 se presenta lluvioso en Torreblanca. Desde primeras horas de la mañana un pertinaz aguacero descarga sobre la localidad y su entorno, lo que altera la vida de una población que se dedica mayoritariamente a la agricultura, por lo que, cuando llueve, la actividad se ralentiza, si no se para. Para la mayor parte de los niños en edad escolar, la lluvia significa que no habrá que ir a la escuela, pues muchas madres prefieren que los chavales se queden en casa, no se vayan a mojar y pillen un catarro, aunque están deseando que por la tarde deje de llover para que los chiquillos puedan salir a la calle, pues si permanecen todo el día en casa no hay quien los aguante. La chiquillería está igualmente esperando que escampe, pues entonces podrán salir y jugar a meterse en los charcos y salpicarse unos a otros. También algunos mayores esperan que el tiempo aclare para salir al campo a buscar caracoles. A algunas amas de casa la lluvia les ha cogido con la colada tendida en el balcón o en el patio y se han ciscado en la lluvia. En cambio, a los llauradors la lluvia les viene de cara puesto que el verano ha sido muy seco y el campo estaba pidiendo agua a gritos. Todo lo cual viene a confirmar el refrán de que nunca llueve a gusto de todos. Pero ni las madres, ni los niños, ni los buscadores de caracoles ven cumplidos sus deseos, pues llega la tarde y no solo prosigue la lluvia, sino que arrecia.
-La típica borrasca de otoño -dice alguien en el café de Les Catalanes, donde los clientes han tenido que refugiarse en el interior del establecimiento, ya que la carpa que cubre la terraza han tenido que quitarla porque ha embalsado gran cantidad de agua.
-Bienvenida sea la lluvia. Hacía mucha falta porque el campo era un secarral –afirma otro.
-Otoño lluvioso, año copioso –añade un tercero, tirando del inabarcable refranero español.
Se va apagando el día y las nubes siguen descargando sobre la localidad. Ya no es un aguacero, es un manto de agua que lo anega todo. Desde el núcleo más antiguo y alto del pueblo, el del entorno del Calvario, el agua se desliza rabiosa por las calles, convertidas en auténticos torrentes. En el campo, todos los cauces naturales por los que discurre el agua de lluvia se han transformado en verdaderos torrentes que canalizan a duras penas la tromba de agua que está cayendo.
El señor Zacarías ha tenido que hacer frente a una panoplia de goteras, alguna de las cuales es la primera vez que aparece. Ha puesto cubos y cuando estos se han acabado ha tenido que echar mano de otros cacharros para recoger el persistente goteo. Al atardecer, y protegido por un chubasquero, se asoma a la puerta exterior de la Fábrica, la que da a la calle San Antonio, a ver cuál es la situación del resto del vecindario. Ve a una vecina asomada a la puerta de su casa y le grita:
-¿Estáis bien? ¿Tenéis goteras?
-Lo estamos. Y no hay goteras, el tejado está resistiendo, al fin y al cabo es nuevo. Donde seguro que las habrá será en la caseta del camp, tiene tejas muy viejas y no creo que resistan tanta agua.
-Bueno, el hecho de que aquí llueva tanto no quiere decir que también lo haga en el Fondo del Balat. Igual allí no ha caído ni gota. Las tormentas como la que tenemos encima son caprichosas. Descargan en el sitio más impensado.
El llumero comprueba que la calle se está convirtiendo en una piscina y el agua amenaza con superar los bordillos de las puertas y penetrar en los bajos. Si eso ocurre en el Raval, piensa ¿qué pasará en las calles de más abajo?, pues todo el caserío que hay al este de San Antonio es muy llano y tiene una cota inferior a la del casco viejo. Piensa que si hubiesen seguido viviendo en la calle Horno, posiblemente a estas horas la planta baja se habría inundado. En la Fábrica no corren peligro alguno de inundación, está ubicada en un montículo, pequeño pero con la suficiente altura para que el nivel del agua sea preocupante.
Echa una última mirada al cielo: no se ve ni un resquicio azulado, todo son nubarrones que parecen indicar que la borrasca se ha anclado sobre la localidad. Esto no va a parar, al menos hasta mañana, piensa el llumero. De pronto, le viene a la mente un recuerdo: su hermana Matilde y su marido Daniel de Quiquet viven en un bajo de la calle San Jaime y dada su ubicación es posible que puedan tener problemas con el agua si el temporal sigue vertiendo cataratas. No lo duda un momento y regresa a casa.
-Rosario, sácame las katiuskas y el mono del trabajo. He pensado que en casa de Matilde puede haber problemas, pues la calle Moreres vierte el agua en el Camí d´Alcalá –que es como se llama en el pueblo a la calle San Jaime- y quizás les haya entrado agua en la casa.
Coge uno de los cubos de las goteras y una pala y, arropado con el impermeable del trabajo, se dirige a casa de su cuñado. Hacia mitad de la calle ya está calado. En els Quatre Cantons, la calle San Cristóbal, que discurre de oeste a este y que tiene una gran pendiente, es una auténtica torrentera, tal es el volumen de agua que baja desde el Calvario.
-¿Dónde vas con la que está cayendo? –le grita desde la puerta el tío Quèlo.
-A casa de mi hermana. Voy a ver si tienen algún problema.
-Como siga diluviando así, si no lo han tenido, lo tendrán –vaticina Quèlo.
Como el llumero se temía, la calle Moreres, que también tiene pendiente, vierte un río de agua y barro en San Jaime, y justo en la conjunción de ambas calles está la casa de Matilde. Se encuentra la puerta abierta por la que sale un considerable volumen de líquido. A ojo de buen cubero calcula que el agua debe haber alcanzado más de metro y medio. Al entrar ha de sortear una mesa y unas sillas que flotan como si fueran barquitos de papel. Oye unos gritos y reconoce la voz, es su cuñado. Lo encuentra subiendo a un armario ropero, donde ya está Matilde, a su hijo de dos años.
-¿Estáis bien? –grita Zacarías para que se le oiga por encima del ensordecedor estruendo de la riada.
-De momento, estamos de pie, pero si continúa lloviendo no sé si los muros aguantarán, la casa es muy vieja. Gracias por venir. ¿Podrías llevarte a la Fábrica a Matilde y al crío?, aquí no están seguros.
-Por supuesto, aunque se van a poner como una sopa.
-Más mojados de lo que están no lo estarán.
-Y tú también deberías venirte. Allí estamos seguros por mucho que llueva.
-No, yo me quedo, a ver si puedo salvar algo, aunque como el agua arrastra mucho barro la mayor parte de la ropa, enseres y muebles habrá que tirarlos a la basura. Esto es un desastre y aún debemos dar gracias a Dios, pues estamos vivos. Ha habido un momento en que creí que no lo íbamos a contar.
-Estoy pensando que Matilde puede ir sola a la Fábrica con el crío y yo me quedo para ayudarte a salvar lo que se pueda –sugiere Zacarías.
-No sé cómo están las calles, pero con la que está cayendo no pueden estar muy transitables. Me quedaré más tranquilo si se van contigo.
La mujer está tan conmocionada que hasta el momento no ha dicho ni pío. El llumero coge a su hermana, que aferra a su hijo contra sí, y se la lleva a casa, adonde llegan totalmente calados. Rosario pide a su cuñada que se desnude y le da ropa interior y un vestido para que se cambie, lo mismo hace con el niño. Luego los pone ante el hogar para que se sequen y les da sendos tazones de leche caliente, añadiendo al de su cuñada un chorrito de coñac, para que vayan reponiéndose. De pronto, Matilde se pone a llorar, como si al verse a salvo la serenidad que ha mostrado hasta ahora hubiese desaparecido. No hay manera de consolarla, llora y llora sin poder contenerse. El crío, al ver el llanto de su madre, también comienza a gimotear. Y Rosario, que se siente especialmente cercana a su cuñada, los secunda. El señor Zacarías no sabe cómo confortar a las mujeres y los niños Clavijo las miran con cara de no entender nada.
-Tete, ¿por qué llora madre y la tía? –pregunta Pedrito.
-No lo sé, Pedri.
Al llumero no se le ocurre otra forma de consolar a las mujeres que abrazándolas mientras les susurra que el peligro ha pasado y que si se pierden enseres siempre pueden reponerse.
Al anochecer, la situación se torna más dantesca si cabe. La tierra, ahíta de agua, es incapaz de filtrar ni una gota más y las colinas que conforman el horizonte oeste de Torreblanca vierten ingentes cataratas de agua hacia la llanura en que está emplazado el pueblo. En las casitas, de una y dos plantas, ubicadas al este de la confluencia del carrer del Mar y el Camí de l´Estació, la cota de la inundación ha superado, en muchas de ellas, el uno setenta. El ayuntamiento moviliza a los albañiles y demás profesionales ligados al mundo de la construcción, y organiza, junto con un tropel de voluntarios, brigadas de auxilio para socorrer a los damnificados. A los que tienen dos plantas, los ayudan a subir a la de arriba. Los que viven en un bajo son evacuados y trasladados a las zonas altas del caserío. Un infrecuente sentimiento de solidaridad sacude a la población. Son muchos los vecinos que ofrecen sus domicilios para atender a los evacuados mientras dure la inundación. La corporación se plantea si organizar una expedición para socorrer a los marineros de Torrenostra, pero ante la falta de embarcaciones, pues la Plana se ha convertido en un mar interior, desiste. El llumero, de acuerdo con la alcaldía, ha cortado la electricidad para prevenir posibles cortocircuitos potencialmente peligrosos. La oscuridad hace aún más pavorosa la situación.
A primeras horas de la mañana siguiente, de repente deja de llover, como si el caudal de agua de los nubarrones se hubiese disipado. La gente sale de sus casas comentando con sus vecinos las peripecias que algunos han sufrido con el temporal. Gran parte de los propietarios de fincas se apresuran a aparejar los mulos para ir a ver si el diluvio ha causado daños a sus propiedades. Muchos de ellos no pueden llegar a los campos porque buena parte de la red viaria rural está intransitable, el lodo se acumula y hay obstáculos por todas partes: muebles, enseres de todo tipo, árboles que no han resistido la riada y hasta animales que se han ahogado. Es un desastre. Los que, sorteando obstáculos, han podido llegar a sus campos los encuentran llenos de barro, con los cultivos anegados y algún que otro árbol arrancado de cuajo. La peor parte se la han llevado los arrozales, pues la cosecha se había segado y las gavillas seguían en los campos para que el grano se secara y éstas han terminado en el mar. Días después los pescadores cuentan que han sacado gavillas en sus redes hasta en el entorno del archipiélago de las Columbretes.
En el pueblo los daños son considerables: bajos y sótanos inundados, casas derruidas, tejados rotos, tapias y muros que no han aguantado el envite de la riada, muebles, enseres y utensilios perdidos y todo, todo bañado por un lodo viscoso que recubre y deja inservible cuanto toca. La lluvia también ha afectado duramente las comunicaciones. La Guardia Civil ha tenido que cortar la circulación de la carretera nacional Valencia-Barcelona, pues presenta peligrosas balsas de agua en varios puntos y algunas de las alcantarillas que la cruzan por debajo han reventado destrozando el asfalto de su área de influencia. Lo del ferrocarril ha sido peor: en la zona de la Torre del Marqués, la riada se ha llevado parte del terraplén sobre el que se asienta el tendido y la vía ha quedado con los raíles al aire, con lo que el tráfico ferroviario también ha tenido que ser suspendido.
Lo asombroso es que, cuando el ayuntamiento hace el recuento de la que ya es la peor catástrofe sufrida en el pueblo en el último siglo, se descubre un hecho increíble: no se ha producido ni una sola baja personal, algunos vecinos presentan contusiones y alguna que otra herida, pero salvo eso y el miedo pasado no ha habido que lamentar pérdidas mortales. La gota fría –para los lugareños la riuà-, de la que se hablará durante años, se lo ha llevado todo por delante, pero ha respetado a las personas.
Cuando Zaca Clavijo se entera de ello, tan fantasioso como siempre, piensa
que ha sido un auténtico milagro. Para que luego haya gente que no crea en
ellos.
PD.- El próximo martes publicaré el episodio 21, de la novela “El masover” titulado: Un casi amigo gaspatxer
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