Tras el abrupto e inesperado final de su
entrevista con Soledad y su hermana María, Julio se siente tan desconcertado
como furioso. Por un momento está tentado de volver a llamar a la puerta para
decirle a la pécora de su futura suegra todo lo que no le ha dado oportunidad
de explicar. Tiene la aldaba en la mano cuando una ráfaga de sensatez lo
sacude. No es buena idea, se dice. Si vuelvo a entrar, con lo alterado que
estoy, puedo montar la de Dios es Cristo y podría suponer que rompiera todos
los puentes con la familia de Consuelo. Será mejor tragarse el sapo de que su
madre me haya dejado con la palabra en la boca y esperar una nueva oportunidad.
Mientras el joven quinto reflexiona sobre lo
que ha pasado y lamenta la oportunidad perdida, las hermanas Barrado están
dialogando sobre lo mismo: su conversación con el pretendiente de Consuelín,
así la llaman en la familia.
-Bueno, hermana, ¿y que te ha parecio el
mañego? –pregunta Soledad.
-Si te digo la verdá, más desenvuelto de lo
que esperaba. Al principio se le notaba nervioso, pero luego se ha tranquilizao
y ha respondio con bastante aplomo, y eso que tú le has tirao con bala y no le
has dao ni un respiro.
-Sí, palabritas no le faltan, ¿pero qué me dices
de los hechos? Ha admitio que se dedicaba al contrabando, que no tie oficio ni
beneficio, que se juega los dineros a lo que pille, que los civiles le
trincaron… ¡Una joya, vamos!
-Es verdá. Razón tienen al decir que hay
ojos que se enamoran de legañas. ¿Qué le habrá visto la buena de tu hija a ese
cabeza de chorlito?
-Te lo diré. Esa mocosa es igualina que su
padre, que en gloria esté. Tie la cabeza a pájaros. Y además se pirra por
llevarme la contraria. Basta con que yo le haya dicho que no me gusta el mozo
pa que ella mantenga que es el amor de su vida.
-¿Y qué piensas hacer ahora que conocemos de
primera mano de que pie calza el chico?
-Pues darle puerta de una vez por toas.
Mañana mismo le digo a Consuelín que no vuelva a hablar con él o la meto
interna en las Clarisas Capuchinas, ¡por estas que son cruces! –y cruza los
pulgares en forma de aspa.
-¿Las del Monasterio de Santa Ana de
Plasencia?
-Las mismas.
-¡Qué barbaridá! Ni se te ocurra, hermana.
Piensa en el qué dirán.
-Me cisco en lo que puedan decir unas
cuantas chismosas, pero esa mocosa no me va a tomar el pelo. ¡Aquí se hace lo
que yo mando y na más!
-Sole, Sole, no es buena idea tomar decisiones
por un calentón, suele traer malas consecuencias. No debes hacerlo, no pienses
solo en ti, piensa también en la familia. ¿Crees que será un plato de gusto que
cada vez que tú o cualquiera de los nuestros entre en otra casa, vaya a la
tienda o se acerque a un corrillo la gente se calle?, y lo harán porque
seguramente estarán comentando que a la mayor de los Manzano la han metio a la
fuerza en un convento y, pa más inri, de clausura. Y eso no va a ser solo
cuestión de un día. Serán semanas las que estaremos en boca de las que no
tienen na mejor que hacer que hablar mal de los demás.
Soledad, se ha obstinado en su decisión y
parece que no hay quien la haga cambiar de opinión, pero María, haciendo gala
de una paciencia inagotable, va reconduciendo la situación hasta que consigue
que su hermana dé el brazo a torcer.
-Entonces, ¿qué quieres, que no haga na?
-Ya te lo dije antes de que habláramos con
ese desgraciao, que tengas paciencia. Lo que deberías hacer, que pa eso eres
más lista que los ratones coloraos –María tira de adulación para convencerla-,
es mañana no decirle ni palabra a la chica, como si no hubiera pasao na. Y
recordar que solo ties que aguantar un par de meses a lo sumo porque los
militares te van a resolver el problema. Y no le darás tres cuartos al
pregonero.
-Eso supone tanto como que me tendré que
tragar que esa malcriá siga viendo al muerto de hambre del mañego. Y medio
pueblo se va a reír de mí.
-Pero el otro medio te aplaudirá. Lo que sí
puedes hacer, pa atarla más corto, es marcarle las horas de salia y entrá de
paseo. De manera que esté con el mozo el menor tiempo posible.
-¿Sabes de qué tengo miedo, María? De que,
como esa mocosa se ha encaprichao con el mañego, se le abra de piernas y ese
desgraciao, al verse perdio, le haga una barriga a la chica y tengan que
casarse de prisa y corriendo pa que lo que venga tenga padre.
-Sole, que poco conoces a tu hija. Estoy tan
segura como que me llamo María que eso nunca lo hará Consuelín.
-¿Y si el mañego es un mala sangre y la
fuerza?
-Está claro que el mozo fue un balarrasa,
pero dijo que Consuelín lo había cambiao. Y lo que son las cosas, le creí; en
ese momento sentí que hablaba con el corazón en la mano. Estoy segura que no la
va a forzar ni na que se le parezca.
Soledad termina por aceptar como buenos los
consejos de su hermana, aunque no deja de sentir un cabreo monumental de que la
malcriada de su hija crea que se ha salido con la suya. En un par de meses la
va a meter en cintura y se va a enterar de quien es su madre. ¡Por estas que
son cruces!, vuelve a jurar. Al día siguiente del inquisitorial interrogatorio,
Consuelo no consigue que su madre le dé mayores explicaciones sobre lo
sucedido. Se limita a decirle que sigue pensando que el mañego no es hombre
para ella y que, pudiendo elegir entre los mejores partidos del pueblo, ha ido
a fijarse en un muerto de hambre que además es un cabeza de chorlito que tiene muy
mala fama. Y enumera todos sus defectos.
-… ni tie oficio ni na que se le parezca, es
contrabandista, jugador y seguro que le da al vino y a las mueres. ¡Una joya, vamos!
Como dice tu tía, hay ojos que se enamoran de legañas. ¡Tú verás lo que haces!
Lo que si le puntualiza su madre es que a
partir de ahora tendrá menos tiempo para salir de paseo, y no todos los días,
porque piensa llevársela a los campos con ella. Ya es hora de que le ayude con
los braceros y los porquerizos. Su hermana Luisa puede perfectamente llevar la
casa, pues ya cumplió trece años. Visto el desastroso resultado de la entrevista,
Consuelo envía a la pequeña Julia a casa de Argimiro con una nota contándole a
su novio lo que ha decidido su madre, que cuando se vean ya le contará lo que
averigüe.
La primera tarde que los enamorados pueden
verse tienen mucho que contarse, y no son buenas noticias precisamente.
Consuelo le refiere las escasas e imprecisas explicaciones que le ha dado su
madre. Julio le relata cómo se desarrolló la conversación, que más pareció un interrogatorio
de la Guardia Civil que otra cosa, y que la señora Soledad no le concedió la
menor oportunidad de que pudiese explicarle cuales eran sus intenciones y que
planes tenía para el futuro. Cuando acaban de referirse sus cuitas, ambos
quedan mustios y cabizbajos. Consuelo es la primera en reaccionar, y lo hace
más que nada para remontar el ánimo de Julio.
-¿Sabes qué te digo?, que del mal el menos.
Pensándolo bien, no me ha prohibido que te siga viendo, aunque como muchos días
me lleva con ella al campo no vamos a poder vernos diariamente como antes, pero
los días que me quede en casa procuraré salir antes de paseo para compensar los
que no podamos vernos.
-Sí, cariño, pero tengo la corazonada de que
va a terminar buscándote un novio que le pete, que no sea un muerto de hambre
como me llama. Y como vamos a estar tanto tiempo sin vernos… -el mozo deja al
aire el final de su frase, no se atreve a verbalizar lo que piensa que puede
ocurrir porque se le revuelven las tripas.
-Por ahí sí que no paso, Julio. Si crees que
mi madre, por muy brava que se ponga, va a lograr casarme sin tener en cuenta
mis sentimientos es que me conoces muy poco –La joven se ha enfadado y habla
con pasión mal contenida-. ¿Tan poco carácter crees que tengo que voy a
consentir que mi madre me doblegue? Es lo último que esperaba.
Julio, que rápidamente se da cuenta de que
se ha equivocado al dudar de Consuelo, se las ve y se las desea para que a su enamorada
se le pase el enfado. Le jura una y mil veces que jamás ha dudado de su amor,
que sabe que le quiere tanto como él a ella, y que queriéndose como se quieren
nadie podrá romper su unión. Acaban haciendo las paces. No hay nada tan dulce
como la reconciliación de dos enamorados después de una riña. Ambos se conjuran
en que ni la señora Soledad, ni lo que digan en el pueblo las lenguas de doble
filo, ni los posibles pretendientes, ni la distancia que supondrá la mili
podrán con su amor.
-A mi madre le he oído decir alguna vez que
el amor forjado en la adversidad es imperecedero –recuerda el joven quinto.
-Tu madre, por lo que cuentas, además de ser
una buena persona es una mujer sabia. Me gustaría conocerla antes de que te
fueras.
-No sé si será posible, corazón. No sale
casi nunca del pueblo y, tal como se ha puesto tu madre, no creo que pueda
llevarte a San Martín.
-Sí, claro… Se me ocurre que… ¿tu madre baja
a Plasencia en Semana Santa? –pregunta Consuelo.
-No, ¿por qué lo preguntas?
-Verás. Mi madre de chica vivió en Plasencia
y, al igual que mi abuela, se hizo muy devota de Nuestro Padre Jesús Nazareno,
de la Cofradía del Silencio, cuya procesión desfila la noche del miércoles
santo. Los años que puede, madre nos lleva a ver la procesión y si nos quedamos
más días dormimos en casa de unos primos que tenemos allí. Si tu madre
estuviera en Plasencia esos días podría escaparme algún ratín pa charlar con
ella.
-¡Qué buena idea! Creo que podré convencer a
mi madre para que baje a Plasencia. Ella también se muere de ganas de
conocerte.
Por unos momentos, los enamorados se olvidan
de la señora Soledad y de las trabas que pone a su relación. No hablan más que
de planes para cuando Julio acabe la mili, algo que parece muy cercano cuando,
como poco, les espera una separación de tres o más años. Separación en la que
hay una cuestión que al joven mañego le preocupa sobremanera. No se ha atrevido
a plantearla porque es consciente de que es un asunto peliagudo, pero cree que
ha llegado el momento de formularla.
-Cariño, ¿has pensado en cómo guardarás mi
ausencia?